El peligro amarillo

Una de las cosas más sorprendentes de este viaje es que, en ocasiones, veo chinos. No hablo de sueños ni premoniciones, sino de que veo chinos por todas partes. Los empecé a ver por las calles de Kolkata, y entonces supuse que se trataba de meros turistas sin criterio. Pero cuando empecé a verlos en Purulia, o más aún, ayer en Pundaj, un pobladucho al que fuimos a comprar vegetales, comencé a mosquearme. Debo señalar que, cuando digo chinos, me refiero a seres con la fisonomía que todos imaginan; podrían ser también tibetanos o coreanos, pero ya saben que uno los ve a todos casi indistinguibles (me contaba alguien que a ellos les pasa lo mismo con nosotros). Ruego se me disculpe esta indefinición etno-geográfica, y seguiré catalogándolos como chinos, que si no se me estropean mis teorías.

Porque, ¿qué pueden estar haciendo tantos chinos por estas tierras dejadas de la mano de Dios? En lugar de buscar explicaciones racionales, y quizás influido por las lecturas infantiles de Mafalda y sus recelos con el poder amarillo, me he puesto a pensar en motivos de lo más diversos. La cosa en sí tiene su misterio, porque se trata casi siempre de grupos de tres o cuatro chinos que aparecen montados en jeeps, se despliegan con un aire casi militar, hacen sus compras y desaparecen silenciosamente. Ayer le pregunté a Didi si sabía qué hacían por aquí, y me contestó con un “nobody knows” que acrecentó mis sospechas.

Me vino a la cabeza una novela de Mankell, no recuerdo si era de la serie de Wallander, en la que la trama se movía en torno a los planes de China de comprar grandes cantidades de terreno en África, una especie de conquista del mundo o recolonización apoyada en la pujanza del yuan. Quizás hayan llegado a sus oídos las profecías del Baba acerca de las inminentes catástrofes mundiales que convertirán a la región de Purulia en el nuevo barco de Noé, y hayan decidido ir reservando un terrenito para poner a salvo, al menos, a medio Politburó. Aunque yo me inclino más por que están por aquí intentando liarla parda con experimentos secretos, químicos o nucleares. Quise despertar en Irene su habitual vena pesquisadora, que dirían los portugueses, animándola a seguir un día a una de esas patrullas hasta enterarnos de qué andan haciendo. Nunca se sabe, quizás conseguiríamos un reportaje digno del Pulitzer, o es posible que acabáramos salvando a la Humanidad de algún plan malvado. Pero no me hizo mucho caso, ella anda ahora en otros asuntos (casamenteros, sobre todo).

En el último censo de población, de este mismo año (se hace cada 10), se ha establecido que hay unos mil doscientos millones de indios, y se calcula que en apenas 10 o 20 años, India habrá superado a China como el país más poblado del mundo. Parece claro que en algún momento ambas potencias acabarán teniendo un enfrentamiento, no tanto por las cuestiones tibetanas en que ahora andan, sino más bien por simple lucha por la hegemonía. Es algo que por aquí todo el mundo da por hecho, y la Didi, en su afán de buscarle defectos al gobierno comunista de West Bengal, cosa que por otro lado parece no tener mucho mérito, los acusa directamente de colaborar con el enemigo y de tener planes de traicionar a la Madre Patria. Si fuera así, la presencia de los agentes chinos cobraría sentido. Pero tampoco es que Didi sea una autoridad en cuestiones de política internacional.

En unos días son aquí las elecciones regionales, y Didi anda entusiasmada con Mamata Banerjee, la candidata de la alianza entre el Partido del Congreso (socialdemócratas) y un partido regional, el Trinamool, pues las encuestas señalan que puede desalojar al Partido Comunista del gobierno, tras más de treinta años en él. El Trinamool es un partido conservador, que en las elecciones nacionales va en coalición con el BJP, súper-conservadores e hindúes nacionalistas (en cada jaleo que hay con musulmanes, ellos están siempre por medio). Las Didi-simpatías se fundamentan en que por un lado Mamata es mujer (tiene ahí mi apoyo), y en su anticomunismo por otro. En realidad no se trata tanto de una cuestión ideológica, que mi Didi no anda fuerte en eso, sino más bien que los Ananda Marga siempre se las han tenido tiesas con el gobierno del Communist Party. Alguna vez intenté explicarle por dónde andaban mis ideas políticas, pero desistí enseguida, derrotado por sus historias de malvados comunistas acosando a los Dadas. Esta Mamata es un personaje peculiar. En Kolkata estuve leyendo en los periódicos un par de entrevistas con ella; en una le preguntaban por su programa electoral y contestaba, sin cortarse un pelo, que era algo de lo que en este momento no podía hablar, que ya lo haría público cuando ganara las elecciones. Coño, de repente eso me sonó muchísimo, pero ahora mismo, como que no caigo… :)

Bueno, me voy a dormir, ¡que mañana me caso!

El liderazgo de los caninos (II)

Recogimos, pues, a Irene, y nos fuimos para Kolkata, Didi a los headquarters con sus secuaces, Irene y yo al superferolítico hotel en el que nos alojábamos. Después de 15 días sin vernos, una cama enorme, sábanas limpias, aire acondicionado, primeras marcas en todo… se imaginarán lo qué pasó. Ah, bueno, quizás es que no les he contado que en la estupenda pantalla de plasma de la habitación echaban, ¡en directo!, el partido del Barca. Así que, mientras Irene se contorneaba sinuosa y sugerentemente frente a mí, yo me quedé hipnotizado siguiendo las evoluciones de los muchachos de Pep, acompañado del clásico quita, que no veo. Aquello dio lugar, como no podía ser menos, a uno de los más notables altercados matrimoniales que se recuerdan. Hombres…

Tras tan memorable noche, amanecimos tarde al día siguiente, y remoloneamos hasta que tuvimos que hacer el check-out. Discutimos el plan de viaje a Purulia con Didi, y finalmente acordamos (acordó Didi consigo misma) que lo mejor era coger el tren de la tarde y hacer noche ya en Purulia. Eso nos dejaba apenas unas horas para ir a algún centro comercial; el plan era innegociable, pues durante horas Irene solo pronunciaba, reiterada y convincentemente, una palabra: shopping, shopping! Al final, lo de disponer de poco tiempo resultó útil, pues de lo contrario Irene habría acabado con las existencias de varias tiendas. Pero reina mía, que es la primera tienda que visitamos, ¡no es obligatorio comprarlo todo! Aunque debo reconocer que, en plena vorágine consumista, a mí me convencieron para hacerme una tarjeta de cliente VIP de la especie de Corte Inglés que visitamos. Todavía ando meditando cuántas de las supuestas increíbles ventajas de la tarjeta voy a ser capaz de usar.

Una de las desventajas de viajar por la tarde es que no había billetes primera clase (aire acondicionado), así que tuvimos que reservar en segunda. Las hay peores, claro, con unos butacones de madera que te dejan baldado, pero éstas no eran para tirar cohetes. La perspectiva de pasar seis horas, apretados como cochinos camino del matadero, no era muy halagüeña. Pero en éstas que Didi pega la hebra con unas chicas que viajaban con nosotros, y aquello resultó ser nuestra salvación: aunque incómodo, el viaje resultó de lo más entretenido. Las niñas estudiaban en Kolkata, en buenos colleges, pero viajaban a Purulia a pasar unos días con sus padres, adinerados comerciantes de Rajastán, que son los que copan los negocios y el dinero en Purulia; los bengalíes conforman el proletariado. Hablaban bastante bien en inglés, así que allí estuvimos, echando unas risas e intercambiando meriendas e información sobre las respectivas vidas. El tema estrella, que Didi sacó en cuanto pudo, fue la futura y me temo que inevitable boda que quiere organizar para nosotros. Por razones que me resultan incomprensibles, Irene parece entusiasmada con la idea; sospecho que el sari rojo que Didi le ha garantizado tiene mucho que ver con ello. Las niñas se fueron creciendo, aportando ideas, mezclando tradiciones bengalíes, rajastaníes y de cosecha propia, hasta que finalmente diseñaron una boda que ni el antiguo maharajá de Purulia, si es que alguna vez lo hubo. El disparate incluía llegada del novio (léase yo mismo) a lomos de un corcel blanco al colegio, así que imagínense. Pese a que prometimos mandarles fotos, espero que el tiempo rebaje el entusiasmo al que aquel momento de exaltación de la amistad nos llevó, y que la ceremonia siga los más austeros ritos del anandamarguismo. Aunque no me fío, Irene y Didi siguen conspirando. Y a mí, lo del caballo, como que no…

Sentía Irene un especial interés por conocer Purulia y el hotel Akash, escenario de aventuras pasadas. Y sospecho que quedó algo decepcionada al descubrir que la ciudad no es más que un conglomerado de calles ruidosas y polvorientas. Pero ya saben que yo le tengo un cariño especial, y esto es lo que pasa cuando uno conoce lugares a través de la recreación literaria y sentimental. El mítico hotel Akash quedó todavía peor parado, pues nos dieron una habitación medio asquerosa, de suerte que Irene acabó rebajando su título al de Akash-antro. Los manchurrones en las sábanas y el aspecto del cuarto de baño quizás merecían esa rebaja a la Standard & Poor’s. Eso sí, a la mañana siguiente, se pasó con Didi un buen par de horas revolviendo saris en la tienda, como se aprecia en la fotografía. Evito reproducir la instantánea en la que poso con el traje que me tocó en suerte, pues ya habrá momentos más adelante para apreciar la pinta de papanatas que me tienen reservado. Y si ya me montan en un caballo, pues no te digo ná.

Una vez en el colegio, y como sospechaba, la presencia de Irene me ha desplazado a un discreto segundo plano, y hasta las nenas pequeñas se han olvidado de mí y pasean por el cole colgadas de su brazo. Pero bueno, siempre me quedará el balón prisionero de las tardes para reivindicarme. Antes de irme para Kolkata, dejé constancia gráfica de lo ordenadito que lo tenía todo en la habitación. Bueno, en realidad, aparece todo más organizado de lo que habitualmente estaba, pero como había foto… Sí, de acuerdo, concedo: se trata de esa disposición de objetos, todos a la vista, que los hombres nos empeñamos en honrar con la palabra orden, y que Irene describió, nada más verlo, con un “¿pero qué jaleo es éste?”. Creo que el restante 50% de la Humanidad habría coincidido con ella. Aún así, dejo aquí el correspondiente testimonio gráfico, para recordar los viejos tiempos que ya no volverán (ya lo ha metido todo en cajas y estantes), y para recibir quizás un pequeño soplo de solidaridad de mis colegas masculinos. Vamos chicos, decid conmigo, pues no estaba tan mal…

El liderazgo de los caninos (I)

Un poco antes de venirme para acá, fui a mi dentista para terminarme de poner una funda en una muela. Tumbado en el potro, medio adormecido por la anestesia, oía como un vago rumor sus explicaciones sobre la intervención. De repente, distinguí un “… porque el liderazgo de los caninos…”. Inmediatamente di un respingo (a punto estuve de acabar ensartado en el torno que ya giraba, amenazante) y le pedí que lo repitiera, que me explicara el término. Se ve que los dientes caninos marcan una cierta línea para la masticación, y que si la nueva funda la obstaculiza, toda la mandíbula se resiente. Tecnicismos dentales aparte, me pareció que el nombre tenía un indudable valor literario. ¿No se los imaginan, caninos por un lado, molares y premolares por otro, luchando ferozmente por imponer la línea correcta?

Pues de luchas por el liderazgo habla este post, concretamente entre Didi y mi misma mismidad, pues entre otras muchas coincidencias, compartimos un irrefrenable gusto por organizarlo todo (mangonear, dirían algunos). Tal es así, que cuando se hace necesario tomar decisiones conjuntas o establecer estrategias de acción, acabamos inevitablemente chocando. Porque yo seré un mandón, pero ella una lianta. Aunque no sabría a quién asignarle el papel de afilado canino, y a quién el de contundente y repetitivo molar. Es habitual que la perjudicada en esas luchas por el poder sea Irene, quien, sí, ya por fin está por aquí, aunque después de todo tipo de avatares.

Se suponía que Irene llegaba el sábado por la mañana, procedente de Madrid, pero perdió la conexión en Dubai. El vuelo de Emirates llegó tarde otra vez, y quizás porque el retraso fue mayor que en mi vuelo, quizás porque no goza de esa insultante forma física que me permitió cruzar los pasillos de la terminal a velocidad inaudita, ella no consiguió alcanzar el vuelo para Kolkata. Así que tuvo que esperar unas 10 horas en un hotel hasta el siguiente vuelo. Debo reconocer que al recibir la llamada –a las 4 de la mañana– que me confirmaba que no tendría que levantarme dos horas después para ir a recogerla al aeropuerto, tumbado como estaba en la comodísima cama del luxurious hotel que había reservado en Kolkata, no sentí una especial tristeza. Hay veces que el amor y la comodidad caminan perpendiculares (caninos y molares).

Hube de avisar a la Didi, que esperaba en su guarida la señal, porque se había empeñado, aprovechando que estaba en Kolkata (¿o estaba en Kolkata aprovechando que Irene llegaba?), en acompañarme al aeropuerto. Más aún, había insistido en montar allí una especie de vodevil en el que ella la recibiría en la terminal y le diría que yo no había podido ir finalmente, confiando en que Irene se indignaría, pediría el divorcio y mi pública ejecución. En ese momento, yo aparecería por sorpresa y habría final feliz, quizás con baile de Bollywood incluido. Aún reconociendo las posibilidades cómico-dramáticas de la escena, no sabía cómo explicarle que el elemento sorpresa no era tal, pues por supuesto Irene estaba al tanto de sus ardides. Pero como se lo pasaba tan bien cuando me repetía el plan una y otra vez, cual sargento que no se fía del soldado novato, había optado por seguirle la corriente. El retraso de Emirates dio al traste con sus planes. O quizás no.

Tras disfrutar en extenso de las comodidades del hotel esa mañana, decidí hacer tiempo paseando por Kolkata. Le pregunté a Didi dónde podría encontrar libros, y me dirigió al College Street Market, cerca de la Universidad de Kolkata, una suerte de fascinante bazar donde solo hay libros, millones de ellos, expuestos en abigarrados chamizos. La mayor parte de ellos eran de informática, para aquellos que sueñan en alcanzar el éxito y el dinero en las empresas del sector en Bangalore o Mumbai, pero también pude encontrar algunos ejemplares clásicos de las Matemáticas en ediciones disparatadamente baratas. Que bajo una pila polvorienta de libros pudiera aparecer un Hardy-Wright de teoría de números o un libro de Snell y Kemeny, qué quieren, conmovió mi espíritu bibliográfico. Lástima que no quisiera cargar con peso en la maleta, porque si no me habría agenciado unos cuantos. Más aún si tenemos en cuenta que en cuanto la Didi supo que estaría por ese mercado, me encasquetó unos cuantos encargos, incluyendo un vademecum de homeopatía que pesaría tres kilos. No contenta con eso, me pidió que le llevara también la edición en bengalí, que a veces el inglés técnico se le atragantaba. ¿Ven como es una lianta?

Ya estaba en el hotel, preparándome para ir al aeropuerto, cuando Didi me llamó para decirme que no iba a poder ir conmigo, que iba retrasada con unos recados. Coño, tanto lío para esto, bueno, no te preocupes, ya me encargo. Así que cogí un taxi, pero como era hora punta, íbamos a llegar con retraso. El taxista no parecía preocupado, porque durante el viaje nos pusimos a darle al palique, y también a la droga dura de los cigarretes que fuman los locales y que él me ofrecía a cada rato, todo divertido por la escena. Oiga, pues no estaban malos. Pero como veía que lo del divorcio y la ejecución estaban cercanos, yo sí que andaba preocupado, así que me puse a enviarle sms tranquilizadores: amor, q xego n 10 mins. Segundo, un rato después, sin que el atasco hubiera avanzado, y confiando en que el primero se hubiera perdido: amor, ¿xegado ya? Yo, 5 min. Y en esto que suena mi móvil, llama Didi, pero sale la voz de Irene. ¿Eeeh? ¡¡Pero será lianta, ya me la ha jugado!! Y efectivamente, la astuta Didi había cogido un autobús por una ruta menos transitada y había conseguido llegar antes que yo al aeropuerto. Cuando por fin pude llegar y mientras me acercaba a ellas haciendo gestos de que iba a matarla, Didi se moría de la risa.

(Continuará…)