La despedida

Llevo ya un buen rato sentado frente al teclado, intentando dar con las palabras que cierren este blog. No me llegan. Quizás sea el desfase horario, o la súbita inmersión en las comodidades occidentales, que bloquean la imaginación. O quizás es que, inconscientemente, me resisto a dar fin a lo que ha sido un apasionante divertimento durante todo este tiempo.

Releo algunos posts antiguos, en busca de inspiración, y me sorprendo de la cantidad de historias que han ido llenándolo, algunas impulsadas por los propios lectores, otras simplemente producto de los fantásticos personajes con los que he tenido la suerte de cruzarme. Confío en que, en mi labor de notario meticuloso, haya podido transmitiros sus mejores momentos. Aunque confieso que, bien por pereza, o por simple incapacidad, hay un buen número de escenas e imágenes que no he sabido compartir con vosotros. Me las guardo para mí.

Aún así, espero que en cada de vosotros quede un poso de Vratiisha, o de Gautami, o de las maravillosas niñas que en algún momento me sonrieron. Un recuerdo de lo que se vivió en estos viajes. La convicción de que en cualquier sitio puede uno encontrar personajes insospechadamente interesantes. Animaos a buscarlos.

Y así, sin más ánimo que lo aliente, como mis recuerdos, como la imagen de mi paseo con Didi, este blog se desvanecerá en breve y para siempre. Uno, dos, tres. Ya está.

En Madrid, a 10 de mayo de 2011.

Las lágrimas de Gautami

La vida de Didi Gautami daría sin duda para una novela. Resulta curioso que su biografía sea tan semejante a la de Didi Vratiisha: ambas destacaron en casa, desde muy pequeñas, por rebeldes e inconformistas, y por su permanente actitud de “breaking the rules”. En particular, nunca aceptaron la idea del matrimonio concertado que manejaban sus padres, lo que finalmente las conduciría a la militancia anaranjada. En este punto, Gautami mostró mayor precocidad, pues, tras diversos sueños premonitorios, acabaría escapándose de casa con apenas 16 años para unirse a los Ananda Marga.

Cada vez que se lo pedimos, Gautami relata sus peripecias con precisión. Pero indefectiblemente, cada episodio de su vida acaba envuelto en un aire místico, como de vida de santos. Allá donde la narración alcanza su punto crítico y desesperado, el azar (diría yo) o la intervención de Baba (sostendría ella) reconducen casi milagrosamente la situación. Como le ocurrió en uno de sus primeros destinos, en el estado de Tamil Nadu, en el sur de la India. Llegó allí sin apenas dinero, y sin conocer el idioma local (el telugu), al centro del que la Didi anterior había desertado. Durante semanas racionó sus escasas rupias, alternando comida un día, y bebida el siguiente. Cuando solo le restaba rupia y media, marchó a un poblado cercano, donde vivía una familia que, según le habían informado, tenía intención de ayudarla. Andando decenas de kilómetros bajo un sol abrasador, consiguió llegar a su destino, para acabar desplomándose justo a escasos metros de la casa que buscaba. Después de recuperarse, la llevaron al templo del pueblo, donde empezó a hablar a los allí reunidos, tras lo que los habitantes del poblado empezaron a reunir inmediatamente dinero y alimentos. No es la India, o al menos yo tengo esa firme impresión, un lugar en el que la solidaridad sea un valor en alza. Y uno se pregunta qué les contaría para despertar esa reacción. Me da por imaginarla allí sentada, desplegando su elocuencia y su magnetismo, como una especie de Teresa de Jesús. Quizás me dejo llevar…

Su trayectoria, dentro de la organización, fue meteórica. De novata fue enviada a varios de los peores destinos, y de todos ellos consiguió salir airosa y triunfante, bien con una colección de nuevas vocaciones para la orden, bien con la creación de una estructura (edificios, apoyos) allá donde no había nada. Así, su fama fuera creciendo rápidamente, y a los 20 y pocos años era supervisora de todos los centros de Didis en la India y se codeaba con el círculo más cercano al Baba, lo que le granjeó no pocos celos y envidias entre las demás Didis. En su tarea viajó por toda la India, revisando, de manera implacable imagino, pero rigurosa y justa también, los usos y costumbres de cada centro que visitaba. Se ríe, Gautami, cuando le hago con la mano el gesto de un cohete ascendiendo hacia el cielo, para describir su trayectoria. Igual de rápida y vertiginosa fue la caída, me dice, mientras con su mano simula un cohete en descenso libre.

A los 28 años tuvo el primer síntoma de su artritis. Apenas un año después, estaba postrada y prácticamente inválida en una cama de los headquarters de Kolkata. Allí comprendió que la organización solo valoraba a sus miembros en función de cuán útiles le resultaran. Y en su estado, no era más que un estorbo. Las Didis que tiempo atrás estaban a sus órdenes ni la atendían ni la alimentaban, quizás tomándose la revancha por sus antiguos logros. Una de ellas, más piadosa, consiguió que la destinaran a Jaipur, a un centro relativamente habitable. Allí empezó a pergeñar su gran proyecto: una casa de acogida para Didis enfermas y mayores, esas que la organización declara prescindibles y que acaban, en muchos casos, recurriendo al suicidio como solución final. Con la ayuda de una voluntaria española, y de manera que todavía no alcanzo a comprender, empezó a construir lo que es ahora el orfanato que regenta, y que en un futuro, sostiene ella, acabará convirtiéndose en la casa de acogida que soñó. Pero el camino ha sido tortuoso. Para evitar interferencias, la tierra donde se asienta el orfanato está puesta a su nombre y al de algunas personas de su confianza, lo que vulnera las normas de las Didis, a las que no se permite tener posesión alguna. La organización ha tratado en diversas ocasiones de apoderarse de todo, e incluso llegó a enviar a una delegación de Didis, some of my best old friends, recuerda con congoja, a exigirle que devolviera los hábitos. Me los dio Baba, acertó a contestarles, y mientras en mi interior yo considere que sigo siendo merecedora de llevarlos, los llevaré. A mí no se me ocurre quién podría lucirlos con más dignidad.

Hoy en día, su situación ha mejorado mucho: el orfanato se sostiene razonablemente (para los parámetros habituales de necesidad que hay aquí, claro) con las aportaciones de los voluntarios extranjeros y el apoyo de algunos locales. Su relación con la organización se ha normalizado en los últimos tiempos, y su enfermedad se ha estabilizado; nos promete que se cuidará más a partir de ahora, incluso recurriendo a las medicinas que le hemos traído de España. Reina en el orfanato un ambiente casi familiar, y las niñas acuden cada mañana a buenas escuelas. Acostumbradas como están al tránsito de voluntarios, la despedida no tuvo el tinte casi dramático de la de Umanivas, salvo alguna ocasional llorera de aquellas con las que más trato tuvimos.

Pero desde la primera visita, estableció conmigo un vínculo muy especial. Gautami me ha declarado su hermano; a Irene su cuñada, por extensión. Me gusta el título. Como tal, me regaña a menudo, tal y como hace con su hermano carnal, Jaswant. A él, por pavisoso; a mí me afea mi adicción al tabaco; de ambos critica nuestra excesiva pasión por el fútbol. En esta estancia, Didi nos ha acaparado por completo: hemos pasado incontables horas hablando, escuchando sus historias (como sus descacharrantes encuentros con unos terroristas del sur de la India o con un agente del servicio secreto indio), riendo, comprando algunas cosas para mejorar la vida del orfanato. En alguna ocasión, le comentamos que nos parecía que les estábamos dedicando poco tiempo a las niñas, que por otra parte son de lo más independientes. Ésa es tarea de otros voluntarios, nos replicaba, a vosotros os necesito para mí, como apoyo moral.

Por eso, en el aeropuerto, ya a punto de embarcar, le avisé de que esta vez sería yo el que rompería las reglas. Y la abracé, fuertemente, durante unos cuantos instantes. Fue duro ver sus lágrimas, las de alguien que, tras tanto dolor y sufrimiento, me confesaba que había olvidado lo que era llorar.

Adiós, Didi Gautami, mi hermana.

Glimpses of India

Anochece en Jaipur. Estamos preparando las maletas que, como siempre ocurre, parecen mucho más llenas que cuando llegamos. Mañana es nuestro último día en Jaipur, pero uno no termina de acostumbrarse a las despedidas. Veremos lo que pasa.

Me va a costar no cerrar los ojos, porque anoche tocaba trasnochar para seguir la última escena del duelo futbolístico: pero no en la tele, sino a la vieja usanza, siguiendo la narración radiofónica en el portátil, y actualizando las diferentes páginas de los periódicos deportivos. Oiga, tiene un sabor diferente, vivido así. Pero como me dicen que bastante lío hay ya por allí con el asunto, en lugar de entrar en discusiones futbolísticas, a menudo tensas y siempre estériles, aprovecho para largar unas líneas sobre un par de noticias que ocuparon los telediarios locales, antes de que lo de Bin Laden lo eclipsara todo.

En los últimos años, el crecimiento económico de la India ha sido vertiginoso. Pero a la vez ha sido desordenado, de manera que las diferencias entre las clases pudientes y la inmensa mayoría de la población se han agigantado. Buena muestra de ello es una de las recientes filtraciones de Wikileaks sobre los tejemanejes de los bancos suizos, en la que se ponía de manifiesto que una buena proporción de las cuentas bancarias más saneadas pertenecían a ciudadanos indios. En la lista aparecían también, cómo no, personajes como Gadafi, Mubarak, el derrocado presidente tunecino… lo mejor de cada casa. Aunque cuántos otros nombres no habrá por ahí, que nunca aparecerán. Como consecuencia ineludible de ese desorden, los casos de corrupción se han multiplicado, salpicando a una buena parte de la clase política y empresarial india. El último de ellos afectaba al responsable de la organización de los próximos juegos de la Commenwealth, al que el otro día un propio le dedicó por la calle la ya clásica escena del zapatazo, pero en versión local (es decir, le lanzó una sandalia). Los twiteros locales se preguntaban al día siguiente si el corrupto habría robado también el arma arrojadiza. Pero la novedad de estos casos está en la magnitud de los escándalos, no en la corrupción en sí, que es algo que afecta a todos los niveles de la sociedad india: policía, administración, judicatura. Parece ser que cualquier trámite requiere aquí el pertinente engrasamiento, el soborno al funcionario de turno. Bribe, se dice soborno en inglés, y me pregunto si compartirá etimología con bribón. Aunque debo decir que yo nunca me he encontrado en la tesitura, será por no haber frecuentado los circuitos turísticos habituales.

En plena escalada de escándalos, hace unas semanas, un conocido activista social, Anna Hazare, con incuestionable aspecto gandhiano, como se aprecia en la fotografía, se sentó en la emblemática India Gate de Delhi e inició una huelga de hambre en protesta contra la corrupción. En realidad, el interés de Hazare estaba relacionado con una ley que creaba la figura de un defensor del pueblo para luchar contra la corrupción, y en cuyo desarrollo, por esos paradójicos regates de la política, estaban involucrados algunos de los más conspicuos corruptos. Lo que empezó siendo una protesta más o menos folklórica acabó por convertirse en una oleada nacional de repulsa, un rugido que pedía una regeneración institucional a gran escala. Fue, o al menos yo quise verlo así, como si la India se reconociera en este tipo de protesta. Al final se cambió la composición del comité y se le añadieron algunos poderes. Pero la emoción con la que seguí los acontecimientos fue diluyéndose con los días, según iba enterándome de las maniobras del establishment para entorpecer cada una de las conquistas. Poco a poco, las novedades del caso han ido languideciendo en los telediarios. Será que ya no es tiempo de grandes revoluciones.

La otra gran noticia de las últimas semanas, de la que incluso se hicieron eco los periódicos españoles, fue la muerte de Saib Baba, un gurú que contaba con varios millones de seguidores (muchos extranjeros y algunos de los más destacados personajes del famoseo local), y que había creado todo un imperio en el sur de la India. Su funeral acabó siendo casi uno de estado, con la presencia de las más altas autoridades nacionales. Debo reconocer que mi interés inicial por el caso vino dado, fundamentalmente, por el estrafalario aspecto del sujeto, cuya pelucaza me llevaba ineludiblemente a pensar en la duquesa de Alba. En los canales de televisión aparecen multitud de gurús, algunos con aspecto todavía más descabellado, quienes, invariablemente sentados a lo Buda, se dedican a pontificar, cantar o dar lecciones de yoga. Uno bien famoso, que destaca por sus ejercicios televisados de yogi saltimbanqui, amenazó el otro día con seguir la estela de Hazare y ponerse también en huelga de hambre si no se aplicaba de inmediato la pena de muerte a los corruptos, lo que suena, más que a regeneración, a amputación.

Peculiaridades estilísticas aparte, la historia de Saib Baba no es muy original entre los del oficio: un día, se descubre a sí mismo como reencarnación de algún dios o de algún santón de antaño, se echa al monte y empieza a predicar y a acumular seguidores. Salvo que no hay apariciones marianas, el asunto no se aleja mucho de nuestras versiones patrias. Pero aquí, generalmente, las donaciones que van llegando se utilizan realmente para labores sociales variadas. Y aunque circulan historias medio tenebrosas sobre la vida del sujeto, hay que reconocer que, en el caso de Saib Baba, los logros son espectaculares: hospitales, universidades, un aeropuerto. Buena parte de estos recursos se han puesto a disposición de las gentes con menos posibles, lo que hace que cuente con mi simpatía, incluso descontando mis habituales alergias por estos asuntos sobrenaturales. En cierto sentido, su historia tiene una gran semejanza con el Baba que creó los Ananda Marga, la banda de mis queridas Didis, pues en el proyecto fundacional también aparecían sueños de aeropuertos, universidades y centros médicos. Pero, por el momento, el movimiento naranja apenas ha alcanzado a crear unos cuantos orfanatos y centros medio mal dotados.

Es probable que las semejanzas se extiendan también al proceso sucesorio. Desde la muerte del Baba (a quien Irene siempre se refiere como el ferroviario, su profesión antes de la pertinente revelación divina), los Ananda Marga se han enzarzado en tremendas luchas por el poder entre las diversas facciones, los bengalíes, los hindis; algunas de estas luchas han afectado dramáticamente a mis Didis favoritas. En el caso del Saib Baba, los periódicos empezaban a informar ya de las primeras peleas entre los posibles herederos y el círculo más cercano al gurú. Al fin y al cabo, manejar un imperio que mueve varios cientos de millones de dólares es un dulce demasiado goloso. Mezclan mal, el dinero y lo espiritual. Supongo que al Saib Baba, reencarnado en lo que se haya reencarnado, acabará hasta el moño (si es que ese pelazo se pudiera domar en uno) de los que fueron sus colaboradores.

En moto por Jaipur

Desde hace unos cuantos días, andamos motorizados. Jhosband, El hermano de Didi, que trabaja entre semana en Delhi, nos ha dejado su potente máquina, la flamante Honda Hero -dotada de un poderosísimo motor de, ejem, 98 c.c.- que aparece, reluciente, en la foto. Aunque no fueron fáciles los comienzos, pues lo primero que hice al cogerla fue ponerme a buscar el botón de arranque. Pardillo de mí, que aquí casi todas las motos son de la vieja escuela, de las que se arrancan pateando la correspondiente varilla. No creo que Muna, la mujer de Jaswant, se quedara muy tranquila al dejármela, a la vista de desconcierto inicial. Pero disponer de una moto para moverse es bien cómodo, pues los trayectos del hotel al orfanato son ahora meteóricos, e incluso podemos ir a comprar cosas a algún mercado cercano. Sin embargo, no me atrevo a ir con ella a la ciudad. Como es bien sabido, aquí se conduce por la izquierda, pesado legado del Imperio británico, aunque en realidad se conduce por la izquierda, por el centro o por la derecha en función de la circunstancia o del albedrío del conductor correspondiente. Cualquier tipo de giro o maniobra, incluso en vías de tres carriles, parece permitido, sin hablar de los obstáculos móviles (vacas, cabras, peatones, algún camello) que periódicamente interrumpen el paso. Y como tampoco es cuestión de buscar percances innecesarios, hemos decidido apostar por los autorickshaws para los desplazamientos a las zonas de conflicto.

Mi otra lucha con la tecnología local tiene que ver con el fútbol. Ya he hablado de la interminable lista de canales que se ofrecen en la tele del hotel, y del influjo hipnótico que en mí provocan. Sin embargo, Ten Action y Ten Sports, el par de canales que se ocupan de transmitir el fútbol aquí no están disponibles, por razones que no he acabado de entender (y eso que me han sido explicadas cientos de veces). De manera que he tenido que seguir los diferentes actos del enfrentamiento del siglo, bien a través de Internet, bien con los resúmenes televisivos o por la prensa del día siguiente. Incluso con este seguimiento descafeinado, la sensación que queda de este (inacabado) drama es de cierta decepción. Como imagino que el asunto será de máxima actualidad en España, y como son bien conocidas mis lealtades futbolísticas, tampoco quiero entrar mucho en polémicas. Pero que estos partidos, que podrían haber sido un espectáculo glorioso, acaben convirtiéndose en batallas barriobajeras, y peor aún, en auténticos tostones con apenas un par de chispazos de fútbol, es lamentable. Allá los madridistas que comulguen con el espíritu tabernario de Mou, pero me inquieta que mi Barca haya mostrado algunas actitudes que suponen una cierta renuncia a los principios estéticos que eran su estandarte. La prensa internacional apuesta, quizás como castigo justo a esta traición compartida al espíritu del juego, por que el Manchester barra al equipo que se clasifique para la final. A lo mejor así aprendíamos.

En el orfanato, la mayor parte de las nenas han empezado ya sus dos meses de vacaciones de verano, de manera que pasamos mucho tiempo con ellas. Irene ha encontrado una actividad que las tiene entusiasmadas: les dibuja unas figuras en un papel, y las nenas tienen que colorearlas. Ya, ya sé, muy básico, pero no habíamos sospechado cuánto les gustaba. Así que la tienen rodeada mañana y tarde, reclamando más dibujos, Didi, ya terminé de colorear el anterior, o pidiéndole nuevos diseños. Las figuras más reclamadas por el respetable son de príncipe y princesa, quizás por la inevitable influencia de la boda de William y Kate, que aquí ha sido seguida con notable entusiasmo. Coches, casas y aviones son los otros dibujos más solicitados.




Por mi parte, yo he empezado a dar clases de mates a las mayores, las que empiezan la Class XI el curso que viene, y que ya se han comprado los libros. Se ve que un día los abrieron y el pánico se apoderó de ellas. No es extraño, pues el syllabus incluye números complejos, Combinatoria, polinomios, etc. En la foto aparezco explicándoles cosas sobre los conjuntos de números básicos, los naturales, los enteros, los reales... La noticia de que el 0 era invención hindú las llenó de notable orgullo patrio. Pero la revelación de que Pi no valía 22/7, verdad ontológica que al parecer les había sido transmitida por los respectivos profesores, les produjo hondo desasosiego. Hasta Didi, que atiende a las lecciones con interés, pareció mostrar cierta disconformidad.

Habitualmente, cuando aprieta el calor, nos escapamos al hotel a echarnos una siestecita. Aunque hay ocasiones en las que la modorra nos sorprende. Como el otro día, cuando estaba en animada charla con mi juguete preferido, la pequeña Redeema, oye, me voy a recostar un poco mientras tú me sigues hablando, no, mejor me echo yo, no, tú, no… zzzzz. De suerte que acabamos como muestra la fotografía.

En los dominios de Gautami

Llevamos ya casi una semana en Jaipur, en el orfanato de Didi Gautami. El tiempo está volando, aunque, a diferencia de la azarosa vida de Umanivas, aquí se trata de un vuelo suave y sin sobresaltos. Ayuda, claro, que el orfanato esté enclavado en la ciudad, aunque en las afueras, de manera que podemos alternar nuestras estancias en el orfanato con sosegadas visitas turísticas, frenéticos asaltos a centros comerciales, o simplemente escapadas al hotel a echar una reparadora siestecita. Nada que ver con el ambiente cuartelero de Umanivas. Por cierto que aquí ya no se habla bengalí, sino hindi; vaya, todos mis progresos lingüísticos a la basura, que son idiomas que no tienen nada que ver. Entre las muchas diferencias, ha cambiado mi tratamiento: para “hermano” ya no se usa Dada, sino Baia. Y cuando oigo lo de Pablo-baia, no puedo evitar que se me venga a la cabeza la musiquita (¿era de Carlinhos Brown?) de eh-Pablo-baia, eeeh-eeh, eh-Pablo-baia.

Hemos coincidido en el orfanato con otras tres voluntarias, un overbooking inesperado que al principio no nos hizo mucha gracia. Nada nos había dicho Didi, aunque como ella misma señaló, quizás de haberlo sabido habríamos cambiado nuestros planes. Las voluntarias son medio peculiares: una de ellas, una yankee de Boston, se ha pasado casi cuatro meses aquí, pero se ve que todavía no le ha dado tiempo a sacarse el chicle de la boca, yo no le entiendo la mitad de las cosas que dice (sorprendentemente, las nenas sí parecen enterarse). La segunda es una británica, ¿cómo la describiría?, una suerte de Wayne Rooney (el del Manchester), pero en versión femenina. Parecería más probable encontrársela en una fiesta alcohólica de Ibiza que aquí, pero los caminos de Baba son inescrutables. La tercera es una dentista sueca que se ha tomado un año sabático para darse vueltas por la India. Las dos primeras son casi unas teenagers, y en este tiempo han vuelto medio loca a Didi, pues casi no han parado en el orfanato, y se han dedicado más bien a vivir la noche jaipureña, para gran escándalo del vecindario, que alguna noche las vieron volver en varios jeeps acompañadas de legiones de hombres. Sospechamos que hay algo de exageración en la descripción (sobre todo en el recuento de hombres), pero en todo caso no parece un comportamiento adecuado para estas latitudes. El resto del tiempo se lo pasan metidas en la habitación, chateando con el ordenador o durmiendo (la mona, imagino), sin hacer mucho caso a las nenas. La impresión que da es que han tomado el orfanato como una especie de alojamiento económico, y que no se toman lo del voluntariado muy en serio. La sueca, pese a que también se da sus buenos paseos, colabora al menos, echando una mano a las niñas con sus estudios.




Solo el domingo pasado, por aquello del Eastern (domingo de resurrección), las voluntarias decidieron organizar una fiesta para las nenas. Se lo montaron bien, la verdad, y las niñas (y yo mismo, jejeje, véanse las fotos) disfrutaron de lo lindo: hubo juegos (sillas musicales, pasarse globos), bailes de Bollywood y típicos rajastaníes, tartas al final… En la foto, Nidhi (mi favorita), Deepa (la de Irene) y Redeema (el juguete de tres añitos), lucen vestidas de lagarteranas locales.

Pero la situación seguía siendo tensa, y ayer explotó. Desde que llegamos, la Didi ha pasado completamente de ellas, y solo tiene ojos, oídos y tiempo para nosotros. No creo que antes les hiciera mucho caso, salvo para abroncarlas periódicamente por su actitud, pero se me antoja que lo de estos días ha sido excesivo. Quizás por eso, las dos teenagers han anunciado que se largan del orfanato el jueves. Tampoco es que se las vaya a echar de menos. Pero creo que en estos dos días que quedan tendremos que mediar un poco para que la despedida no sea muy agria. Didi, aunque muestra paciencia infinita, tiene también su carácter (¡mucho!), y será mejor que estemos atentos a los acontecimientos, en el papel de cascos azules.

Como ya he contado alguna vez, Didi Gautami, que tiene como unos 45 años, aunque aparenta bastantes menos, sufre desde hace unos 15 años una terrorífica artritis reumatoide, que ha deformado casi todas sus articulaciones y le impide moverse con facilidad. Parece mentira que, en esas condiciones, haya podido levantar este sitio. Aunque quizás no sea tan extraño, pues ha estado acostumbrada desde muy joven a organizar, a tener mando en plaza y a manejar cuanta dificultad se le presente con una mezcla de astucia e inteligencia. En algún otro post contaré algunas de las aventuras de su vida, que son apasionantes. Pero como botón de muestra, ahí va la siguiente historia.

Una mañana, al llegar al orfanato, vimos un Dada en la habitación de Gautami, con las luengas barbas y el habitual desaliño que acompaña a los Dadas, bien diferente de la pulcritud con que visten las Didis. A falta de mejor nombre, lo bautizaré como el Dada-gorrón. Estaba pegado al ordenador, revisando su email primero, luego leyéndose las noticias en un periódico electrónico, luego… Cuando consideró que tenía suficiente, reclamó que le encendieran el ventilador, pues el señor tenía que meditar y no convenía hacerlo en malas condiciones. Irene y yo fumábamos en pipa con cada abuso del gorroncete, pues además del uso indiscriminado e inmerecido de los recursos locales, su actitud obligaba a la Didi a estar fuera de su habitación. A la hora de comer, el marqués apareció tarde, pero reclamó, y no crean que de buenas maneras, una abundante ración. Después de ponerse como el tenazas, simplemente se levantó, nada de lavar su plato, y se volvió a la habitación, a seguir meditando. Los ronquidos que se oyeron un rato después daban fe de que ya debía de andar por el quinto chakra, por lo menos. Al ver que Didi toleraba los abusos, decidimos darnos una vuelta, para no armar un altercado. Al volver, descubrimos, y así nos lo confirmó Gautami, que la luz se había ido. Hacía un calor de muerte, y de la frente del Dada, justo por debajo del turbante, empezaban a caer unos chorretones de sudor abundantes. El Dada-gorrón decidió que allí ya no se estaba tan cómodo, así que optó por marcharse. Inmediatamente después, Didi dio una orden a una de las niñas, y la luz volvió al instante. Didi, ¿no habrás apagado los plomos? Oh, Pablo, perdóname, pero ¿qué podía hacer?, no podía echarlo, sería una falta de respeto, pero ya estaba tan harta… ¿Perdonarte?, jajajaja, pero Didi, ¡has estado brillante!

En esta tierra, hay quien sabe combatir los abusos con sutilezas.

Adiós a Umanivas

Imaginamos que los lectores estarán disfrutando de las vacaciones semanasanteras (alguno, quizás, todavía ande celebrando lo de la Copa del Rey, brrr), así que quizás no hayan echado de menos algún post en los últimos días. A los que sí los hayan echado en falta, las disculpas pertinentes. Ahora mismo estamos en Jaipur, con las nenas del orfanato de Didi Gautami.

Si no he escrito antes este post ha sido porque, entre las variadas comodidades de que disfrutamos aquí, la televisión es la peor de ellas, pues se ha revelado como poderosa enemiga de la literatura. En lugar de ponerme a escribir en este blog, como hacía cada noche en Umanivas, suelo quedarme medio hipnotizado contemplando los múltiples canales de películas y vídeos musicales, que aquí son casi la misma cosa. Resulta que los vídeos musicales de última generación, aún manteniendo algunas de las esencias clásicas (coreografías grupales, bailes entre los dos enamorados, el padre de la novia, al principio malhumorado, acaba siempre uniéndose a la danza), empiezan a dejarse dominar por una estética de videoclip occidental, con cambios de plano continuos, escenas discotequeras, tías en top bailando a lo Paco-Paco-Paco de Beyoncé… Como que me gustan menos. Disfruto más cuando echan vídeos musicales de hace unos 20 años, en los que las coreografías se desarrollan en parajes campestres, ella luce el sari reglamentario, él un asombroso peinado que el mismísimo Puma envidiaría, y en los que siempre aparecen secundarios con innegable parecido a Esteso y Pajares. Para completar, los vídeos están rodados con un uso masivo (y probablemente rozando lo ilegal) del zoom, aquel invento que Valerio Lazarov trajera a España en los setenta, y que por aquí se ha seguido usando tiempo después, para regocijo de los médicos especializados en cefaleas y migrañas.

Pero vayamos al principio, a la despedida de Umanivas. Tras la resaca de la ceremonia, pasamos un par de días más allí, haciendo alguna última compra, completando detalles de la formación en ofimática avanzada de Didi, jugando con las nenas. Para la noche final, como es habitual, estaba previsto un programme, es decir, una sucesión de actuaciones (cantadas y/o bailadas) de las nenas. Como fin de fiesta, la concurrencia reclamó ruidosamente que Irene saliera a bailar un rato, acompañada de Rupa. Como viere que no se decidía, opté por acompañarlas formando un trío peculiar: Rupa bailando con ortodoxia, Irene intentando imitarla con pericia, yo haciendo el payaso. Huelga decir cuál de las tres actuaciones resultó más exitosa y celebrada. Aplausos, discursos finales de despedida (que Didi aprovechó, como siempre, para abroncarlas a discreción) y alguna escena emotiva, como el prolongado abrazo de Irene y Sandipa; para deshacerlo, tuve que aplicar todo mi esfuerzo y hasta alguna maniobra violenta. Luego, todos a la cama, que teníamos que salir a las 4 de la mañana siguiente. Por cierto que preparar las maletas resultó de lo más complicado, pues justo ese día cayó la tormenta del siglo, agua por fin, pero en el día equivocado, y como corolario inmediato, nos quedamos sin luz. En realidad fui yo quien sufrió las consecuencias, pues Irene ya había hecho la suya, y mientras me quejaba de la escasa iluminación de las linternas (¿sabes dónde puse el neceser?, que no lo encuentro), tuve que soportar los habituales, pero no por ello menos justos, reproches por mi imprevisión.

Todavía no había amanecido cuando salimos de la habitación, y allí nos esperaban, con aspecto algo fantasmal (por la oscuridad, y por los rostros llorosos), unas cuantas nenas, las que habían conseguido despertarse. Pese a que la Didi nos urgía, nos quedamos un buen rato despidiéndonos una a una de ellas, Dada, Didi, again come. Quién sabe cuándo volveremos a verlas. Cuando nos pusimos finalmente en marcha, habíamos consumido la media hora que habíamos previsto de margen para llegar a la estación, así que necesitábamos volar por las carreteras purulianas. Pero ya se sabe que la ley de Murphy siempre es de aplicación, así que tuvimos que parar a echar gasolina (la gasolinera de Kathanga es una casa donde un señor, al que hubo que despertar, guarda latas de gasolina), y también tuvimos que esperar el paso dos interminables trenes en sendos pasos a nivel. De manera que, pese a que el chofer apretó el acelerador a conciencia, para grave menoscabo de nuestros huesos, perdimos el tren. La situación era crítica, porque nuestro vuelo salía de Kolkata a las 2:30. Y mientras Didi urdía extravagantes planes ferroviarios (cogemos este tren hasta Assansole, luego desde allí conectamos con un regional y luego…), que ya en el pasado resultaron poco efectivos, a Irene se le ocurrió la idea de contratar un coche. Volvimos a Purulia, negociamos el precio, y finalmente nos montamos en un pequeño Tata Nano, que nos conduciría a Kolkata. El viaje fue entretenido, pues recorrimos buena parte de West Bengal, incluyendo la región natal de Didi (lo que dio pie a que nos contara jocosas historias de juventud e infancia, en plan qué verde era mi valle), y hasta divisamos una central nuclear, lo que reavivó el debate antinuclear que tiene a Didi de lo más militante. En una de las paradas, Didi agarró a Irene e hizo que la acompañara detrás de unas tapias, urination, me explicaría, aunque no hacía falta. En la foto se las ve volviendo al coche, algo más aliviadas. Finalmente, llegamos con tiempo de sobra al aeropuerto. No soy capaz de calcular el número exacto de besos y arrumacos que Didi le propinó a Irene en la despedida, pues fue una cantidad ingente. Pero allí se quedaron, cada una a un lado de la barrera, mirándose melancólicamente, mientras yo tiraba del brazo de mi legítima, vámonos, no vaya a ser que perdamos también el vuelo. Pese a que trataba de ocultarlo, yo también me sentí entristecido. De nuevo, quién sabe cuándo será la próxima vez.

Como decía al principio, estamos ahora en el territorio de Gautami, lo que ya ha dado lugar a múltiples incidencias. Pero se quedan para próximos posts.

Mi gran boda india (II)

Todo rito anandamarguístico que se precie está necesariamente reñido con la brevedad. Ya sea una celebración, un festival de baile o, como en el caso que nos ocupa, una ceremonia nupcial, nunca pueden faltar interminables periodos de meditación, eternos kirtan (que consisten en cantar lo de “Baba nam, kevalam” como un millón de veces) y otros rezos y cánticos. Didi nos había asegurado que sus bodas eran cortitas, en comparación con otros rituales indios, pero claro, se refería a la ceremonia nupcial en sí; la meditación y el kirtan ni se discuten, vienen incorporados de serie. Así que, ataviados a la manera antes descrita, aguardamos pacientemente a que varias Didis se fueran turnando en el aporreo sistemático del harmonium, mira cómo bordo el Baba nam, a ver si lo superas. Tras casi hora y media, completamente asados de calor, que ya era mediodía y en la sala no había un mísero ventilador, decidieron que era el momento de comenzar la boda en sí, de manera que nos sentaron el uno frente al otro, cada cual respaldado por su respectiva pandilla. Véanse en las fotos a ambos contrayentes, la una con pinta de diosa coronada, el otro con pinta… bueno, con pintas. Ambos, con las correspondientes coronas florales que nos encasquetaron; por un momento, cuando me la colocaban, creí que iban a soltar el pertinente “aloha” hawaiano, pero no fue así.

Y empezó el alboroto. Debo decir que no guardamos registro gráfico de la ceremonia en sí, pues parecía conveniente permanecer atentos al rito, lo que nos inhabilitaba para la labor simultánea de fotógrafo. Como las Didis también andaban en el ajo, le encargamos la labor de paparazzi a una de las profesoras. Pero resulta que la cámara no es fácil de manejar, y como buena reflex, hay que mantener apretado el botoncito hasta que se enfoca. La instrucción de “hold press” debió de quedarse únicamente en “press”, pues aunque la mujer apretaba una y otra vez el botón, al final de la ceremonia descubrimos que en realidad no había hecho ni una sola foto. Una lástima, la verdad, porque el rito estuvo chulo. Vratiisha y Tapashila oficiaron la ceremonia, la primera como mi madrina, la segunda por parte de Irene. Parece ser que este papel de madrinas las homologa automáticamente como segundas madres (y segundas suegras, visto desde el punto de vista diagonal). Creo que de nada habría servido alegar lo de que madre no hay más que una. Así que las anaranjadas monjas sacaron el librillo de salmos y se pusieron a alternar cantos en sánscrito con largas parrafadas llenas de promesas y obligaciones contractuales en inglés, que debíamos repetir obedientemente.

En una boda española, código civil mediante, creo recordar que se prometen ya pocas cosas, salvo alguna generalidad sobre el respeto mutuo. Supongo que en las ceremonias religiosas te comprometes a alguna cosilla más, aunque he hecho el esfuerzo de olvidar lo que se decía en las últimas a las que acudí. Sin embargo, en ésta, la lista de compromisos era larga y detallada. Los primeros eran algo asimétricos, pues a mí me correspondía garantizar el alimento, y a ella algo sobre cuidar a mi familia (ignoro si se refería a la actual, cuñados y sobrinos incluidos, o a la que ha de venir). Pero en lo tocante a cuidar la mental health y procurar el spiritual development del respectivo, la simetría era completa. Pese a que realmente ignoro cuál es la letra pequeña de estos compromisos, ninguno de los dos me sonó mal. Y estuvo lindo ir repitiendo lo que las Didis nos decían, mejorando en ocasiones su pronunciación, de suerte que a veces nos miraban algo extrañadas, sin tener muy claro si estábamos diciendo exactamente lo mismo que ellas nos habían indicado. Finalizados los votos, nos intercambiamos los collares florales hasta tres veces (en una de ellas, claro, perdí el cachirulo, para regocijo y carcajada de los asistentes) y luego nos entrelazaron las manos con unas guirnaldas. Una vez liberados, y para terminar, le coloqué las pulseras ceremoniales, y marcamos las respectivas frentes con la tinta roja del matrimonio. En ese momento, todas las nenas, que hasta entonces habían permanecido en silencio, medio fascinadas por la ceremonia, prorrumpieron en un aplauso generalizado. A lo que siguió la habitual lluvia, pero no de arroz, sino de flores; como siempre ocurre, alguna tiró a dar. Oiga, fue emocionante.

Terminado el asunto, procedimos a la inevitable sesión de fotos con los asistentes. En una de ellas se ve a Irene junto a las dos Didis oficiantes, más una monja bajita que pasaba por allí, además de las dos profesoras del cole, una de las cuales era la experta fotógrafa. En la otra foto aparece Irene de nuevo, pero ahora abrazada tiernamente a la lindísima Rupa.

Dejo para el final la foto “oficial” de la boda, en la que posamos felices y, al menos en mi caso, afortunadamente desprovisto del inefable cachirulo, junto con nuestra madre india: the one and only Didi Vratiisha. Se la ve contenta. Le hemos impreso la foto en grande, y creo que ningún otro regalo le habría podido gustar más. Ejem, bueno, quizás el nuevo portátil HP que le hemos comprado para sus Didi-cálculos y sus Didi-cartas, pero salvo eso… Por cierto que los desconchones de la pared no son de atrezzo, es que al cole le hace falta una buena mano de pintura.

Empecé el post trazando analogías con el Burton y la Taylor, por aquello de los recasamientos. Aunque pensándolo bien, como tampoco andamos sobrados de glamour, nos cuadra más la versión local formada por María Jiménez y Pepe Sancho. Y con la primera, canto aquello de…

¡se acabó!

porromponpon

… porque yo me lo propuse y sufrí,
como nadie había sufrido y mi piel….

Mi gran boda india (I)

Resulta peculiar que alguien como yo, con reconocida aversión al matrimonio, trámite que siempre consideré innecesario y evitable, ande ya por mi segunda boda, y en pocas semanas. Pero dado que mi partenaire ha resultado ser la misma en ambos acontecimientos, más que un trasunto de Zsa-Zsa Gabor, permítaseme que me arrogue el papel de Richard Burton (en versión usereña); dejo para mi legítima el más lucido de Liz Taylor. Aunque puestos a comparar, entre la burocrática ceremonia de la Casa del Reloj madrileña, con concejala del PP incluida, y el festival vivido aquí, como que no hay color. Quizás es que esta última anduvo sobrada de él.

Como los lectores del blog ya sabrán, todo este lío ha ido saliendo de la imaginativa mente de Didi, con la inestimable complicidad de Irene, a quien las coloristas ceremonias indias le pirran e inspiran. Reconozco que yo tampoco me he opuesto con energía, pues una vez que comprobé que la suerte estaba echada, opté por adoptar la estoica actitud del “why not?”. Y como ni pinchaba ni cortaba en la organización, me limité a seguir fielmente los mandados que ora Didi, ora Irene, me encomendaban. Que los hubo, y muchos, porque a pesar de que al final no se cumplieron las expectativas más extremas y kitsch (léase corcel blanco), la ceremonia fue masiva, variada y algo alambicada.

El día anterior estuvimos en Purulia haciendo las compras pertinentes, sweets y cold drinks para la marabunta de nenes y nenas que la Didi había decidido invitar, sin hacer distingos sobre si venían de parte del novio o de la novia. En la foto parezco discutir con Didi Tapashila, en la tienda de dulces, al respecto de quién se hace cargo de los gastos, que no, que lo pago yo, que no sea por dinero. Aunque en realidad cebar con dulces, bebidas y abundante comida a los 100 y pico asistentes a la boda no salió por más de 100 euros. En realidad no supimos cuántos invitados habría hasta el mismo momento de la boda, porque en los días anteriores Didi Vratiisha nos amenazó varias veces con aprovechar la ceremonia para añadir alguna otra celebración, dos o tres por el precio de una: primero el bautizo de la hija de Shibani, luego el del babu de una de las profesoras… Por cierto que hizo coincidir la boda con la fiesta de año nuevo en el calendario bengalí; así las nenas se acordarán cada año del momento, argumentaba con contundencia para negar la posibilidad de aplazamiento alguno. Pero al final no salió ninguno de esos planes, y la boda fue en familia, la abundante familia que aquí me he echado a las espaldas: las 60 nenas del cole, las 30 huérfanas y los 40 y tantos nenes de la escuela primaria, todo el Universo de Umanivas. Añádanse las correspondientes Didis, las señoras que trabajan en el colegio, y algún avispado que, aprovechando la confusión, se coló para ponerse como el tenazas.

La mañana del día de autos fue ajetreada, porque preparar comida para tanta gente no es asunto baladí. Aquí vemos a parte de la fuerza laboral entretenida pelando patatas, tomates y vegetales. Una vez preparada la pitanza, tocaba acicalarse. Las nenas, que ya lucían sus mejores galas (lentejuelas y encajes, que no falten), raptaron a Irene para adecentarla convenientemente. Es costumbre en las bodas, no solo en las indias, que el novio sea una especie de pasmarote del que nadie se ocupa, vamos, que porque tiene que estar presente en la ceremonia, que si no… Así que cuando preguntaba, entre aburrido e impaciente, cuándo me tocaba a mí, todas me contestaban, algo displicentemente, wait Dada. Finalmente alguien se dignó a pasarme el punjabi, así como el dhoti correspondiente. Ponerse el camisón (punjabi) no requería gran habilidad, pero lo del dothi, que es una especie de falda (¿o es un pañal?) que se arremete varias veces entre las piernas, ya es otra historia. Al final, a pesar de sus iniciales reticencias (pues había que pasar las manos cerca de zonas harto delicadas), conseguí convencer a Didi Tapashila para que me ayudara. En la foto adjunta, en la que aparezco ya sentado en la sala de ceremonias, se puede apreciar la combinación. Junto a mí están los chavales de la escuela primaria, pues las Didis optaron por catalogar a los niños como invitados del novio, y a las más numerosas nenas, como de parte de la novia. Mis colegas también iban vestidos con sus mejores camisas (cuáles serían las peores). Por cierto que el dhoti-falda tenía un aire Lokomía que no supe explotar como quizás la ocasión lo mereciera. Shusmita se ocupó de pintarme unos puntitos por la cara, con una pintura que, pese a que me aseguraron lo contrario, tardó en quitárseme un par de días y varios lavados. Con cada añadido, mi aspecto se volvía cada vez más ridículo. Pero aunque todavía no lo sabía, aún quedaba un aditamento a la vestimenta.

Pero, ¿y la novia? La novia andaba lidiando con el enjambre de Didis y nenas que se disputaban las tareas de maquillaje, vestimenta y enjoyado. Por lo que me contó, tuvo que luchar fieramente para rebajar el primer proyecto de maquillaje, pues parecía una mezcla psicodélica de Nefertiti y Lady Gaga. Temía Irene que saliera huyendo al verla de esa guisa. Aunque no había peligro, pues como es tradición en casi todas las culturas, resulta de mal fario que el novio vea a la novia antes de la ceremonia. Así que cada vez que me acercaba por allí, las nenas me agarraban del brazo y tiraban de mí al grito de “Dada, no, no see”. Pero hay que reconocer que, tras las rebajas correspondientes, la dejaron monísima. La foto corresponde a los habituales posados post-ceremonia, y en ella se puede apreciar el saree rojo, el joyerío y la diadema (puro cartón piedra) que le encasquetaron. No me negarán que parece una auténtica and very nice Indian bride. Santoshi, por cierto, porta el cachirulo con bolillos que me fue encomendado, confío en que se hayan perdido las fotos en las que aparecía luciéndolo.

Ya estaba todo preparado para empezar la ceremonia…

(Continuará)

El peligro amarillo

Una de las cosas más sorprendentes de este viaje es que, en ocasiones, veo chinos. No hablo de sueños ni premoniciones, sino de que veo chinos por todas partes. Los empecé a ver por las calles de Kolkata, y entonces supuse que se trataba de meros turistas sin criterio. Pero cuando empecé a verlos en Purulia, o más aún, ayer en Pundaj, un pobladucho al que fuimos a comprar vegetales, comencé a mosquearme. Debo señalar que, cuando digo chinos, me refiero a seres con la fisonomía que todos imaginan; podrían ser también tibetanos o coreanos, pero ya saben que uno los ve a todos casi indistinguibles (me contaba alguien que a ellos les pasa lo mismo con nosotros). Ruego se me disculpe esta indefinición etno-geográfica, y seguiré catalogándolos como chinos, que si no se me estropean mis teorías.

Porque, ¿qué pueden estar haciendo tantos chinos por estas tierras dejadas de la mano de Dios? En lugar de buscar explicaciones racionales, y quizás influido por las lecturas infantiles de Mafalda y sus recelos con el poder amarillo, me he puesto a pensar en motivos de lo más diversos. La cosa en sí tiene su misterio, porque se trata casi siempre de grupos de tres o cuatro chinos que aparecen montados en jeeps, se despliegan con un aire casi militar, hacen sus compras y desaparecen silenciosamente. Ayer le pregunté a Didi si sabía qué hacían por aquí, y me contestó con un “nobody knows” que acrecentó mis sospechas.

Me vino a la cabeza una novela de Mankell, no recuerdo si era de la serie de Wallander, en la que la trama se movía en torno a los planes de China de comprar grandes cantidades de terreno en África, una especie de conquista del mundo o recolonización apoyada en la pujanza del yuan. Quizás hayan llegado a sus oídos las profecías del Baba acerca de las inminentes catástrofes mundiales que convertirán a la región de Purulia en el nuevo barco de Noé, y hayan decidido ir reservando un terrenito para poner a salvo, al menos, a medio Politburó. Aunque yo me inclino más por que están por aquí intentando liarla parda con experimentos secretos, químicos o nucleares. Quise despertar en Irene su habitual vena pesquisadora, que dirían los portugueses, animándola a seguir un día a una de esas patrullas hasta enterarnos de qué andan haciendo. Nunca se sabe, quizás conseguiríamos un reportaje digno del Pulitzer, o es posible que acabáramos salvando a la Humanidad de algún plan malvado. Pero no me hizo mucho caso, ella anda ahora en otros asuntos (casamenteros, sobre todo).

En el último censo de población, de este mismo año (se hace cada 10), se ha establecido que hay unos mil doscientos millones de indios, y se calcula que en apenas 10 o 20 años, India habrá superado a China como el país más poblado del mundo. Parece claro que en algún momento ambas potencias acabarán teniendo un enfrentamiento, no tanto por las cuestiones tibetanas en que ahora andan, sino más bien por simple lucha por la hegemonía. Es algo que por aquí todo el mundo da por hecho, y la Didi, en su afán de buscarle defectos al gobierno comunista de West Bengal, cosa que por otro lado parece no tener mucho mérito, los acusa directamente de colaborar con el enemigo y de tener planes de traicionar a la Madre Patria. Si fuera así, la presencia de los agentes chinos cobraría sentido. Pero tampoco es que Didi sea una autoridad en cuestiones de política internacional.

En unos días son aquí las elecciones regionales, y Didi anda entusiasmada con Mamata Banerjee, la candidata de la alianza entre el Partido del Congreso (socialdemócratas) y un partido regional, el Trinamool, pues las encuestas señalan que puede desalojar al Partido Comunista del gobierno, tras más de treinta años en él. El Trinamool es un partido conservador, que en las elecciones nacionales va en coalición con el BJP, súper-conservadores e hindúes nacionalistas (en cada jaleo que hay con musulmanes, ellos están siempre por medio). Las Didi-simpatías se fundamentan en que por un lado Mamata es mujer (tiene ahí mi apoyo), y en su anticomunismo por otro. En realidad no se trata tanto de una cuestión ideológica, que mi Didi no anda fuerte en eso, sino más bien que los Ananda Marga siempre se las han tenido tiesas con el gobierno del Communist Party. Alguna vez intenté explicarle por dónde andaban mis ideas políticas, pero desistí enseguida, derrotado por sus historias de malvados comunistas acosando a los Dadas. Esta Mamata es un personaje peculiar. En Kolkata estuve leyendo en los periódicos un par de entrevistas con ella; en una le preguntaban por su programa electoral y contestaba, sin cortarse un pelo, que era algo de lo que en este momento no podía hablar, que ya lo haría público cuando ganara las elecciones. Coño, de repente eso me sonó muchísimo, pero ahora mismo, como que no caigo… :)

Bueno, me voy a dormir, ¡que mañana me caso!

El liderazgo de los caninos (II)

Recogimos, pues, a Irene, y nos fuimos para Kolkata, Didi a los headquarters con sus secuaces, Irene y yo al superferolítico hotel en el que nos alojábamos. Después de 15 días sin vernos, una cama enorme, sábanas limpias, aire acondicionado, primeras marcas en todo… se imaginarán lo qué pasó. Ah, bueno, quizás es que no les he contado que en la estupenda pantalla de plasma de la habitación echaban, ¡en directo!, el partido del Barca. Así que, mientras Irene se contorneaba sinuosa y sugerentemente frente a mí, yo me quedé hipnotizado siguiendo las evoluciones de los muchachos de Pep, acompañado del clásico quita, que no veo. Aquello dio lugar, como no podía ser menos, a uno de los más notables altercados matrimoniales que se recuerdan. Hombres…

Tras tan memorable noche, amanecimos tarde al día siguiente, y remoloneamos hasta que tuvimos que hacer el check-out. Discutimos el plan de viaje a Purulia con Didi, y finalmente acordamos (acordó Didi consigo misma) que lo mejor era coger el tren de la tarde y hacer noche ya en Purulia. Eso nos dejaba apenas unas horas para ir a algún centro comercial; el plan era innegociable, pues durante horas Irene solo pronunciaba, reiterada y convincentemente, una palabra: shopping, shopping! Al final, lo de disponer de poco tiempo resultó útil, pues de lo contrario Irene habría acabado con las existencias de varias tiendas. Pero reina mía, que es la primera tienda que visitamos, ¡no es obligatorio comprarlo todo! Aunque debo reconocer que, en plena vorágine consumista, a mí me convencieron para hacerme una tarjeta de cliente VIP de la especie de Corte Inglés que visitamos. Todavía ando meditando cuántas de las supuestas increíbles ventajas de la tarjeta voy a ser capaz de usar.

Una de las desventajas de viajar por la tarde es que no había billetes primera clase (aire acondicionado), así que tuvimos que reservar en segunda. Las hay peores, claro, con unos butacones de madera que te dejan baldado, pero éstas no eran para tirar cohetes. La perspectiva de pasar seis horas, apretados como cochinos camino del matadero, no era muy halagüeña. Pero en éstas que Didi pega la hebra con unas chicas que viajaban con nosotros, y aquello resultó ser nuestra salvación: aunque incómodo, el viaje resultó de lo más entretenido. Las niñas estudiaban en Kolkata, en buenos colleges, pero viajaban a Purulia a pasar unos días con sus padres, adinerados comerciantes de Rajastán, que son los que copan los negocios y el dinero en Purulia; los bengalíes conforman el proletariado. Hablaban bastante bien en inglés, así que allí estuvimos, echando unas risas e intercambiando meriendas e información sobre las respectivas vidas. El tema estrella, que Didi sacó en cuanto pudo, fue la futura y me temo que inevitable boda que quiere organizar para nosotros. Por razones que me resultan incomprensibles, Irene parece entusiasmada con la idea; sospecho que el sari rojo que Didi le ha garantizado tiene mucho que ver con ello. Las niñas se fueron creciendo, aportando ideas, mezclando tradiciones bengalíes, rajastaníes y de cosecha propia, hasta que finalmente diseñaron una boda que ni el antiguo maharajá de Purulia, si es que alguna vez lo hubo. El disparate incluía llegada del novio (léase yo mismo) a lomos de un corcel blanco al colegio, así que imagínense. Pese a que prometimos mandarles fotos, espero que el tiempo rebaje el entusiasmo al que aquel momento de exaltación de la amistad nos llevó, y que la ceremonia siga los más austeros ritos del anandamarguismo. Aunque no me fío, Irene y Didi siguen conspirando. Y a mí, lo del caballo, como que no…

Sentía Irene un especial interés por conocer Purulia y el hotel Akash, escenario de aventuras pasadas. Y sospecho que quedó algo decepcionada al descubrir que la ciudad no es más que un conglomerado de calles ruidosas y polvorientas. Pero ya saben que yo le tengo un cariño especial, y esto es lo que pasa cuando uno conoce lugares a través de la recreación literaria y sentimental. El mítico hotel Akash quedó todavía peor parado, pues nos dieron una habitación medio asquerosa, de suerte que Irene acabó rebajando su título al de Akash-antro. Los manchurrones en las sábanas y el aspecto del cuarto de baño quizás merecían esa rebaja a la Standard & Poor’s. Eso sí, a la mañana siguiente, se pasó con Didi un buen par de horas revolviendo saris en la tienda, como se aprecia en la fotografía. Evito reproducir la instantánea en la que poso con el traje que me tocó en suerte, pues ya habrá momentos más adelante para apreciar la pinta de papanatas que me tienen reservado. Y si ya me montan en un caballo, pues no te digo ná.

Una vez en el colegio, y como sospechaba, la presencia de Irene me ha desplazado a un discreto segundo plano, y hasta las nenas pequeñas se han olvidado de mí y pasean por el cole colgadas de su brazo. Pero bueno, siempre me quedará el balón prisionero de las tardes para reivindicarme. Antes de irme para Kolkata, dejé constancia gráfica de lo ordenadito que lo tenía todo en la habitación. Bueno, en realidad, aparece todo más organizado de lo que habitualmente estaba, pero como había foto… Sí, de acuerdo, concedo: se trata de esa disposición de objetos, todos a la vista, que los hombres nos empeñamos en honrar con la palabra orden, y que Irene describió, nada más verlo, con un “¿pero qué jaleo es éste?”. Creo que el restante 50% de la Humanidad habría coincidido con ella. Aún así, dejo aquí el correspondiente testimonio gráfico, para recordar los viejos tiempos que ya no volverán (ya lo ha metido todo en cajas y estantes), y para recibir quizás un pequeño soplo de solidaridad de mis colegas masculinos. Vamos chicos, decid conmigo, pues no estaba tan mal…

El liderazgo de los caninos (I)

Un poco antes de venirme para acá, fui a mi dentista para terminarme de poner una funda en una muela. Tumbado en el potro, medio adormecido por la anestesia, oía como un vago rumor sus explicaciones sobre la intervención. De repente, distinguí un “… porque el liderazgo de los caninos…”. Inmediatamente di un respingo (a punto estuve de acabar ensartado en el torno que ya giraba, amenazante) y le pedí que lo repitiera, que me explicara el término. Se ve que los dientes caninos marcan una cierta línea para la masticación, y que si la nueva funda la obstaculiza, toda la mandíbula se resiente. Tecnicismos dentales aparte, me pareció que el nombre tenía un indudable valor literario. ¿No se los imaginan, caninos por un lado, molares y premolares por otro, luchando ferozmente por imponer la línea correcta?

Pues de luchas por el liderazgo habla este post, concretamente entre Didi y mi misma mismidad, pues entre otras muchas coincidencias, compartimos un irrefrenable gusto por organizarlo todo (mangonear, dirían algunos). Tal es así, que cuando se hace necesario tomar decisiones conjuntas o establecer estrategias de acción, acabamos inevitablemente chocando. Porque yo seré un mandón, pero ella una lianta. Aunque no sabría a quién asignarle el papel de afilado canino, y a quién el de contundente y repetitivo molar. Es habitual que la perjudicada en esas luchas por el poder sea Irene, quien, sí, ya por fin está por aquí, aunque después de todo tipo de avatares.

Se suponía que Irene llegaba el sábado por la mañana, procedente de Madrid, pero perdió la conexión en Dubai. El vuelo de Emirates llegó tarde otra vez, y quizás porque el retraso fue mayor que en mi vuelo, quizás porque no goza de esa insultante forma física que me permitió cruzar los pasillos de la terminal a velocidad inaudita, ella no consiguió alcanzar el vuelo para Kolkata. Así que tuvo que esperar unas 10 horas en un hotel hasta el siguiente vuelo. Debo reconocer que al recibir la llamada –a las 4 de la mañana– que me confirmaba que no tendría que levantarme dos horas después para ir a recogerla al aeropuerto, tumbado como estaba en la comodísima cama del luxurious hotel que había reservado en Kolkata, no sentí una especial tristeza. Hay veces que el amor y la comodidad caminan perpendiculares (caninos y molares).

Hube de avisar a la Didi, que esperaba en su guarida la señal, porque se había empeñado, aprovechando que estaba en Kolkata (¿o estaba en Kolkata aprovechando que Irene llegaba?), en acompañarme al aeropuerto. Más aún, había insistido en montar allí una especie de vodevil en el que ella la recibiría en la terminal y le diría que yo no había podido ir finalmente, confiando en que Irene se indignaría, pediría el divorcio y mi pública ejecución. En ese momento, yo aparecería por sorpresa y habría final feliz, quizás con baile de Bollywood incluido. Aún reconociendo las posibilidades cómico-dramáticas de la escena, no sabía cómo explicarle que el elemento sorpresa no era tal, pues por supuesto Irene estaba al tanto de sus ardides. Pero como se lo pasaba tan bien cuando me repetía el plan una y otra vez, cual sargento que no se fía del soldado novato, había optado por seguirle la corriente. El retraso de Emirates dio al traste con sus planes. O quizás no.

Tras disfrutar en extenso de las comodidades del hotel esa mañana, decidí hacer tiempo paseando por Kolkata. Le pregunté a Didi dónde podría encontrar libros, y me dirigió al College Street Market, cerca de la Universidad de Kolkata, una suerte de fascinante bazar donde solo hay libros, millones de ellos, expuestos en abigarrados chamizos. La mayor parte de ellos eran de informática, para aquellos que sueñan en alcanzar el éxito y el dinero en las empresas del sector en Bangalore o Mumbai, pero también pude encontrar algunos ejemplares clásicos de las Matemáticas en ediciones disparatadamente baratas. Que bajo una pila polvorienta de libros pudiera aparecer un Hardy-Wright de teoría de números o un libro de Snell y Kemeny, qué quieren, conmovió mi espíritu bibliográfico. Lástima que no quisiera cargar con peso en la maleta, porque si no me habría agenciado unos cuantos. Más aún si tenemos en cuenta que en cuanto la Didi supo que estaría por ese mercado, me encasquetó unos cuantos encargos, incluyendo un vademecum de homeopatía que pesaría tres kilos. No contenta con eso, me pidió que le llevara también la edición en bengalí, que a veces el inglés técnico se le atragantaba. ¿Ven como es una lianta?

Ya estaba en el hotel, preparándome para ir al aeropuerto, cuando Didi me llamó para decirme que no iba a poder ir conmigo, que iba retrasada con unos recados. Coño, tanto lío para esto, bueno, no te preocupes, ya me encargo. Así que cogí un taxi, pero como era hora punta, íbamos a llegar con retraso. El taxista no parecía preocupado, porque durante el viaje nos pusimos a darle al palique, y también a la droga dura de los cigarretes que fuman los locales y que él me ofrecía a cada rato, todo divertido por la escena. Oiga, pues no estaban malos. Pero como veía que lo del divorcio y la ejecución estaban cercanos, yo sí que andaba preocupado, así que me puse a enviarle sms tranquilizadores: amor, q xego n 10 mins. Segundo, un rato después, sin que el atasco hubiera avanzado, y confiando en que el primero se hubiera perdido: amor, ¿xegado ya? Yo, 5 min. Y en esto que suena mi móvil, llama Didi, pero sale la voz de Irene. ¿Eeeh? ¡¡Pero será lianta, ya me la ha jugado!! Y efectivamente, la astuta Didi había cogido un autobús por una ruta menos transitada y había conseguido llegar antes que yo al aeropuerto. Cuando por fin pude llegar y mientras me acercaba a ellas haciendo gestos de que iba a matarla, Didi se moría de la risa.

(Continuará…)

El misterio de las braguitas

Aunque pueda resultar un tanto sorprendente, una buena parte de mis conversaciones con Didi versan sobre, digamos, asuntos femeninos. Con alegre desparpajo, y con la excusa de su categoría de médico en ciernes, me habla y pontifica sobre menstruaciones, partos, espermiogramas, métodos anticonceptivos, problemas hormonales… estos últimos son sus favoritos, pues desde su punto de vista, prácticamente cualquier afección posible es achacable a los famosos hormonal problems.

Sin embargo, y aunque dispongo de información abundante sobre los ritmos menstruales de medio colegio (sin que al respecto mediara mayor interés por mi parte, se imaginarán), no he logrado adivinar exactamente qué usan aquí para esos días tan femeninos, que diría algún engolado tertuliano televisivo de Ana Rosa. La investigación presenta varias dificultades: por un lado, el inevitable (y quizás innecesario) pudor que siento de preguntarle directamente sobre el asunto. Cualquier observación directa o indirecta, como es obvio, está también vedada. Y por otro, que no me sé bien los nombres equivalentes en inglés, aunque ya me he hecho con los básicos: tampons, sanitary towels/pads… Sé que tampones no usan, al menos las niñas, pues me contó Didi que antaño se los proporcionaba, pero que no conseguía que los quemaran una vez usados, sino que los tiraban por ahí de cualquier manera. Me ahorraré otros detalles que me contó acerca de perros de los alrededores rescatándolos y… Se ve que lo de quemarlos, según alguna extraña superstición, inhabilitaba para tener niños en el futuro (!).

Viene esto a cuento porque un día estuve preguntándole qué cosas quería que le trajera Irene desde España. Aunque aquí se puede comprar casi de todo, aún hay algunas cosas que no se encuentran, ni siquiera en los lujosos y occidentalizados malls de Kolkata o Jaipur. La Didi de Jaipur, por ejemplo, nos encarga siempre que le traigamos cargamentos abundantes de tampones con aplicador, que aquí no hay, y que a ella le vienen de perlas, por aquello de sus problemas en las manos. Tan es así que sospecho que como le paren a Irene en el aeropuerto, acabará acusada de dealer de productos de higiene femenina. Vratiisha, tras pensárselo un rato, se descolgó con una petición entre intrigante e indescifrable: unos pantys que “suck the blood” y que, según ella, le había dejado Rosa cuando estuvo por aquí. Vamos a ver, Didi, ¿unas compresas?, no, no, pantys. A mí lo de los pantys, qué quieren, me suena siempre a pantys Princesa, pero acabé entendiendo que se trataba de braguitas. Aunque hasta que lo descubrí y descarté que se tratara de compresas, pasé un penoso rato tratando de explicarle las distintas modalidades que existen. Y es que, ¿cómo coño se traduce “con alitas”? ¿Y mega-absorbentes? ¿Y Ausonia Ultra?

Sin llegar a hacerme una idea del todo, consulté a las fuentes pertinentes, a saber, Irene y la propia Rosa. La primera hizo una pormenorizada investigación al respecto, a raíz de la cual sus conocimientos sobre la materia aumentaron exponencialmente. Quizás el descubrimiento de mayor calado fue una tienda de chinos de Cuenca en la que vendían bragas-faja con bolsillos. Inenarrable. Por su parte, Rosa, aparte de descojonarse por la pregunta, no recordaba haberle dejado nada parecido, a lo más unas braguitas de papel que se trajo temiendo impredecibles eventualidades en este páramo (no andaba desencaminada).

El misterio seguía, y de posteriores inquiries solo acerté a obtener información parcial al respecto, como por ejemplo que la textura exterior de los pantys era “silky”. Tras numerosas consultas con mi legítima, porque el delicado asunto lo requería, y después de meditarlo en profundidad, decidimos que finalmente le formularía esa petición que nunca en mi vida creí que fuera a hacerle.

Y así, una noche, después de la cena, tras armarme de valor, me planté delante de ella, la miré fijamente a los ojos y con voz firme le pedí: “Didi, enséñame las bragas”.

Oooh, nooo, Pablo, hace ya un par de años que no las tengo.

Cagüenla, el misterio continúa.

La fauna de Umanivas

Como todo hábitat aislado, Umanivas ha desarrollado una fauna, una flora, y hasta un clima y unas costumbres peculiares y únicas. De las costumbres y del clima he venido dando cuenta en entregas anteriores. En realidad está haciendo muy buen tiempo, días nublados, temperaturas que no superan los 30 grados. Ayer se levantó una tormenta e hizo hasta fresco, lo que llevó a las nenas a revestirse, de manera algo precipitada, con jerseys y bufandas, ¡exageraaaás! De la flora, poco hay que hablar, porque esto es un secarral, en el que solo destacan algunos árboles de mangos, que, para lo canijos que son, dan unos frutos extravagantemente grandes (y sabrosos). Aparentemente, el recinto del colegio se convierte en una selva en la estación de lluvias, pero yo no he tenido oportunidad de comprobarlo. Buena parte de los vegetales que comemos se cultivan aquí mismo. Vegetales de los que no puedo dejar de glosar sus virtudes intestinales, qué barbaridad, qué soltura, qué cadencia, qué cosa: estreñidos del mundo, ¡uníos!, y venid a Umanivas.

En cuanto a la fauna, los asiduos ya saben detalles sobre la mayor parte de los animales adultos, empezando con la especie dominante, las predadoras, las Didis, que sobrevuelan la sabana en busca de víctimas (lazy students, fundamentalmente) a las que aplicarles castigos de todo tipo. En el segundo escalón de la jerarquía están los grandes mamíferos, que ayudan a llevar la disciplina militar: Sandipa, Anita, quienes, acompañándose de golpes de silbato arbitral, anuncian a voz en grito las distintas etapas del día, “Luuuunch!, Meditatioooon!, Plaaaay!”. Tienen la rara virtud de pegar siempre el bocinazo cuando estoy sopa, lo que tampoco sorprende, pues mis siestas son reiteradas y duraderas. Y luego está la grey, el rebaño. En la foto podéis verlas, durante el arriado vespertino de la bandera, todas en compacto batallón, prietas las filas. No se asusten por la esvástica que adorna la bandera anaranjada, que es símbolo común por estas latitudes y anagrama del anandamarguismo.

De entre el rebaño, con quien mejor me lo paso es con las jóvenes crías, algunas de las cuales (Santoshi, Raki, Onshu y Monika) posan en la foto con su mejor sonrisa. Además de darles clase por las mañanas, conforman el equipo con el que nos enfrentamos a las mayores en los partidos de balón prisionero de la tarde. Sin quererlo he creado una cierta polémica, porque decidí acuñar un nombre para nuestro equipo, “super-girls”, a la vez que instauré el clásico rito al iniciar los partidos (todas las manos juntas, subiendo y bajando al ritmo del “one-two-three, super-girls!”). ¡La que se ha armado!, resulta que a las mayores les mola mucho el asunto, y se empeñan en copiarlo, creando cierta confusión, pues ya no se sabe quiénes son super-girls y quiénes no. Al hacérselo notar, me han respondido que, entonces, les busque un nombre chulo para ellas. Me dan de plazo hasta esta tarde, ay.

Hay también por el cole dos nenes pequeños, a quienes por edad no correspondería estar aquí. Una es Shubra, que tiene como cinco años y es una preciosidad. En la foto la podéis ver posando con la camiseta de Hello Kitty que Yurena me había dado para Priyanka (Didi decidió que era mejor que la tuviera la peque). Parece ser que estaba en otro orfanato, medio mal atendida, y Didi no pudo evitar traérsela. Bendita decisión. Es un juguetito, la verdad, debe de pesar como 20 kilos, lo que da pie a que la voltee, lance, gire, etc., para su disfrute y entusiasmo. El otro es el babu al que hice alguna mención en posts anteriores, el hijo de la señora que echa una mano en la limpieza. En la foto parece admirar, miméticamente, el trabajo del electricista con el pararrayos. La madre es una fiel representante de los habitantes de los poblados: no sabe leer ni escribir, hace fatal todo su trabajo, no hace ni caso al nene; una joya. Al lado de la elegancia (y sibilino carácter) de Sunita, su antecesora, claro, ni color. El nene es medio raro, seguro que un psicólogo le diagnosticaría tres o cuatro síndromes relacionados con carencias afectivas, y sólo cuando aplico con él la táctica que tan buenos resultados me da con mi sobrino Andrés (esto es, coserlo a patadas de kárate), parece despertar, se troncha de risa y disfruta. El resto del tiempo vaga por el colegio, medio huidizo.

Por lo que respecta a la otra fauna, está compuesta por todo tipo de bichos: mosquitos, arañas, hormigas, que combato con un insecticida que, cada vez que lo aplico, además de causar enormes estragos en la capa de ozono, me deja a mí mismo al borde del KO, yo creía que el DDT había sido prohibido hace décadas. Tolero a los lagartos, que andan por las paredes y techo de la habitación, porque de vez en cuando se lanzan al ataqueeer y se meriendan alguna araña amenazante. Aunque reconozco que en los últimos días vivo medio mosqueado, desde la famosa araña-monstruo de la funda de la cámara, y desde que el guardia me llamó a voces un día para mostrarme cómo había capturado a un escorpión. Manejándolo hábilmente con un par de palillos, al modo chino, acabó por introducirlo en el mítico bote de los escorpiones (véase la foto), en el que Didi guarda cadáveres en su salsa, para utilizarlos como medicina. Se supone que cuando te pica uno, te pones a inhalar el pil-pil del bote y actúa como antídoto. Yo le he pedido a Didi que, si llegara el caso, y nada más que por asegurarse, eh, no creas que dudo de tu medicina, si solo es por tener una segunda opinión y que mi madre se quede más tranquila, me lleve al hospital más cercano. Por si acaso, miro bien dónde pongo los pies cada vez que me bajo de la cama.

Las rutinas de Purulia

Ayer decidí hacer una escapada a Purulia. Le conté a Didi que tenía que comprar unas cosas: unos cartuchos nuevos para su impresora, una toalla, algunas cosas para las nenas… pero aquí entre nosotros, es que me estaba quedando sin tabaco. En realidad me quedaba un paquete de un tabaco vietnamita (sic) que compré en Kolkata, pero creo que ni en pleno síndrome de abstinencia le daría un tiento, qué espanto, por Dios. Para compensar, al menos parcialmente, el pecadillo del tabaco, decidí que compartiría el día de “fasting” (ayuno) con Didi. Se supone que ella tiene que hacerlo una vez a la semana, pero alega problemas de salud para limitarse a un ayuno quincenal. Pues oye, se sobrevive, sin comer un día entero, aunque la versión anandamarguística exige también no beber nada, y a esos extremos decidí que mi fe no llegaba. Eso sí, en el desayuno del día siguiente me puse morado, y así me sentó.

Como Didi no se venía a Purulia, el viaje tenía que ser algo aparatoso: Dilip me bajaría en coche hasta Kotshila, y desde allí cogería el tren. ¿Y para volver, Didi?, fácil, te coges el autobús de vuelta y luego Dilip te sube al cole. No es que me convenciera mucho el plan, pero Dilip no tiene carnet de conducir, y por eso no quiere que se aventure más allá de Kotshila sin ella. Con ella de copiloto, al parecer, no hay problema, aunque yo no entiendo muy bien el argumento: pero Didi, si la poli os para conduciendo él, ¿qué haces? Ooh, no problem, saco yo mi carnet. Como quizás sea cuestión de ignorancia de los códigos circulatorios locales, no insisto en mis preguntas.

Toda Purulia estaba engalanada con banderas de la India, elections?, pregunté a uno que pasaba, no Dada, the big final!, y es que justo hoy se jugaba la final de la Copa del Mundo de cricket, India contra Sri Lanka en Mumbai. Al final ganó la India, pude seguir el partido al volver al cole, ya por la noche, a través del ordenador. Y no quiero hacer sangre, pero también le fui echando un vistazo al pinchazo del Madrid, jejeje. Me imagino que todo la India andará como loca, pero aquí apenas llega eco alguno. Aunque la Didi me llamó un par de veces a la habitación para que le fuera dando el tanteo, y me hizo prometer que le enviaría un sms con el resultado final.

Me sentí a gusto paseando por Purulia, saludando a los tenderos que conocía y volviendo a pisar esas calles tan familiares. El dueño de mi tienda habitual de ultramarinos me recibió con un “many days you didn’t come”, mientras me tendía sin necesidad de más preámbulo un par de paquetes de mis cigarrillos favoritos. Exactamente un año, chato, le contesté, para hacerle entender que el tiempo, en el resto del mundo, avanza más deprisa. Pero, desacuerdos temporales al margen, me gustó que recordara mis preferencias, así que decidí hacer más inversión de la que tenía prevista, de suerte que acabé con la mochila llena y una bolsa grande que pesaba más que un mal matrimonio. Con el calor que hacía, las pasé canutas en mi paseo hasta la estación de autobuses.

Si montar en tren tiene su gracia, lo del autobús es todavía más animado. Tuve suerte, porque como era estación de partida, pude coger asiento, pero según íbamos avanzando en la ruta, aquello se fue llenando: asientos primero, luego los pasillos, finalmente todos al techo. Aunque al final no hubo lleno, apenas medio aforo del gallinero. Se me sentó al lado un propio que, con un inglés aceptable, me disparó las preguntas de rigor: origen, profesión, misión en la India, etc. Pero la conversación se cerró, muy a mi pesar, cuando en mi contraataque informativo me tuvo que repetir hasta cinco veces cuál era su profesión y no conseguí entenderle. Una lástima, porque prometía.

Como hoy es domingo y no hay clases, visitaré el orfanato y el internado de niños que hay al lado, bien provisto de las botellitas de mango juice y los paquetes de biscuits que penosamente arrastré por las calles purulienses. Monisha, una de mis alumnas, que vive en el orfanato, me recordó el otro día en clase que este año no había pasado por allí; conviene compartir los afectos, y también los regalos. Aunque reconozco que me estremecen un poco esos dos lugares: todo está muy desorganizado, las Didis se ocupan bien poco de las niñas, y se respira un gran abandono. Como si ser huérfanas no fuera ya castigo suficiente.

Preparando la visita, me puse a buscar la cámara por la habitación, y al sacarla de la funda, toqué algo medio blandurrio dentro. Cuando descubrí lo que era, la funda acabó estampada contra la pared. Dejo constancia en las fotografías del inopinado okupa, con zoom incluido para apreciar el aspecto del angelito. Menos mal que no era un escorpión. Pero bueno, también esto forma parte de la rutina aquí.

Cosas de Didi

Creo que una de las cosas que más necesita Didi aquí es un confidente. La estricta Didi Sushismeeta mira con ojos dudosos las licencias que Vratiisha se toma, con los voluntarios, las niñas y el colegio: demasiado apartada de la ortodoxia anandamarguística para su gusto, así que tampoco es cuestión de compartirlo todo con ella. La otra Didi, Topashila, para poco por aquí, pues se las ingenia para apuntarse a cualquier excusa que le permita salir del cole (don’t blame her). Así que el que yo esté por aquí le viene de perlas. Está especialmente habladora: me pilla después de cada breakfast, lunch or dinner, y me larga una historia tras otra. En ocasiones yo le doy carrete, lo reconozco, aunque en otras, atacado por un súbito acceso de sueño, no sé cómo pararla. Hay veces en que, desesperado, tengo que recurrir al socorrido “have to go to bath”, que aquí se respeta en grado sumo. Tampoco es que esté mintiendo, por cierto, pues los súbitos accesos no siempre son de sueño, ya he descrito en alguna ocasión los efectos milagrosos que para el tránsito intestinal tiene la suave y vegetal dieta del cole.

Escatalogías aparte, she is a good storyteller, indeed. A pesar de su inglés patatero, cuenta las historias con gracia: las adorna, inventa, añade siempre algún ingrediente medio místico (las apariciones de su gurú en sueños son un “must”)… aunque la materia prima es buena: dramas familiares inimaginables, encuentros con fieras salvajes (serpientes, tigres, hasta elefantes que bajan de las colinas, ¿qué elefantes, qué colinas?), mágicas intervenciones de su medicina para curar espantosas dolencias, etc. Yo ya me sé unas cuantas de ellas, y debo reconocer que otras, convenientemente fabuladas, han inspirado algún relato de este blog. En casi todas sus historias hay pobres mujeres que sufren mucho (lo que suena natural) y malvados malísimos, generalmente descritos como “maoists full of addictions”. Que yo me los imagino todo emporraos y mamados, blandiendo el libro rojo y haciendo el mal a diestro y siniestro.

Os cuento las dos últimas que me narró. Una pertenece al género trágico (ojo, comparadas con las de esta tierra, las tragedias griegas son puro entretenimiento); la otra al de ciencia ficción, pasado por la túrmix del anandamargismo.

La primera trata de la familia de Shibani, a la que los asiduos de este blog recordarán por aquella boda a la que no pude asistir por indisposición momentánea (y volcánica, podríamos decir). Todo empezó cuando me contó que la pobre andaba deprimida, y que solo la milagrosa medicina que le suministraba le permitía conciliar el sueño. Al parecer, además de una depresión postparto, tenía unas buenas trifulcas familiares con su hermano mayor, quien, aunque aparentemente sin politizar, sí que anda con addictions de todo tipo. El tipo es una alhaja: curra regularmente a la madre, con la que vive, amenaza a la hermana cada dos por tres, y ha abandonado a su primera esposa para casarse con otra más joven. Pero entendamos lo que supone aquí esa actitud berlusconiana: ¡viven todos en la misma casa! Más aún, ¡en la misma habitación! A ver, sitúo: la familia tiene una casa con un par de habitaciones (estatus acomodado, pues, en estos andurriales); en una vive la madre, en la otra el presunto, con su primera mujer (y dos hijos en común), a la que ahora ha añadido a la pájara de turno. Lo de abandonar quiere decir que se niega a alimentar a la legítima y a sus críos, y solo se ocupa de la nueva, sexual y económicamente (insisto, misma habitación de 4 por 4 metros, ¿captan la situación?). Shibani desaprueba esa actitud, se la afea, y con ello va acumulando boletos para que el otro le dé un día una paliza.

Se ve que los damnificados han solicitado en diversas ocasiones la mediación de Didi, quien ha tomado medidas que quizás puedan surtir efecto. Conviene, antes de escucharlas, no tratar de aplicar ningún baremo occidental en el juicio: aquí no valen nada. Al susodicho le ha amenazado con denunciarlo por adulterio y público concubinato si no empieza a alimentar a su primera familia. Yo no creo que la amenaza tenga ningún valor legal, y al parecer el chavalote se la ha tomado a coña. Sin embargo, las gestiones con la nueva mujer parece que sí han dado sus frutos: le ha explicado que si su denuncia llega a buen puerto, ella se quedará en la calle. Como contrapartida, le sugería que al menos mandara al marido, una vez al mes, con la primera mujer, “to give her love and affection”, delicioso eufemismo que ella utiliza para referirse a lo que ustedes saben. Espero que la comida entre también en el trato. Quizás esto funcione, aunque lo que pide el cuerpo es acercarse por allí una noche con una banda de maoists full of addictions (a mí me ponen el libro rojo y el licor destilado que hacen en los poblados y doy el pego; el tabaco ya lo pongo yo) y darle una somanta de palos que se acuerde toda la vida.

Vamos con el género científico. Resulta que Didi anda muy interesada por que le cuente detalles del tsunami japonés. Yo creía que movida por su curiosidad científica, pero me parece que no es solo eso. Me mosqueé cuando mencionó que su gurú había pronosticado, 30 años atrás, que el año 2012 traería grandes catástrofes, y que estos terremotos no eran sino el preludio. Pero Didi, si eso que cuentas es una historia que corre por ahí sobre unas profecías mayas… Noooo, Pablo, estás equivocado, no sabes que los mayas lo aprendieron de nuestro maestro. Como me sentía incapaz de aclarar el aparatoso anacronismo, le seguí la corriente, y entonces me contó una absurda mezcla de pronósticos apocalípticos, ejes de la tierra que se desplazan y acaban invirtiéndose, subidas del nivel de los mares que anegan países, meteoritos que impactan sobre la tierra (aunque aquí afirmaba que los científicos ya han preparado cohetes nucleares para desviar su trayectoria, ¿les suena?), grandes terremotos… en fin, una ensaladera de catástrofes, con algún aditamento tomado del cine, que al final daban como resultado que casi toda la tierra desparecería y solo quedaría la región de Purulia, convertida en isla, en la que la Humanidad reviviría, pero ya acomodados todos a la verdad del anandamarguismo. No en vano el maestro decidió situar en esta zona sus cuarteles generales hace ya muchos años.

Ignoro si ella se toma muy en serio todo esto, porque sigue haciendo planes para más allá de la fecha del desastre… pero no me negarán que entretenida sí que es.