Dotes

Continuando el post anterior sobre el papel del dinero en la India, voy a dedicar éste a describiros someramente lo que me han contado sobre los arreglos nupciales en la India, asunto que sé con seguridad que interesará al respetable. Espero permanecer neutral en la narración, aunque a veces me será difícil conseguirlo. Escribo esto en un día no tan caluroso como los precedentes, creo que apenas llegamos hoy a los 35 grados, jejeje, parece que lo peor ya pasó. Aunque creo que voy a convertir en costumbre lo de subirme a dormir al tejado, una vez que te haces a la dureza del suelo de cemento (del que solo te separa una esterilla de plástico), se duerme estupendamente. Pero, aunque la temperatura haya bajado un poco, nuestra preocupación ahora es que nos estamos quedando sin agua. El pozo se está secando, y ya sufro las primeras restricciones: por ejemplo, adiós a la ducha (el nivel de agua del pozo es tan bajo que la bomba no puede extraer agua). Lo de lavarme con un cubo es una odisea, pero poco a poco le voy cogiendo el punto. Por el momento tenemos agua para beber y un poco para lavarnos, pero si esto sigue así no sé qué vamos a hacer, Didi me dice que quizás cerrar el colegio y mandar a las nenas a sus casas. Aunque la logística será complicada: muchos padres viven lejísimos, y otros no creo que tengan los medios para recogerlas inmediatamente. En fin, una situación medio crítica, a ver si llega la lluvia, porque lo necesitamos… tiene que llover, tiene que llover, a cántaros.

Vamos con lo de las dotes, los arreglos matrimoniales and all that. Para empezar, lo que os voy a contar es solo parte de la historia, la que he ido aprendiendo de lo que me cuentan por aquí, y algo que he leído por ahí. No se si será igual en toda la India y quizás la versión que he recibido esté algo sesgada. Pero en fin, os la cuento tal y como me ha llegado. Tenemos en el colegio dos casos próximos, dos de las profesoras (ex-alumnas ellas) están en edad casamentera, y en plena búsqueda además. Así que tengo referencias de primera mano. Parece ser que una de ellas ya ha conseguido cerrar los detalles, lo mismo en unas semanas habrá post sobre ceremonias nupciales (!). La otra se ve que no está teniendo tanta “suerte”.

Como quizás algunos sabréis, aquí los matrimonios no son lo que pedantemente podríamos calificar “por amor”. Salvo en casos excepcionales (en grandes ciudades y en determinadas clases sociales), los matrimonios se conciertan siempre por las familias. El otro día, en el periódico, sección de contactos (vaya, aquí ya hasta desvelo mis hábitos y vicios de lectura, jaaa), vi varios anuncios en ese sentido. ¡Atención!, el anuncio no está escrito por la novia o el novio, son los padres los que ofrecen: “posible novia, 22 años, tal educación, vive no sé dónde. Interesados contactar en…”. El tono de subasta de carne es inconfundible. Probablemente la interesada ni esté al tanto. Uno lee por ahí que en realidad esto es una prueba de amor por parte de las familias, que como lo del matrimonio es “para siempre”, mejor que sean los padres los que elijan a los candidatos adecuados, cómo una criatura tan joven va a saber lo que es bueno para ella. Gilipollez solemne que he leído en un artículo escrito por una occidental, que apela a que hagamos el esfuerzo por entender la cultura india. Pues lo siento, me considero bien flexible con los hábitos de aquí, pero ruedas de molino no, oiga. Vale, acepto que sea tradición secular, costumbre, hábito cultural, etc. Pero no me pidan que encima que aplauda y diga amén. Ay, que tenía que ser neutral, lo siento.

Porque en realidad la clave de todo esto es una cuestión económica, de un calado insospechado, además. En las negociaciones previas al matrimonio, además de la afinidad de los candidatos y de las posibilidades materiales de los mismos (educación, trabajo), la dote es elemento fundamental. En fin, tampoco me voy a poner a radical, que lo de las dotes en España tampoco nos queda tan lejos en el tiempo. Pero lo que me ha sorprendido es conocer los detalles, y el impacto que tienen en la vida de estas gentes. Digamos, por ejemplo, que estamos con una familia de “clase media”, el padre es profesor y gana unas 7000 rupias al mes. Tiene tres hijas y el plan de casarlas a todas. Pues bien, que vaya preparando ¡como 200.000 rupias por cabeza! Sacad la calculadora, que a mí no me salen las cuentas. Es una cantidad disparatada, me cuentan que un padre en esa situación se dedica a ahorrar, cada mes, como 4000 o 5000 rupias (¿y de qué comen?). Ah, y eso, desde que la niña nace, por supuesto. Si tienes más de una hija, la ruina total. Aunque hay soluciones: puedes vender la casa y mudarte a una cabaña de barro (no bromeo), si tienes hijos puedes dedicar la dote obtenida en su matrimonio para financiar la de las hermanas, etc. Hay, claro, soluciones más dramáticas, como demuestran unas estadísticas que he leído por ahí en las que se comprueba que el porcentaje de abortos es mucho mayor entre bebés de sexo femenino. Abortos sospechosamente sobrevenidos al conocer el sexo de la criatura. El importe que señalo arriba no es estándar, depende de la clase social, de los estudios: en los poblados, me dice Didi, no suelen entregar dote (claro, no tienen dónde caerse muertos). Pero si por ejemplo tu chico tiene estudios y buenas perspectivas profesionales, entonces estás en disposición de exigir una dote mayor. Pero si es tu hija la que tiene estudios, parece natural intentar casarla con alguien de su misma posición, lo que encarecerá el asunto. Pescadilla que se muerde la cola y que explica en parte el poco interés por que las chicas estudien carreras universitarias, al contrario que los chicos. Por cierto, las dotes están prohibidas legalmente (ja-ja-ja).

Por si el nivel de indignación del lector no es todavía suficiente, permitidme que añada algunos detalles más. Hay una noción que circula por ahí, la de dowry deaths, que consiste en lo siguiente: en determinado momento, ya casados, la familia del novio decide que la dote es insuficiente. Entonces reclama a la familia de la novia. Si éstos no se retratan, hay varias respuestas posibles, que van desde el abandono (deshonrada, ya no virgen y con poco futuro) al más habitual, que consiste simplemente en quemarla viva. Se suele hacer con queroseno y en la cocina, puede ser el marido o alguno de sus familiares. En las fichas policiales suele quedar registrado como accidente doméstico, o bien suicidio. No digo que esto sea práctica habitual, pero al parecer no es tan extraño. Pero vamos mejorando, parece que, al menos, lo de quemar a la viuda en la pira funeraria del marido ya es costumbre casi desterrada.

En principio, la idea de la dote, como en otras culturas, es disponer de un dinero que permita iniciar un negocio, comprar una casa, en fin, construir un futuro para la pareja. Pero recuérdese que lo habitual aquí es que la novia se traslade, tras la boda, a la casa de los padres del marido, para convertirse en una especie de criada a las órdenes de la suegra, el marido y el resto de la familia. Y en general la dote queda en manos de la familia del marido. Lo que en principio no resulta malo, porque podría mejorar las condiciones de vida en su nueva casa, pero muchas veces la familia hace uso de ese dinero para otros menesteres, como por ejemplo reciclarlo para financiar la boda de una de las hermanas del novio. En fin, quizás alguien tenga una versión distinta del asunto, pero a mí me parece todo espantoso.

Dejadme que concluya describiéndoos el proceso previo al matrimonio, del que tengo las referencias de primera mano que mencionaba antes. Los padres de la novia, o quizás del novio, andan buscando candidato/a. Se fijan en alguien y entonces organizan un encuentro entre la pareja, que suele celebrarse bajo la estricta mirada de familiares. Si la cosa funciona, entonces las familias reanudan los contactos, negocian, regatean y, si hay acuerdo, la boda se celebra. En cualquier momento el proceso se puede interrumpir, bien porque al novio no le guste la chica, bien porque la dote se considere insuficiente (nótese que no he mencionado la libertad de la chica para cancelar el asunto). En fin, podría ser peor, en algunos casos la novia ni conoce al novio, o se arregla la unión cuando la novia es todavía menor, para terminar celebrándose al cumplir la mayoría de edad. Pritilata, una de las profesoras, tenía encarrilado el asunto, ya se oían campanas (o lo que suenen por aquí) de boda, pero hoy nos hemos enterado que el asunto se ha cancelado (sospecho que en la etapa de negociación familiar). Por el contrario, en el caso de Sibani, que había sido rechazada tras la entrevista por un par de candidatos (andaba la mujer medio apesadumbrada), parece que hay buenas noticias, y que sus padres han encontrado un tipo con el que parece se llegará a buen puerto. Pero estaremos atentos, porque esto da muchos bandazos.

En Kolkata estuve discutiendo con Lara de estos asuntos, ella sostenía que las Didis no ponen mucho interés ni facilitan las bodas de sus niñas porque, en realidad, lo que quieren es que se conviertan en monjas como ellas, o que se queden trabajando aquí en otras funciones. Es posible que algo de este proselitismo exista. Pero lo cierto es que, tras conocer todos estos detalles, empiezo a entender la salida elegida por Vratiisha o por Toparati. Es dura, la vida de la mujer en la India.

El valor del dinero

Hola de nuevo, he estado un par de días ausente de esta ventanita, en parte porque me quedé algo seco tras la trilogía kolkateña, en parte porque hemos tenido unos días de calor absolutamente agobiante. Antesdeayer tuvimos ¡46 grados!, y ayer, más o menos la misma temperatura, con el añadido de un bochorno espantoso (amenazaba tormenta pero, ay, ni una gota cayó). No recuerdo haberlo pasado tanto calor nunca, solo subiéndome al tejado he conseguido dormir algo, las habitaciones son un auténtico horno. Pero al menos he aprovechado para ir preparando los perfiles y las fotos de las niñas que formarán parte del proyecto de padrinazgo, ya sabéis, lo de los coros y danzas de la sección femenina. Aunque algunos de vosotros ya me habéis hecho saber vuestra intención de participar, para no confundirme ni olvidar a nadie, querría que -los que sigáis interesados- me mandárais cuanto antes un mail (a la dirección de la uam, o a la de afi) incluyendo vuestro nombre y la dirección de correo electrónico que queréis utilizar para estos menesteres. Os recuerdo que el coste por niña es de unos 35-40 euros por el curso completo. Gestionaremos el resto de los detalles ya por mail.

Justo a esta cuestión, los dineros, quiero dedicar este post. Como sabréis, la moneda de la india es la rupia, rupee dicen por aquí. Un euro vienen a ser como unas sesenta y pico rupias, en función del cambio diario. Mi cuenta mental es que 1000 rupias son como 15 euros. Circulan por aquí, que yo haya visto, billetes de 5, 10, 20, 50, 100, 500 y 1000 rupias. Todos ellos con la efigie de Mahatma Gandhi, solo se distinguen por el color y tamaño. En realidad, los que sobre todo se manejan son los de 10 y 20, así me encuentro a veces en los bolsillos con unos fajos de billetes que parezco el Jesús Gil local. Como el primer día que fui a cambiar dinero al banco, cuando salí de allí que parecía un contrabandista de dinero, con la mochila cargada con los fajos que me había entregado el inefable contador de billetes. Claro que en las siguientes veces pedí que me dieran billetes mayores, y en qué mala hora: resulta que, por ejemplo, un billete de 1000 rupias (como 15 euros) es una especie de fortuna, y en pocos sitios puedes utilizarlo. Como si fueran los Bin Laden morados, vamos. Los de 500 aun cuelan, pero con apuros, te miran con mala cara.

Esto puede daros una idea de las diferencias de precios. Aquí casi todo es extraordinariamente barato, en comparación, por supuesto, con nuestros estándares. Por ejemplo, un saco de patatas de 50 kilos viene a costar menos de 400 rupias, como 6 euros. No recuerdo a cuánto estaba el kilo de patatas en España, pero… Los taxis de Kolkata salían por entre 150 y 300 rupias (esto último, si era al aeropuerto). Os dejo ya a vosotros hacer los cálculos. Pero por aquí es todavía más barato, si pedimos un coche para ir de compras a Purulia (una hora de ida, más otra de vuelta, y además el chófer nos espera todas las horas que haga falta, que al ritmo que funciona todo aquí, nunca bajan de 5 o 6), nos sale por unas 600 rupias. Para ponerlo en contexto, un profesor puede ganar entre 5000 y 10000 rupias al mes. Un médico, como el doble (más si trabaja privadamente). Pero algunos de los padres de las niñas de aquí ganan entre 1000 y 2000 rupias al mes (el coste de la escuela, comida, alojamiento, educación, etc., es de unas 1000 rupias al mes). Las mujeres que cargaban ladrillos, si tienen trabajo todos los días, pueden llegar a las 300 rupias al mes. Cuando a veces me preguntan por los precios en España, apenas me atrevo a dárselos, no creo que los entendieran. En realidad es difícil comprar alguna cosa que supere las 100 rupias. Porque además casi todo va en envases pequeñitos: los desodorantes, champús, etc., casi parecen más las muestras que te regalan en el Gilgo de turno. Por cierto que casi todos los productos llevan el precio impreso en los envases o en las cajas, no ha lugar al regateo en la compra diaria (otra cosa, por ejemplo, eran los taxis en Kolkata o, imagino, las compras en lugares turísticos). Compramos casi todo en unas tiendas de convenience, a mí me encantan, son como las antiguas tiendas de ultramarinos, igual puedes comprar mantequilla que cuadernos o productos de limpieza. Todavía sigo traduciendo mentalmente a euros, pero cada vez con más frecuencia empiezo a pensar en rupias, y así me escandalizo cuando me informan de que algún producto cuesta 65 rupias, ¡qué barbaridad, cómo esta la vida, me voy a otro sitio, a ver si lo encuentro más barato! Luego, por el camino, lo traslado a euros y me suelo castigar con un coscorrón. Otras cosas, sin embargo, cuestan más o menos lo que en Europa: los ordenadores, por ejemplo, o en general las cosas de electrónica. Por el contrario, las llamadas de teléfono son baratísimas, una de móvil a móvil puede salir por menos de una rupia.

El espíritu general es de una austeridad (obligada) absoluta. Como os decía en algún otro post, casi todo se reutiliza, nada se tira, y todo se emplea con un cuidado extraordinario. Lo que ha dado lugar a algún desencuentro. Resulta que las Didis, que al espíritu general añaden el voto de pobreza (y la prohibición de tener posesión alguna), tienen una especie de almacén en el que guardan todas las cosas que han ido dejando los voluntarios que por aquí han ido pasando, que han sido bastantes. Es casi una reacción refleja: compras algo, se lo das, y en lugar de utilizarlo, simplemente lo almacenan. Yo conozco ese repositorio de objetos solo por las referencias de Arni, porque no estoy autorizado a visitar sus habitaciones, pero me cuentan que es un auténtico bazar. Una anécdota, para ilustrar, lo que podríamos considerar el primer caso de mi hipotético inspector indio: el caso de las pinzas desaparecidas. Yo observaba cada mañana cómo las niñas colgaban la ropa que lavan en unas cuerdas, y cómo con frecuencia el viento las acababa tirando al suelo. Así que un día me decidí a comprar un buen número de pinzas, sencillitas, de plástico, a menos de una rupia la unidad, las que calculé eran suficientes para atender a todo el colegio. Pero pasaban los días y veía que no las utilizaban. ¿Por qué?, porque acabarían despareciendo, me dijeron, o perdiéndose. Así que allí estaban, en el misterioso agujero negro de la habitación de las Didis, esperando a qué sé yo. Antes no usarlas que perderlas. Definitivamente, una manera tan diferente de pensar… Tuve que reclamarlas y ponerlas yo mismo en las cuerdas, pero aún no todo el mundo las utiliza. Aunque cada mañana yo me ocupo de ponerlas sobre las prendas que no llevan, al final conseguiré que se acostumbren a usarlas, no dudéis que ganaré esta batalla :) Otro ejemplo: compré un día unos platos metálicos, de los que usamos para comer aquí, creo que 6 u 8. ¿Qué haríamos en España?, ponerlos todos en la cocina e ir utilizándolos aleatoriamente (en mi caso, según se fueran amontonando en la pila, sin lavar, jaaaa). Pues aquí no: primero, los platos nuevos solo los usamos Arni y yo, las Didis siguen utilizando los antiguos. Pero además ya he descubierto que son siempre los dos mismos platos, los otros deben de aguardar, encerrados en algún lugar, a que se estropeen éstos, imagino.

Las niñas que hay en el colegio son de diversas clases sociales. Las hay que son hijas de médicos (como Ruzsa, hija de dos ginecólogos de Kolkata, que parece ser que acabó encerrada aquí porque andaba zascandileando en exceso con chicos; tiene un inglés excelente, el mejor de aquí sin duda, y sospecho que debe de ser duro para ella haber cambiado una cierta alta sociedad de Kolkata por este lugar perdido en medio del campo). Otras son hijas de profesores o policías, que vienen a ser la clase media de aquí. Éstos son los casos en los que los padres pagan por la educación de sus hijas, con más o menos generosidad. El resto no tiene dónde caerse muertas. Los padres sobreviven como pueden haciendo trabajos temporales, o cuidando cabras. Muchos de ellos son de los poblados cercanos, aunque los hay que incluso viven en otros estados, algunos lejanísimos, me pregunto cómo acabaron aquí. Finalmente, hay también algunas huérfanas, aunque no tantas como creía al principio. Aunque en la práctica es como si lo fueran, porque sus familias no pueden hacerse cargo de sus gastos, y todo corre a cargo de las Didis; en realidad, sospecho, de las aportaciones que van dejando los voluntarios, tanto cuando vienen por aquí como ya desde sus países de origen (el caso de mi compatriota alicantina es especialmente relevante en eso). No es muy difícil distinguir las que provienen de clases “acomodadas” de las que tienen origen tribal, aunque solo sea por las distintas tonalidades de piel. Aunque imaginaréis que entre mis favoritas están varias de los poblados, como Nilima. Las nenas van casi todos los días vestidas con el mismo vestidito, me conozco el blanco de Rumpi, el gris de Lakhi, el naranja de Onupriya… aunque, según Arni, en sus habitaciones guardan algunos más, pero no los utilizan salvo en las ocasiones señaladas, supongo que en otro ejemplo de austeridad tal y como se entiende aquí. Las Didis me dicen que, para las labores diarias en el colegio (que son muchas y muy exigentes), no se hacen distingos entre las que pagan por su educación y las que no; pero yo no acabo de estar convencido del todo. Queda pendiente el post con la descripción detallada de sus actividades diarias, dinámica entre las niñas, hábitos de higiene, etc., que todavía tengo que documentarme más.

Ésta en la que vivo es una zona bastante pobre, aunque sospecho que no se aleja mucho del nivel medio en la India. Solo en las ciudades grandes encuentras sitios que podríamos calificar de lujosos, como los que os describía en Kolkata. Pero no sabría decir qué porcentaje de la población tiene acceso a ellos, supongo que una pequeña minoría. Leo en los periódicos que en ciudades como Mumbai, Delhi o Hydebarad, en torno a esos Silicon Valleys de tecnología que se han ido desarrollando en los últimos años, está surgiendo una nueva clase media acomodada, que empieza a disfrutar de los lujos del consumismo y que, por el camino, está rompiendo con algunas de las tradiciones de esta sociedad, como la de los matrimonios concertados (asunto sobre el que os prometo que escribiré un post que, quizás, os ponga los pelos de punta) Pero no dejan de ser una minoría. Yo por aquí solo he alcanzado a ver algunos comerciantes con posibles, un cierto porcentaje que va tirando como puede, y una inmensa legión de pobres de solemnidad, una pobreza que escapa a toda descripción. Una legión que sospecho no conoce, más allá de la escala de las 10 o 20 rupias, el valor real del dinero, simplemente porque no saben de él más que por referencias.

Kolkata: la segunda oportunidad (III)

Calcuta Wars. Episodio 3. El final de la historia

Algo avergonzados por la exhibición de lujo y bienestar de la que habíamos disfrutado durante unas horas, decidimos completar el periplo por Kolkata visitando otros lugares de interés. Que tampoco son muchos. Algún templo destacable, pero Lara ya se había hinchado a ver templos en su viaje y no estaba mucho por la labor, y sobre todo el Victoria Memorial, impresionante construcción de mármol blanco que data de los tiempos gloriosos del Imperio, y que se sitúa en un inmenso parque en apariencia muy paseable. Aunque lo único que vi pasear por allí fueron rebaños de cabras, que no parecían tener mucho respeto por la suntuosidad del lugar. Tampoco es que la temperatura invitara a vagabundear, y reconozco que vimos aquello desde un taxi que, veloz y con las ventanillas abiertas, nos aseguraba una brisa reconfortante. En realidad parte del plan de mi visita a Kolkata era que Lara me contara algunos detalles de su viaje, que me diera información sobre lugares de la India que conviene visitar en ese tour que pienso hacer cuando finalice mi estancia aquí, allá por finales de mayo. Por ahora, mis planes no pasan del imprescindible, aunque clásico, triángulo Delhi-Agra-Jaipur. Aunque, en función del tiempo de que disponga, y sobre todo de la temperatura que me acompañe por entonces (que sospecho será de horno crematorio), quizás me anime a internarme en el Rajastán o, mas probablemente, me escape hacia el Norte, en busca de lugares más fresquitos. Pero al final nos enrollamos a hablar del colegio, de las nenas, y sobre todo a urdir los planes de secuestro de Rupa, que ella se me disputa su afecto, un año en Brasil y otro en España, acabamos acordando. Buscamos un rato para consultar el correo electrónico en un cyber-café (jaaaa, ni café ni cyber, un chamizo ante el que los locutorios de Embajadores, mi barrio, parecen lujosos palacios), y allí encontramos algunos otros viajeros occidentales, no sé si eran turistas o voluntarios, porque reconozco que traté de evitarlos, como queriendo decir eh!, que yo ya estoy de vuelta, soy medio indio, no necesito mezclarme con novatillos ;)

Se nos hacía tarde, y teníamos que volver a Howrah a comprar mi billete y luego ir al aeropuerto para que Lara cogiera su avión. A esas alturas andábamos los dos sudando como pollos, así que decidimos buscar en la estación un lugar donde tomar una ducha, o al menos refrescarnos. No sé qué encontraría Lara en la sala de espera, second class waiting room, de señoras (todas las estaciones tienen estas salas, apenas una habitación, generalmente petada, en la que la gente se tumba a dormir en el suelo o en los banquitos de piedra que la circundan; cuenta también con servicios, en los que hay que pagar una rupia si vas a usar las letrinas; las aguas menores van gratis), pero yo me asomé a los servicios de la sala masculina, a la ducha… y en fin, decidí que otra vez sería. Para no parecer un guarro, le hice creer a Lara que ya tomaría mi ducha cuando volviera a coger el tren, pero ya sospechará el avispado lector que nunca ocurrió tal cosa, y que fié mi suerte a la posibilidad de que, en el maremagno de olores del tren, el mío (que, pese a las masivas aplicaciones de desodorante, ya empezaba a ser sospechoso) no destacaría especialmente. Tras discutir acaloradamente la tarifa del taxi (en la foto, el tonto que saluda brazos en alto soy yo), nos encaminamos al aeropuerto: íbamos medio justos de tiempo, y nos topamos con un atasco monumental, en ocasiones generado por agitadores electorales que, megáfono en mano y en medio de las calles, arengaban a las masas a no sé qué movilizaciones. Ya escribiré un post sobre los hábitos de conducción aquí, porque la cosa lo merece, pero el taxista éste se salió, empleándose a fondo en una conducción temeraria, rayana en lo delictivo, que milagrosamente no causó victima alguna, pero que consiguió que llegáramos a tiempo al aeropuerto. A éste le das un buen coche, da igual que no lleve los difusores de los Brawn ni el KERS, y se lleva por delante a Alonso, Raikkonen y Massa juntos. Al llegar al aeropuerto, giró la cabeza y nos sonrió; pálidos como estábamos, todavía reponiéndonos del carrerón, creímos entender que mostraba satisfacción por el deber cumplido. Pero aún no podíamos cantar victoria, porque pese a la velocidad supersónica con la que habíamos llegado, apenas quedaban 50 minutos para que partiera su vuelo, internacional por más señas. Así que, mientras yo me iba a recoger apresuradamente (todo lo que la habitual parsimonia de los locales me permitió) sus maletas, que por la mañana habíamos dejado en una consigna, Lara se fue para los mostradores a hacer valer sus derechos. Cuando volví a la terminal, un tipo de la compañía aérea estaba en la puerta, walkie-talkie en mano, esperándome para coger las maletas. Final feliz. Y en realidad, hasta divertido. Porque, reconozcámoslo, todos hemos querido ser alguna vez ese pasajero despistado al que se reclama insistentemente por la megafonía del aeropuerto (ay, dónde me dejaría el Whisper XL) y al que, al final, una nube de empleados conduce velozmente por los pasillos hasta llegar a tiempo a subirse al avión. Más sosegado, me volví a montar en el taxi que me trajo, que me condujo de nuevo a Howrah, aunque ya sin ritmos meteóricos.

El viaje de vuelta en tren fue también peculiar. Estaba aparentemente solo en mi compartimento, asiento 49, lo que suponía que tenía una de las literas de abajo (en el de ida había dormido en la intermedia, pero en realidad, por supuesto, ¡lo que quiero es que me toque la de arriba alguna vez!), cuando apareció un señor que, de manera asaz autoritaria, reclamó ese asiento como suyo. Algo azarado, me puse a buscar el billete (por qué será que, cuando uno lo necesita, siempre tarda horrores en aparecer, y te ves obligado a soportar ese rato en el que el revisor te mira de reojo, mientras simula escribir algo en su cuadernillo, como diciendo, vaya, vaya, otro listillo que se ha colado; tú piensas: cabrón, cómo estás disfrutando de mi momento de apuro, así que, cuando finalmente aparece y se lo tiendes, y a pesar de que sabes que es una reacción algo infantil, no puedes reprimir el sentimiento de revancha, toma, qué te creías; peculiar duelo, algo estúpido, entre revisor y cliente, tantas veces repetido). Finalmente, conseguí encontrarlo y él, tras examinarlo cuidadosamente, aceptó que era yo el propietario del asiento, no sin antes hacerme notar que mi nombre no aparecía en la lista de reservas. Más adelante entendería la razón de su minuciosidad. El tipo, de unos 50 años y con un muy buen inglés (entiéndase, para los parámetros locales), se sentó en el asiento de enfrente y me preguntó inmediatamente por mi país de procedencia. Ésta es la pregunta más habitual que te hacen aquí por la calle, cuando alguien se atreve a romper la barrera de la timidez y te aborda. Normalmente, cuando contestas Spain, recibes como única contestación un aaah, Spain, que resume, simultáneamente, la admiración por lo exótico y lejano, y también un cierto reconocimiento de ignorancia, pues la conversación suele quedarse estancada en ese punto, aaah, Spain, se acabó, ya no sé qué más decir. Esto de que aquí no tengan gran estima por el fútbol limita mucho las conversaciones, en otros países siempre está la socorrida continuación del ah, Real Madrid, Barcelona, Messi, Casillas, etc., que me ha dado oportunidad de disfrutar de extrañísimas a la par que apasionantes conversaciones, como aquélla con un mafioso búlgaro en los bajos fondos de Istambul, quien paseaba por allí tras haber cerrado, imagino, algún negocio de trata de blancas, y en la que acabamos hablando del buen corazón (no sería en el campo) de Hristo Stoichkov. Conversaciones simples, sobre los asuntos importantes de la vida, el fútbol, quizás algo sobre tías; vamos, las que nos gustan a los hombres, a quién se le habrá ocurrido inventar conversaciones sobre otros temas, para qué, ganas de liar las cosas :) Pero mi compañero de viaje fue más allá y se interesó por los motivos de mi estancia, el lugar donde residía, etc. En fin, un interrogatorio completo, en el que me pareció percibir algunas cuestiones diseñadas para incurrir en contradicción, de ésas que los alumnos, en los exámenes, bautizan como “las de ir a pillar”. Todas las piezas del puzzle encajaron cuando pasé a la ofensiva y le pregunté por su trabajo: ¡inspector de policía Samir Kumani, jefe de la policía de las Indian Railways en Kolkata! Quien viajaba a Purulia para testificar en un caso de robo de material ferroviario acaecido como 10 años antes (los ritmos de la Justicia parecen ser igualmente lentos en todas las partes del mundo). Como se ve que había superado sin mancha el interrogatorio, iniciamos una interesante conversación, en la que tuve la oportunidad de preguntarle por un montón de cosas, sobre todo las elecciones y la política india, de la que me dio una versión bastante completa, aunque él se confesó firme partidario del Partido del Congreso y mostró ciertas desavenencias con el Gobierno local. Como respuesta a mis preguntas, pero también como indudable muestra de orgullo profesional, pasó a enumerarme toda la lista de crímenes en cuya investigación se había visto envuelto en su trabajo policial en los ferrocarriles. Debo reconocer que la variedad de actividades delictivas, que incluían asesinatos, hurtos de todo tipo, linchamientos, etc., no fue algo que calmara particularmente mi espíritu, sobre todo con vistas a mis proyectados viajes en tren por la India, pero no pude evitar pedirle detalles de los casos más escabrosos. Y allí, sobre la marcha, mientras el inspector desgranaba sus éxitos y fracasos, fue tomando forma una idea, que probablemente nunca se tornará real, pero que por un momento se me antojó excitante: a saber, la de escribir las aventuras y desventuras de un inspector de los ferrocarriles de West Bengal, el trasunto indio de mis héroes favoritos, Montalbano, Brunetti o el mismísimo Kurt Wallander. ¿A que molaría? ;)

En fin, cuántas ganas de escribir sobre las cosas más diversas entran aquí. Ganas como las que han alimentado estos posts, suerte de trilogía de Kolkata a la que doy cierre y finiquito en este punto. Gracias por la atención.

Kolkata: la segunda oportunidad (II)

Previo. Mis queridos lectores, me han llovido palos por el relato con Sunita. No en los comentarios en el blog, pero sí en comunicaciones privadas (con mi entorno más cercano). Sé que no es beatería lo que anima esas críticas, pero resumo las variadas razones en una palabra que ha rondado por ahí: inapropiado. Veréis, cualquier escritor –o aprendiz de brujo en mi caso– que se precie debe enfrentarse en algún momento al relato erótico, más que nada para comprobar lo difícil que es evitar caer en la chabacanería o, más comúnmente, en la cursilería. Aunque probablemente haya caído en ambas, me siento razonablemente satisfecho de lo que salió. Y en todo caso, me apetecía intentarlo. Debo reconocer, además, que parte del interés estaba justamente en mantener la incertidumbre sobre cuánto de real había en él (= nada). Como un relato en este blog necesariamente debe estar ligado al lugar donde vivo, estuve pensando bastante en qué protagonista podía poner. Por razones que ya he explicado –ausencia de otras candidaturas, fundamentalmente– puse a Sunita, y me critican que la haya utilizado sin permiso: ¡inapropiado!, apelando a un sentimiento femenino que no logro entender del todo. En algún momento pensé en no poner nombre alguno, pero entonces habríais pensado que era alguna niña, ¡y la furia de Escrivá de Balaguer habría caído sobre mí!, y con toda la razón (mis amigotes –los cerdos–, además, estarían celebrando el triunfo de sus teorías sobre Duques de Feria). Sé que otras personas, sin embargo, se lo han tomado simplemente como lo que era, veleidades literarias. Por cierto, creo que no hay nada freudiano en la elección de Sunita (aunque ya sé que la conciencia y lo freudiano no se llevan bien), mi relación con ella, que es bien especial, va por derroteros bien distintos a los que el relato sugería. Ahora temo que el post pendiente sobre ella quede contaminado por este episodio.

Pero, ya puestos, reflexiono sobre otro término que ha aparecido en el chaparrón que os mencionaba: falta de pudor. Esto sí que me hace pensar. No tanto sobre el relato de marras, que ya es de por sí bastante impúdico, sino sobre lo que de exhibición personal tiene este blog. En algunos momentos, redactando alguna entrada, he dudado si poner ciertas cosas, quizás demasiado personales. Al fin y al cabo, esto es algo público, cualquier lo puede leer, y no necesariamente alguien con quien yo tenga la confianza suficiente (algunos misteriosos participantes en el blog me tienen en ascuas). Pero en fin, dado que esto es once in a life, creo que no me cortaré en desnudarme en público lo que sea necesario. Cualquier otra cosa sería rebajar su interés, pues creo que una literatura de viajes en la que no se entremezclen elementos personales no pasa de ser mero documental. Sepa el amable y condescendiente lector disculpar estos excesos e interpretarlos en su justa medida.

Retomo ya el post pendiente.

Calcuta Wars. Episodio 2. El lado luminoso

Me había quedado paseando por la Kolkata sórdida, fantasmal y terrorífica. Por el lado oscuro. Pero, repentinamente, me encontré caminando por Park Street, quizás la calle principal, y desde luego la elegante, de Kolkata. Lo de la elegancia hay que ponerlo en contexto, simplemente quiere decir que ya no ves las chabolas o los edificios sucios y medio derrumbados que me habían acompañado hasta el momento (de tan sucios que están, quizás la humedad ayude, me parecía como si los edificios estuvieran quemados; como si un pavoroso incendio, ya hace años, los hubiera calcinado y así se hubieran quedado, ya solo como refugio de almas en pena). Esta calle reúne algunos edificios victorianos, que se alternan con algunas construcciones modernas, todo en una relativa armonía. Las mejores tiendas, librerías y restaurantes, con un aire típicamente occidental, aunque siempre con algún toque local, están aquí. Preguntaba alguien si en Kolkata había transición entre las distintas zonas, y lo cierto es que no, que apenas unos pasos pueden separar el paisaje más espantoso del entorno más apacible. Y aunque todavía se ve algún tullido por aquí, alguno que se escapa de su territorio natural para –quizás- olvidar su realidad por unos momentos visitando ésta, la diferencia es palpable. Me había comprado el The Indian Times, en parte por intentar descifrar el mapa político de las próximas elecciones, en parte por matar el rato (creo que conseguí más lo segundo que lo primero), así que me senté en un parquecillo a leerlo. Y allí me encontré acompañado de señoras que departían amigablemente sentadas en unas sillas, algunos jovenzuelos que se esforzaban en demostrar sus aptitudes físicas marcándose tandas de flexiones en la hierba, quizás con la intención de que estos alardes merecieran la atención de las jovencitas que había por allí (qué quieren, a los hombres a veces nos falta algo de conversación); o señores ya mayores, con pinta respetable, que aparentemente arreglaban el futuro de la India desde sus cómodos bancos. En torno al parque, algunas jóvenes hacían jogging, auriculares en ristre. Si no fuera porque iban vestidas con los coloristas salvacamisas y pantalones tradicionales, no habría notado diferencia con las análogas corredoras del Retiro o de Hyde Park.

Pero ya eran casi las 8 y me tocaba ir al aeropuerto a recoger a Lara. Se trata de un aeropuerto de lo más convencional, salvo por la particularidad de que, flanqueando cada puerta de entrada, encuentras una casamata por la que asoma, entre redes de camuflaje, una ametralladora que ríete tú de las del desembarco en Normandía. A sus mandos, como no podía ser de otra manera, un bigotones. Hay ahora en la India una cierta psicosis con el terrorismo (y bueno, razones hay para ello), y determinadas medidas de seguridad llegan a ser algo extravagantes. Por ejemplo, la necesidad de identificarse al utilizar Internet en el aeropuerto, o la obligación de pagar una cierta cantidad de rupias para entrar al mismo como visitante (aunque esto, más que medida de seguridad, se me antoja impuesto revolucionario). Como ya casi me resultó natural, el vuelo de Delhi llegó con bastante retraso. El tablero donde se anunciaban los vuelos, además, sólo contenía los números de vuelo, no su procedencia, lo que me tuvo un buen rato investigando cuál estaba esperando realmente. Mientras tanto, y a falta de otros entretenimientos, me dediqué a visitar repetidamente los servicios, para asearme, afeitarme y otros menesteres que no será necesario detallar.

Lara, que ha estado unas semanas visitando (compulsivamente) diversos lugares de la India, tenía la clara intención de emplear el día en centros comerciales, en parte para gastar sus últimas rupias, en parte por huir del calor y encontrar refugio en sus aires acondicionados; o, quizás, como revancha por lo insalubre de sus destinos anteriores. Yo, que no tenía más plan que el de acompañarla (tampoco es que Kolkata ofrezca grandes atracciones), y también estimulado por la posibilidad de evitar el aplastante calor, me presté dócilmente. Así que nos fuimos a un mall en Salt Lake City. Que no es la ciudad de los mormones, sino una homóloga a las afueras de Kolkata, una especie de ensanche diseñado con estéticas modernas. Por cierto que Kolkata es una ciudad gigantesca, creo que anda por los 13 millones de habitantes, así que debéis tener en cuenta que los detalles que aquí os estoy narrando sólo cubren una mínima parte de ella; aunque quizás lo suficiente como para hacerse una idea del resto. Aunque era previsible que la ciudad albergara lugares como éste, no dejó de chocarme el contraste, sobre todo cuando unos minutos antes había estado paseando por lo que parecía ser otro planeta. Un centro comercial idéntico a los que podemos ver en España, con sus escaleras mecánicas, sus lujosos comercios, sus restaurantes de comida rápida… Qué extraño se hacía ver todo aquello. Sobre todo, una suerte de Corte Inglés que visitamos posteriormente, a un par de manzanas del primer mall: librería y perfumes, primer piso, electrónica, segundo, última planta, restaurante y supermercado. Todo tan familiar. En el súper, señoras con saris elegantísimos paseaban, cestillo en mano, por las estanterías, buscando la delicatessen correspondiente. Abajo, atractivas vendedoras te instaban a probar el último perfume de Dior. Por cierto, a precios de risa (porque supongo que en estos lugares los productos son reales, no copias). Espero que esto no produzca una avalancha de peticiones de entre mis lectores aficionados a estos lujos, porque debo reconocer que no pude librarme de un permanente sentimiento de incomodidad, que me llevó a no comprar casi nada, salvo un par de deuvedés con películas para las niñas y algún libro, que ya me quedé sin lectura hace tiempo (me voy a atrever a leer a Coetzee en inglés, lo que me tiene al tiempo emocionado y atemorizado). Pensaba para mí que, en cierto sentido, era una bendición que los mendigos y los sin techo no pudieran tener acceso a estos sitios; creo que no entenderían nada. Y para qué añadir, a su sufrida existencia, aires de sublevación. Por cierto que en el restaurante me atreví a romper mi estricta dieta vegetariana y me zampé tremendo pollo Tandoori, especiadito él. Que me sentó de maravilla, pero solo momentáneamente, porque la noche siguiente, ya en el colegio, fue toledana (me encanta esta expresión, ¡noche toledana!, ¿alguien sabe de qué viene?). En qué mal momento se lo conté a las Didis, menudo cachondeo se traen conmigo desde entonces, lo han interpretado como la confirmación definitiva de sus teorías sobre la superioridad de la comida vegetariana, you see, Dada? ¿Será que mi cuerpo ya no tolera el contacto con la carne fresca? Bueno, si es así, espero que esta limitación solo se reduzca a la comida, jaaaaa.

Mis reservas ante el consumismo se vieron vencidas cuando visitamos una tienda cercana, Fabindia se llama, no sé si vendrá de Fabulous India o de Fabricated in India, pero desde luego fabulosa era. Una tienda de ensueño, Lara se volvió completamente majara, y hasta un espíritu ascético como el mío se vio tentado por el demonio; por el momento, lo logré controlar, pero sospecho que el virus ya ha sido inoculado y volveré alguna vez. Saris, salvacamisas, túnicas, pañuelos, alfombras, mobiliario para la casa, en unos colores y unas calidades de asombro (y a unos precios, si bien bastante superiores a lo que he visto en otros lugares, todavía razonables en comparación con los nuestros). Todo, en un ambiente de diseño modernísimo, tipo Hábitat, para hacerse una idea. No pude evitar imaginarme a mi hermana, gritando por los pasillos, completamente enajenada, aaaaay, me llevo esto, y esto también… ¿pero has visto qué túnicas?, ¿y las telas? ¡Blanca!, ni se te ocurra venir por aquí ;)

¡Vaya!, me he enrollado más de lo que creía. No se vayan todavía, ¡aún hay más! Pero será en el próximo post.

Continuará...