Sunita

Mantra:
Babanam kevalam.
Sunita es de seda.

Sunita ha sido un personaje central en este tiempo que he estado aquí, ya lo sabéis. Su nombre ha aparecido en varias ocasiones en este blog, y al menos una vez, ¡con ella llegó el escándalo! Pero, licencias literarias aparte, hoy llega el momento de contaros quién es realmente Sunita. Nuestra cocinera, mi cocinera. Aunque en realidad ella es profesora de costura, pero ahora no tiene clases, así que cuando hay voluntarios en el colegio, ella se ocupa de alimentarlos. En realidad me dicen que no ha ocurrido así con todos, depende de cómo le caigan. Se ve que yo le he caído bien, porque me ha cuidado, me ha alimentado: ha sido una madre para mí. Cada mañana, a mediodía, o ya por la noche, me llegaba su grito, agudo, PabloDada!!, convocándome a la comida correspondiente. Y allí acudía, gustoso, a deleitarme con las excelencias que para mí había preparado: arroz siempre, combinado a veces con patatas (casi siempre, reconozcámoslo, pero, ¡ay!, qué patatas fritas), vegetales variados, algún toquecito de mango dulce, o los maravillosos puris, una especie de crepes que me han enloquecido. Tanto, que he llegado a batir el record mundial (o al menos el regional, Khatanga village, Purulia District): creo que lo dejé en 34 una noche. Porque Sunita me los cuenta: en silencio, como distraída, sentada frente a mí, desgrana la cuenta mentalmente: uno, cinco, diez… How many, Sunita? Noooo, Dada, no counting. Sonrisa avergonzada. Hey, Sunita, come on, how many? Dada, thirty! Sonrisa desplegada. Orgullo de cocinera. Dada, more? Sonrisa pícara. Sure, Sunita, give me three more!

Sunita es elegante. Es guapa. No camina, se desliza por los pasillos. Pero una sombra de tristeza la persigue.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.


Creo que Sunita tiene como 35 años. Y por lo que me han contado, una vida dura a sus espaldas. Lo que sé de ella me lo ha contado Didi, porque Sunita no sabe mucho inglés. Nos manejamos con un vocabulario básico, muchas sonrisas, abundantes gestos, varios sobreeentendidos y unas pocas complicidades. Su desgracia empezó a los 15 años, cuando la casaron con un hombre de casi treinta. En fin, nada extraño en aquellos tiempos. Unos años después, al tipo le dio por encapricharse con otra, creo que Sunita los llegó a pillar juntos un día que volvía a casa. Ella, claro, exigió que la echara de allí. ¿Saben cómo se resolvió el asunto? Unos días después, el marido intentó matarla en la cocina, lanzándole ácido a la cara. En esta tierra va todo al revés: la traicionada paga el precio de la traición. Pero sobrevivió, o escapó, qué sé yo, sin aparentes heridas. Y pudo divorciarse. En la India el divorcio, aunque es legal, es sinónimo de vergüenza y desgracia. Sobre todo, entre la casta de los brahmines, la superior, a la que Sunita pertenece. Solo en casos flagrantes como éste parece ser –más o menos- aceptable. El resto de la historia es algo confusa, me la contó Didi muy al principio, cuando aún no le había cogido el truquillo a su extraño inglés. Parece ser que Sunita se casó de nuevo, pero su segundo marido se volvió loco al poco tiempo, y por ahí anda, no sé si encerrado o qué. Los renglones de la vida de Sunita se torcieron en un cierto momento. Quizás Baba interceda y consiga algún día que recupere la sonrisa. Yo creo que sería lo justo. Pero por si acaso, lanzo desde aquí mi maldición al canalla que llevó la desgracia a su vida.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.
Solo a veces sonríe.

Cada mañana, mientras remoloneo en la cama, o desde el tejado, mientras el colegio bulle de actividad, aguzo el oído para intentar captar el espíritu de Sunita. Hay algunos días en que me llega desde la cocina su canto suave y alegre, mientras prepara el desayuno. Entonces me visto rápido, corro a la cocina y desde la ventana la saludo, good morning, Sunita, good morning, Dada. Happy today?, y ella me devuelve una sonrisa por respuesta. No hace falta más. Otros días, sin embargo, por mucho que me esfuerzo, no me llega nada. En esos días no vale la pena correr. Luego, ya en el desayuno, la miro, le pregunto, y me dice bad, Dada, headache! Ella lo llama dolor de cabeza, pero yo sé que es tristeza. A pesar de eso, le suministro, a escondidas y con precaución, mis paracetamoles y mis ibuprofenos. A escondidas de Didi, que no es mucho de medicina moderna. Con precaución, porque sé que, pese a que le insisto en que los dosifique, ella se tomará dos o tres a la vez. Quien sabe, quizás sirvan también como analgésicos para el alma.

Sunita es dual. A veces es como una niña feliz. Como cuando jugamos al parchís (Ludo, lo llaman aquí), y a sabiendas dejo pasar una oportunidad de comerme una de sus piezas, haciendo como si no me hubiera dado cuenta. Dada, look!, señala la oportunidad perdida, y se ríe feliz, como la niña que quizás no le dio tiempo a ser. Le pido explicaciones, Sunita!, abro los brazos, como diciendo eeh, eso se avisa, y pongo cara de indignado. Aaahh, Dada, no, no, y se ríe más, echando la cabeza para atrás y achinando los ojos. O como hoy mismo, cuando le di mi regalo de despedida. Una armonía, o como se diga en castellano, ese teclado-acordeón que usan aquí para acompañar los cánticos. Fue, por cierto, sabio consejo de Didi, cuando le pregunté que podía regalarle: será para siempre y le podrá servir para dar clases; ¡convencido! Porque Sunita canta muy bien, y quizás con esto pueda ganar algo de dinero enseñando a las niñas. Sus ojos chispeaban acariciando las teclas relucientes.

Pero en otras ocasiones la veo vagar por el colegio, alimentando con desgana a los perros, o frente a los fogones, dejándose llevar por la melancolía. Yo no sé si es feliz aquí. Creo que echa de menos su casa, su té, sus tortillas por la mañana. En algún momento Didi la rescató, pero no sé si al final esto acabará convirtiéndose en una cárcel, en la que tiene que seguir los hábitos de los Ananda Marga, sin compartirlos. Didi y ella son amigas hace mucho tiempo, una de esas amistades que crecieron por azar, coincidiendo cada día en el autobús, camino del college Didi, de la academia de costura Sunita. De las que se construyen primero con sonrisas furtivas, luego, un día, compartiendo asiento, una conversación intrascendente; finalmente descubriendo afinidades y simpatías. Me gustan ese tipo de amistades, tan improbables. Didi quiere que se vuelva a casar, y bromeamos mucho con ello. Yo le ofrezco al inefable profesor de tabla, Sunita se ríe, nooo, Dada, no good smell (el tipo es verdad que canta de lo lindo). Didi está pensando en el padre de Rupa. Al fin y al cabo, ya es como una madre para Rupa, así que sería solo añadir una ceremonia y una firma. Por cierto que desde hace un par de días el padre de Rupa anda por el colegio de visita. Parece un buen tipo, Rupa no se ha despegado de él, y me lo muestra orgullosa, Dada, my dad, cogida de su mano (quizás después de todo no tenga que raptarla).

Si Baba juega realmente a los dados, quizás sea hora de que la suerte le sonría a Sunita. Para que así ella pueda sonreir el resto de su vida. Se lo merecería.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.
Solo a veces sonríe.
Debería hacerlo siempre.

En la playa (II)

Pros y contras, yin y yan, haz y envés, la fuerza y su reverso tenebroso… materia y antimateria, lo blanco y lo negro… ¡incluso tigres y leones! (los de Torrebruno, digo, todos quieren ser los campeones)… los opuestos, la contradicción que mueve el mundo… Uy, ¿pero qué llevan estos cigarrillos que me han dado?

Como cualquier ente pensante sabe, todo episodio de felicidad viene siempre acompañado de algún detalle no tan placentero. Y a esas circunstancias, que adelanto ya que consiguieron hartarme -o, en versión más precisa, que estuviera hasta los huevos-, voy a dedicar esta segunda parte. Aunque antes permitidme que me recree en alguno de los momentos agradables que apenas esbocé en la primera parte.

(Por cierto, ya sabéis por qué no pude terminar el post, K. se ha encargado de desvelarlo. ¡Pero es que venía acompañada por sus secuaces, todas ellas vestidas tan provocadoramente! Y, claro, no iba a dejar de atender como se merecían a tan excitantes visitas. Vaaale, mejor dejo de darle caladas a esto, pero oye, de primera calidad, ¿eh?…)

Retomo la narración, más que nada porque quiero incluir un par de fotos que se quedaron pendientes, como ésa en la que se ve a Rupa girando a velocidad endiablada y feliz en su columpio. O la de la colorista tripulación de una de las barcas que participaron en la que la Historia conocerá como la Gran Batalla Naval de Digha, ríete tú de Salamina o Lepanto. No me diréis que no impresiona la estampa del Capitán Kenny arengando a la tripulación, vamos, mis valientes, que son pocos y cobardes. Por cierto que, aprovechando la impericia de Didi al timón, no hacían más que dar vueltas en torno a sí mismas, les hicimos un par de abordajes traicioneros que casi las llevan al naufragio. Didi me miraba medio sonriendo, aunque seguramente se estaba acordando de mis antepasados, mientras mis marineras se tronchaban de risa. Para algo tenía que servir mi instrucción naval en las barcas del Retiro. O esa última foto en la que se puede apreciar la entrada a la playa, a primera hora de la mañana, con las dos deidades saludando ceremoniosamente a los posibles bañistas.

¿Y por qué hasta los huevos? Por la misma razón por la que hemos estado ¡seis! días sin luz en el colegio, y nadie ha movido un dedo para arreglarlo, llamar o protestar… ya volverá, parecen pensar. Por la misma por la que ya he dado por perdida definitivamente la batalla de las pinzas: salvo en la mañana en la que nos íbamos a Digha, cuando las amenacé en broma con no llevarme a quien no las usara, y las niñas se lo tomaron en serio, apenas unas cuantas las usan con regularidad… y la ropa sigue cayendo al suelo. Por exactamente la misma que un simple embudo que compré para que llenaran las botellas con el agua que sacan del pozo ha dejado de usarse, pese a que allí al ladito lo tienen. Porque no hay quien luche aquí contra la inercia, la rutina o la costumbre. Da igual que la novedad sea objetivamente buena o mejor, no es parte de lo habitual, así que para qué.

En el viaje tuve varios episodios de desesperación. Cada decisión, cada negociación que emprendíamos, era una pesadilla. Sería largo y aburrido detallarlas todas. Pero me encrespé cuando las Didis no perdonaron ni una sesión de meditación (¡pero acortadla al menos!), restando así horas de disfrute de playa. Me irrité cuando algunas de las niñas se quedaron durmiendo en lugar de ir el sábado por la mañana a jugar a la playa (seguramente será la única oportunidad que tengan en sus vidas). Me cabreé cuando los conductores trataron de decidir qué sitios y en qué orden debíamos visitar (pero coño, ¿aquí quién paga?). Me enfadé cuando tuvimos que irnos al otro lado de Digha una día para comer porque las Didis no se fiaban de que otros sitios fueran fully vegetarian (es decir, que no usaran ni cebolla ni ajo), cuando en sus casas las niñas comen de todo. En fin, me molesté con todas las decisiones que se tomaron atendiendo a costumbres, hábitos o rutinas en lugar de pensar en lo que a las nenas les haría felices en esta oportunidad única.

Mención especial merece el “acoplado”. El tipo en cuestión es un chaval de unos veintitantos, que hace unos años estuvo dando clases en el colegio; ahora creo que trabaja en la escuela primaria. Yo lo había visto un par de veces, se manejaba con el inglés y parecía tener buena pinta. Su mujer, que por cierto está como un queso, sí que es profesora aquí. Y como mi idea era llevar a la playa a todos los que forman parte del colegio, le dije a Didi que podía invitarla también (espero que ningún malpensado deduzca que sus cualidades queseras tuvieron algo que ver con mi oferta). Como ella no podía ir, porque tiene un nene pequeño, le pidió encarecidamente a Didi que se llevara a su marido. Pues venga, vale, no viene a cuento, pero que se apunte, al menos echará una mano. Por cierto que durante la preparación del viaje, en algún momento me comentó Didi que si nos podíamos llevar al padre de Shibani, un matusalén que hace guardias por la noche en el colegio. El hombre argumentaba que le habían dicho que Digha era muy bonita y que no quería perdérselo. Me costó cierto esfuerzo convencer a Didi de que, aunque el razonamiento del tipo era plausible, allí no pintaba nada. Volviendo al marido de la profesora (que no de la peluquera): el pollo dio toda una lección de cómo son los hombres hindúes. Recuérdese que iba allí para echar una mano. Pues no, con tantas mujeres alrededor, para qué hacer nada. Y en lugar de ocuparse de ayudar en la organización, cuidar de las nenas o tareas semejantes, el tío, con todo el morro, se metió en la habitación, enchufó la tele, y allí se pasó los dos días. Sin moverse. ¡Si es que hasta hubo que llevarle la comida y la cena a la habitación! Cuando al día siguiente de una de las cenas se quejó de que no le habíamos llevado suficiente comida, Didi me tuvo que parar, porque me lo comía. Uff, me estoy irritando sólo de recordarlo, no he visto nunca un morro semejante. Me quedé con las ganas de tirarlo al mar, hala, majete, hínchate a Digha.

El esperpento final sucedió en Purulia, cuando volvíamos. El autobús que nos llevó a la playa era demasiado grande para surcar los caminos que llevan al colegio, así que teníamos un problema. Llegamos a la estación y nos pusimos a negociar con el dueño del artefacto, a ver si podía conseguirnos un autobús más pequeño. Curiosamente, aunque ambos hablaban inglés, Didi y el tipo se pusieron a discutir los detalles en bengalí. ¡Pero si era yo el que pagaba y el que tenía que decidir! Al rato, el acoplado decidió que ése sí que era un buen momento para participar en la excursión y se metió por medio. Lo mato, quítadme a este tipo de enmedio o lo mato. Me alejo un rato, para no cabrearme, y cuando vuelvo descubro al tipo del autobús clamando a gritos: ¡yo llevo 20 años en este negocio y aquí se está dudando de mi honestidad! ¿Pero qué había pasado entre medias? A todo esto, como es costumbre aquí, en torno a nosotros se habían arremolinado como diez mil indios, a ver qué se cuece. Para cocciones, las de las niñas, que mientras tanto seguían metidas en el autobús. ¿Pero es que nadie piensa en ellas? Así que tuve que coger al tipo, llevármelo a un lado, y decirle tío, esto me lo resuelves pero ya, búscame un autobús inmediatamente que las niñas ya no pueden más. Y así fue, al rato teníamos el vehículo. Pero creo que si no hubiera intervenido aún estaríamos discutiendo de honras, dineros y autobuses.

Todos estos episodios, y alguno más que os ahorro, consiguieron que volviera de Digha echando chispas. Y lo que siguió no hizo sino aumentar mi irritación. Por ejemplo, al día siguiente llevé a Rina al médico a Purulia. Rina es una preciosidad, pero tiene un ojito con el párpado un poco cerrado. Cuestiones estéticas aparte, se me ocurrió que quizás eso podía estar afectando a su visión, así que la llevé al oculista. Después de hacer una cola interminable (yo ya iba flamenco, os recuerdo), tras pagar 150 rupiazas por la visita (que en euros no es nada, pero aquí es una pasta), entramos a la consulta, el tipo la mira, medita un instante y declara, satisfecho: es un problema de nacimiento. ¡Coño con el Sherlock Holmes!, a que le meto una hostia encima, que eso ya lo sé yo, ¿quieres mirarla con los aparatos? Y nada de comprobar si ve bien las letritas de los carteles, anda, pon en marcha la maquinita de los rayos, que para eso la tienes. Así, persiguiéndolo, casi amenazándolo, conseguí que nos atendiera como Dios manda. Por cierto, Rina no tiene nada, ve estupendamente, y su problema se resuelve con cirugía, claro. Quizás le eche una mano con eso, ya veremos, porque requiere que los padres la lleven a Kolkata, que la vean médicos, etc. No será tanto cuestión de dinero como de interés e implicaciones paternas. Así que dudo mucho que se acabe haciendo nada.

Toda esta irritación tiene mucho que ver con la sensación que me han dejado indios en este viaje. Como tengo intención de escribir un post al respecto, no seguiré, pero ya os podéis imaginar de qué va. Me cuenta Andy, el voluntario americano, que durante el tiempo que ha estado en la India, llevan un año de aquí para allá, ha aflorado un lado violento que no creía tener. El tipo va muy en plan hippy, mucho oooommm, pero me cuenta que más de una vez ha tenido que contar hasta cien para no liarse a piñas (el pollo mide como uno noventa y tantos, así que se iba a quedar solo si se pone a repartir). Me dice que no me sulfure, que así es como funcionan las cosas aquí y que no hay manera de cambiar nada. Y tiene razón. Pero si no hubiera sido por mi balsámica escapada al hotel de Purulia, lo mismo había hecho algún disparate y ahora estaría en líos con la justicia india.

Pero bueno, ahora lo que estoy es en plena cuenta atrás. Apenas me quedan tres días aquí, porque el domingo salgo para Kolkata. Al final no tendremos una fiesta de despedida como había imaginado, porque justo ayer empezaron las vacaciones estivales y las niñas se están empezando a ir, en lento goteo. Se quedarán unas cuantas, porque mañana empieza un festival anandamarguero, en el que van a bailar y cantar. Será un bonito fin de fiesta. Aunque, entre los líos del festival y los posibles apagones, dudo mucho que me dé tiempo a terminar todo lo que tenía pensado. Al menos lo de los madrinazgos musicales ya está en marcha, las interesadas habéis recibido el mail correspondiente, y lo que no pueda completar aquí lo haré a mi vuelta a España. Mi plan para esta última semana era ponerme a escribir como un loco los diversos posts que tengo pendientes, pero las condiciones no me lo han permitido. A partir del lunes que viene estaré missing por la India, así que no sé si tendré oportunidad de colgar muchos más posts. Pero estén atentos a esta pantallita, habrá sorpresas, a este blog aún le queda cuerda. No se despisten, que ya han visto que casi nunca decepciono.

En la playa

Habitación 101, Hotel Akash, Purulia. Oculto aquí, fugado del colegio, escribo este tardío post. Siento el retraso y la consiguiente impaciencia, pero es que en el cole estamos sin luz desde el sábado pasado, cuando volvimos de la playa. Y como sospecho que aún estaremos algún día más en la misma situación, he decidido escaparme, registrarme con nombre falso en un hotel y completar aquí la narración de éstas y algunas otras aventuras. Por cierto que este hotel es uno de los más lujosos de Purulia. Y debo decir que, para los estándares locales, está muy bien. ¡Ducha!, ya vuelvo a recordar lo que es, e incluso aire acondicionado. Tanto lujo, a un precio que no daría ni para una habitación por horas en pensión de mala muerte (Tía Paca, por ejemplo) por los aledaños de la Puerta del Sol, ya sabéis, de las de desfogue rapidillo (¡ah!, ¿que vosotros nunca…?). A pesar de sentir una casi irresistible tentación de quedarme aquí, me volveré mañana, que empiezan las vacaciones en el colegio y quiero estar con algunas de las nenas antes de que se marchen. Pero aprovecharé el día para completar algunas tareas que tenía pendientes y, también, para dedicármelo a mí, que estaba necesitando un rato on my own, ya entenderéis por qué a lo largo del post.

Pues sí, nos fuimos a Digha, a la playa, ¡y conseguimos sobrevivir! A pesar de que en ocasiones llegué a dudarlo. Pero… ¡orden!, pongámonos cronológicos. Y acompañémoslo con muchas imágenes, que ilustrarán más que lo que yo pueda contaros.

Salimos el jueves pasado, por la tarde. El autobús que habíamos reservado nos esperaba en Purulia, más que nada porque no hay manera de que un vehículo grande llegue al colegio, los caminos no dan de sí. Así que, tras sopesar las distintas posibilidades, decidimos que lo mejor era ir andando hasta la estación de tren más cercana, Dangrutu, y desde allí ir a Purulia. Las nenas, por supuesto, estaban ya preparadas un par de horas antes de la prevista, revoloteando por ahí, reclamándonos, Dadaaaaa!, no solo a mí, también a Andy y a Jennifer, la pareja de voluntarios (él, americano, ella canadiense) que ahora están por aquí. Nosotros tres, junto con dos Didis, Sunita y un tipo del que hablaré luego, éramos el staff; unas 45 niñas completaban la excursión. Nos pusimos en marcha, ¡vaya una comitiva colorista!, para recorrer el par de kilómetros que nos separan de la estación. Didi Vratiisha se quedó arreglando un par de cosillas en el colegio, pero al rato nos pasó velozmente montada en su Scooter, ¡paso al demonio naranja!, Kenny motorizado. En la foto la veréis, a los mandos del bólido. En realidad, llamar estación a la de Dangrutu es mucho decir, es apenas un apeadero en el que el tren no para si no se avisa con anterioridad, como habíamos hecho nosotros. Y menos mal que paraba, porque casi tuvimos que subir en marcha, a empujones, a alguna niña hubo que lanzarla en volandas. Creo que voy a rebajar la categoría de la estación, que apeadero es también excesivo, porque nos montamos el tren desde las mismas vías, en una de las fotos podéis ver a Anupriya, míralo, míralo, por ahí viene el tren. Cada uno de los mayores teníamos asignado un grupo, a mí me tocó la Class 5, a algunas de las cuales veréis en la foto junto a Anupriya: en el tren jugamos a bautizar al equipo (beautiful team, decidimos), a numerarnos… En la estación de Purulia nos esperaba el autobús, el trasto que podéis ver en las imágenes, ¡oye!, el más lujoso que encontramos, que algunos de los que vimos eran para troncharse de risa (o morirse del susto). Por cierto que no fue propósito del fotógrafo sacar a la vaca que cruza por delante en la foto, simplemente, es que son ubicuas: las encuentras por las carreteras, por supuesto, metidas en alguna tienda, una vez una se coló en el colegio y estaba zampándose algo en la cocina… ¿Qué es Digha? Pues la playa por excelencia de la región, el lugar de turismo de alto standing (o alto starling, como se prefiera) de los bengalíes. Está al suroeste de Kolkata y como a unos 300 y pico kilómetros de Purulia, lo que, a los ritmos locales, se traduce en unas 10 horas de viaje. Bastante pesado. Aunque los asientos del autobús no estaban mal del todo, eran rechinables (y estas nenas son pequeñitas y flexibles, ya sabéis), y contábamos hasta con “aire acondicionado” (esto es, ventiladores que apuntaban a cada fila de asientos, modelo taxista madrileño, para daros una idea). La decoración, un tanto kitsch, como la de todos los vehículos de aquí, pero no era cuestión de fijarse en minucias. Como además teníamos tele, las nenas se pasaron el viaje entretenidas, ora atendiendo a las pelis que les iba poniendo (yo me colé en la cabina del conductor, a manejar el cotarro, bien sabéis de mis aficiones de pinchadiscos, Horacio Pinchadiscos, para más señas); ora planchando la oreja, que no hay niña, india o española, que no se quede roque con el traqueteo de un autobús, ahí no hay distinciones.

Llegamos como a las 3 de la mañana, con algunos problemas articulares, al menos en mi caso, y nos pusimos a buscar alojamiento. Hay hoteles medio lujosos en la zona, pero ya sabéis que aquí impera la austeridad, así que reservamos unas cuantas habitaciones medio cutres para dormir. Todo ello tras una ardua y muuuuy lenta negociación, ay, qué lenta, que ya amanecía, por Dios, Didi, cierra el trato cuanto antes. No es que saliera muy caro, porque con la capacidad de amontonamiento que lucen por aquí, conseguimos meter a los 50 de la expedición en seis habitaciones (cada una con dos camas grandes). Teniendo en cuenta que una la compartíamos el acoplado (al que volveré luego) y yo, podéis echar las cuentas (bueno, restad a Andy y a Jennifer, que se cogieron una para ellos). Cerrado el trato, me encaminé gozoso, liderando a mi grupeto, hacia la playa. Una playa espléndida, el sol saliendo por el horizonte, vamos beautiful team, vamos pa’dentro. Pero, ¿y los demás? Vuelvo la cabeza y las veo a todas al principio de la playa, dos puntos naranjas y un fondo de cabecitas, ay, ¡sesión de meditación! ¿Pero será posible, a unos metros de una playa que no han catado nunca, y ni hoy perdonamos la sesión? Pues no, no hubo manera. Así que, cuando mi grupo ya había saltado todas las olas posibles y estábamos completamente empapados (huelga decir que aquí se bañan vestidos), se unieron los otros. Al principio, temerosas, pero entrad, que no pasa nada, no, Dada, very big waves!... un rato después, ya imparables, locas, brincando, remojándose, hasta nadando alguna. De risas, caras de felicidad. Mejor ver las fotos. Salvo una o dos de las niñas, ninguna había visto el mar antes. Tampoco las Didis, ni Sunita. A las Didis hubo que sacarlas con ayuda de los GEOs del mar.

¿Qué decir del resto de la excursión? Pues que tuvo pros y contras. Para no alargar esta narración con detalles, os diré que los pros coincidieron siempre con los momentos en que fuimos a la playa, para bañarnos, o simplemente para quedarnos hipnotizados con el sonido de las olas. Mirad las caras de Anjanna, de Piyali o de Rupa. O cuando visitamos, ya por la tarde, un parque, y nos montamos en los columpios, para luego organizar batallas navales con las barcas de pedales del pequeño lago, ¡a por aquellas!, ¡cuidado que nos atacan las otras! Cómo disfrutaron las nenas…

Los contras, claro, cuando había que organizar cualquier cosa. Pero creo que ésos los dejaré, si acaso, para la segunda parte de este post, que si no me va a quedar muy largo. Hasta entonces, besos a todos.