Creo que una de las cosas que más necesita Didi aquí es un confidente. La estricta Didi Sushismeeta mira con ojos dudosos las licencias que Vratiisha se toma, con los voluntarios, las niñas y el colegio: demasiado apartada de la ortodoxia anandamarguística para su gusto, así que tampoco es cuestión de compartirlo todo con ella. La otra Didi, Topashila, para poco por aquí, pues se las ingenia para apuntarse a cualquier excusa que le permita salir del cole (don’t blame her). Así que el que yo esté por aquí le viene de perlas. Está especialmente habladora: me pilla después de cada breakfast, lunch or dinner, y me larga una historia tras otra. En ocasiones yo le doy carrete, lo reconozco, aunque en otras, atacado por un súbito acceso de sueño, no sé cómo pararla. Hay veces en que, desesperado, tengo que recurrir al socorrido “have to go to bath”, que aquí se respeta en grado sumo. Tampoco es que esté mintiendo, por cierto, pues los súbitos accesos no siempre son de sueño, ya he descrito en alguna ocasión los efectos milagrosos que para el tránsito intestinal tiene la suave y vegetal dieta del cole.
Escatalogías aparte, she is a good storyteller, indeed. A pesar de su inglés patatero, cuenta las historias con gracia: las adorna, inventa, añade siempre algún ingrediente medio místico (las apariciones de su gurú en sueños son un “must”)… aunque la materia prima es buena: dramas familiares inimaginables, encuentros con fieras salvajes (serpientes, tigres, hasta elefantes que bajan de las colinas, ¿qué elefantes, qué colinas?), mágicas intervenciones de su medicina para curar espantosas dolencias, etc. Yo ya me sé unas cuantas de ellas, y debo reconocer que otras, convenientemente fabuladas, han inspirado algún relato de este blog. En casi todas sus historias hay pobres mujeres que sufren mucho (lo que suena natural) y malvados malísimos, generalmente descritos como “maoists full of addictions”. Que yo me los imagino todo emporraos y mamados, blandiendo el libro rojo y haciendo el mal a diestro y siniestro.
Os cuento las dos últimas que me narró. Una pertenece al género trágico (ojo, comparadas con las de esta tierra, las tragedias griegas son puro entretenimiento); la otra al de ciencia ficción, pasado por la túrmix del anandamargismo.
La primera trata de la familia de Shibani, a la que los asiduos de este blog recordarán por aquella boda a la que no pude asistir por indisposición momentánea (y volcánica, podríamos decir). Todo empezó cuando me contó que la pobre andaba deprimida, y que solo la milagrosa medicina que le suministraba le permitía conciliar el sueño. Al parecer, además de una depresión postparto, tenía unas buenas trifulcas familiares con su hermano mayor, quien, aunque aparentemente sin politizar, sí que anda con addictions de todo tipo. El tipo es una alhaja: curra regularmente a la madre, con la que vive, amenaza a la hermana cada dos por tres, y ha abandonado a su primera esposa para casarse con otra más joven. Pero entendamos lo que supone aquí esa actitud berlusconiana: ¡viven todos en la misma casa! Más aún, ¡en la misma habitación! A ver, sitúo: la familia tiene una casa con un par de habitaciones (estatus acomodado, pues, en estos andurriales); en una vive la madre, en la otra el presunto, con su primera mujer (y dos hijos en común), a la que ahora ha añadido a la pájara de turno. Lo de abandonar quiere decir que se niega a alimentar a la legítima y a sus críos, y solo se ocupa de la nueva, sexual y económicamente (insisto, misma habitación de 4 por 4 metros, ¿captan la situación?). Shibani desaprueba esa actitud, se la afea, y con ello va acumulando boletos para que el otro le dé un día una paliza.
Se ve que los damnificados han solicitado en diversas ocasiones la mediación de Didi, quien ha tomado medidas que quizás puedan surtir efecto. Conviene, antes de escucharlas, no tratar de aplicar ningún baremo occidental en el juicio: aquí no valen nada. Al susodicho le ha amenazado con denunciarlo por adulterio y público concubinato si no empieza a alimentar a su primera familia. Yo no creo que la amenaza tenga ningún valor legal, y al parecer el chavalote se la ha tomado a coña. Sin embargo, las gestiones con la nueva mujer parece que sí han dado sus frutos: le ha explicado que si su denuncia llega a buen puerto, ella se quedará en la calle. Como contrapartida, le sugería que al menos mandara al marido, una vez al mes, con la primera mujer, “to give her love and affection”, delicioso eufemismo que ella utiliza para referirse a lo que ustedes saben. Espero que la comida entre también en el trato. Quizás esto funcione, aunque lo que pide el cuerpo es acercarse por allí una noche con una banda de maoists full of addictions (a mí me ponen el libro rojo y el licor destilado que hacen en los poblados y doy el pego; el tabaco ya lo pongo yo) y darle una somanta de palos que se acuerde toda la vida.
Vamos con el género científico. Resulta que Didi anda muy interesada por que le cuente detalles del tsunami japonés. Yo creía que movida por su curiosidad científica, pero me parece que no es solo eso. Me mosqueé cuando mencionó que su gurú había pronosticado, 30 años atrás, que el año 2012 traería grandes catástrofes, y que estos terremotos no eran sino el preludio. Pero Didi, si eso que cuentas es una historia que corre por ahí sobre unas profecías mayas… Noooo, Pablo, estás equivocado, no sabes que los mayas lo aprendieron de nuestro maestro. Como me sentía incapaz de aclarar el aparatoso anacronismo, le seguí la corriente, y entonces me contó una absurda mezcla de pronósticos apocalípticos, ejes de la tierra que se desplazan y acaban invirtiéndose, subidas del nivel de los mares que anegan países, meteoritos que impactan sobre la tierra (aunque aquí afirmaba que los científicos ya han preparado cohetes nucleares para desviar su trayectoria, ¿les suena?), grandes terremotos… en fin, una ensaladera de catástrofes, con algún aditamento tomado del cine, que al final daban como resultado que casi toda la tierra desparecería y solo quedaría la región de Purulia, convertida en isla, en la que la Humanidad reviviría, pero ya acomodados todos a la verdad del anandamarguismo. No en vano el maestro decidió situar en esta zona sus cuarteles generales hace ya muchos años.
Ignoro si ella se toma muy en serio todo esto, porque sigue haciendo planes para más allá de la fecha del desastre… pero no me negarán que entretenida sí que es.
Pinceladas escolares (I)
El otro día tenía que dar clase a las nenas de la Class 8 (12/13 años). En principio, tocaba mates, pero por aclamación popular, decidimos cambiar a English. En realidad estoy medio harto de resolver sistemas de ecuaciones o de factorizar y calcular mínimo común múltiplo de polinomios (¿¿se hace esto en España a esas edades??). Las nenas son relativamente ágiles con los cálculos y manipulaciones, pero por supuesto no entienden nada de lo que hacen.
Pero a lo que iba: le pedí a Tanushree que abriera el libro de English Grammar y que fuera leyendo. El texto no tenía desperdicio: contaba la noticia de un fulano que había palmado inmediatamente después de proclamarse vencedor de un concurso de ingestión de bebidas refrescantes. Al parecer, tras completar la 18ª botella, había caído fulminado, quedándose así “without tasting the joy of success” (sic). Ignoro lo que se habría fumado (que rule, en todo caso) el que decidió incluir un texto así en un libro para estas edades, pero tras recuperarme del desconcierto, y dado que tenía poco que rascar de ese disparate de texto, aproveché que incluía el término “Delhi University campus” (el escenario del carbónico deceso) y me puse a discutir con ellas sobre el sistema de educación indio. No sé si lo acabo de entender del todo, porque llaman college a lo que yo creo que es High School, pero allí estuvimos, poniendo marcas, hitos, edades y nombres a las distintas etapas del itinerario.
En un alarde de imaginación, se me ocurrió preguntarles lo de “y vosotras, ¿qué queréis ser de mayor?”. Una de las chicas del orfanato (vienen a clase al cole, pero se vuelven a media mañana) me espetó, así de primeras, Computer Engineer, Dada. Ah, muy bien, Onshu, ¿sabes lo que hace un Computer Engineer? Se lo fui explicando, y con cada aplicación tecnológica que le describía, aumentaba su entusiasmo. Pero en un momento dado, se para, medita, mira la pizarra, y decide, no, Dada, mejor PhD. Mientras le iba contando qué era un doctorado, cuánto duraba y para qué servía (esto, sin ni siquiera convencerme a mí mismo), me iba entrando por dentro una congoja tremenda: niña mía, pensaba, si supieras las nulas posibilidades que tienes de llegar a ser una PhD. Otras tres niñas querían ser médico
s, dos enfermeras, ¡una, piloto de aviación! Con cada nueva profesión y el correspondiente cálculo mental de cuán probable era que pudieran cumplir sus sueños, mi congoja iba aumentando.
Acabamos montando un teatrillo, en la que cada una escenificaba la profesión que había elegido: simulamos el pilotaje de un avión, una autopsia (en la foto), una cura de picadura de escorpión... Todas se reían mucho, pero en realidad yo quería llorar.
Pero a lo que iba: le pedí a Tanushree que abriera el libro de English Grammar y que fuera leyendo. El texto no tenía desperdicio: contaba la noticia de un fulano que había palmado inmediatamente después de proclamarse vencedor de un concurso de ingestión de bebidas refrescantes. Al parecer, tras completar la 18ª botella, había caído fulminado, quedándose así “without tasting the joy of success” (sic). Ignoro lo que se habría fumado (que rule, en todo caso) el que decidió incluir un texto así en un libro para estas edades, pero tras recuperarme del desconcierto, y dado que tenía poco que rascar de ese disparate de texto, aproveché que incluía el término “Delhi University campus” (el escenario del carbónico deceso) y me puse a discutir con ellas sobre el sistema de educación indio. No sé si lo acabo de entender del todo, porque llaman college a lo que yo creo que es High School, pero allí estuvimos, poniendo marcas, hitos, edades y nombres a las distintas etapas del itinerario.
En un alarde de imaginación, se me ocurrió preguntarles lo de “y vosotras, ¿qué queréis ser de mayor?”. Una de las chicas del orfanato (vienen a clase al cole, pero se vuelven a media mañana) me espetó, así de primeras, Computer Engineer, Dada. Ah, muy bien, Onshu, ¿sabes lo que hace un Computer Engineer? Se lo fui explicando, y con cada aplicación tecnológica que le describía, aumentaba su entusiasmo. Pero en un momento dado, se para, medita, mira la pizarra, y decide, no, Dada, mejor PhD. Mientras le iba contando qué era un doctorado, cuánto duraba y para qué servía (esto, sin ni siquiera convencerme a mí mismo), me iba entrando por dentro una congoja tremenda: niña mía, pensaba, si supieras las nulas posibilidades que tienes de llegar a ser una PhD. Otras tres niñas querían ser médico
s, dos enfermeras, ¡una, piloto de aviación! Con cada nueva profesión y el correspondiente cálculo mental de cuán probable era que pudieran cumplir sus sueños, mi congoja iba aumentando. Acabamos montando un teatrillo, en la que cada una escenificaba la profesión que había elegido: simulamos el pilotaje de un avión, una autopsia (en la foto), una cura de picadura de escorpión... Todas se reían mucho, pero en realidad yo quería llorar.
El reencuentro
En el tren, mientras intento sobrevivir al ambiente polar del aire acondicionado del vagón, me imagino la escena del recibimiento. Plano desde la ventanilla: un tumulto de nenas corre persiguiendo al tren en su frenada, agitando las manos, saludándome… en cámara lenta, pongan la música de carros de fuego o alguna cursilada semejante. Plano desde la grúa: Didi, al final del andén, sonríe complacida. Cambio de plano, apuntando a la ventanilla: yo mismo, con cara de alelado feliz (seguimos en cámara lenta) voy gritando los nombres de las nenas, Ruuu-paaaa, San-tooo-shiiii, An-jaaaa-naaaa (¿ven mi boca moviéndose despacito, tipo Stallone justo después de perder a un camarada alcanzado por los charlies?)… en algún momento, como tributo al cine local, las nenas interrumpen su carrera para marcarse una coreografía grupal al ritmo del Aaja Nachlé, a la que yo me uno con gracia y salero…
Volvemos a imagen real, el traqueteo del tren, llegamos a Purulia. ¡Coño!, que no veo a nadie, bueno, será que me esperan en el andén principal. Así que me bajo del tren, ay mis riñones, cómo pesa la mochila, si es que no tenía que haberme traído el kit de maquillaje ni el vestido de noche… ¿pero esto qué es?, si aquí no está ni el tato…
Me había olvidado de que estamos en la India, que los coches se estropean con implacable regularidad, aunque esto lo sabría más adelante. Mientras observo y medito quién es el fulano que me va a prestar el móvil para llamar a Didi, me invade un déjà vu brutal: en la estación, las dos viejitas en harapos piden limosna en exactamente el mismo sitio que el año pasado; el tipo que trepana orejas me sigue ofreciendo sus servicios (como única novedad, su barba ha tornado a un color rosáceo indescriptible); los paisanos me miran con la misma cara de asombro. El tiempo se ha detenido aquí, y probablemente lo hizo hace 50 años, yo solo observo la imagen fija de año en año.
Pero por fin aparece Didi con las nenas, Santoshi y dos nuevas, que pese a no conocerme, deben de saberse los ritos, porque se me lanzan alegremente al cuello. Ya en Purulia, compramos algunos dulces para las nenas, y saludo a los viejos camaradas de las tiendas, que me devuelven el saludo como si solo hubiera estado ausente una semana. Conduce Dilip, el chófer al que estuve entrenando hace un año por los descampados cercanos al colegio (esto creo que no lo conté, pero fue de las aventuras más peligrosas de mi vida, estuvimos varias veces a punto de irnos al sembrao, ¡pero que el freno es el otro pedal, soso!). Compruebo así que no tengo maneras para ganarme la vida de autoescuelero, porque el tipo conduce de pena (¡incluso para los estándares indios!), y se carga un par de pollos por el camino, para disgusto de Didi, que le echa unas broncas de órdago desde el asiento del copiloto (realmente, ni Vettel conduciría bien con esa presión).
Una vez en el cole, el recibimiento sí que fue lo multitudinario y caluroso que esperaba, y eso que algunas de mis favoritas no habían vuelto de una de sus habituales tourneés artísticas por los poblados. No ha cambiado mucho la geografía del colegio, salvo que Didi ha iniciado la construcción de un nuevo piso del edificio, aunque la cosa se ha quedado a medias, quizás la falta de crédito para el ladrillo esté también haciendo estragos por aquí. Sin embargo, sí que hay muchos cambios en la fauna. En realidad, lo que sigue es más un parte de bajas militar que otra cosa. Para empezar, ya no está Sunita: cómo se fue y las historias que me cuenta Didi al respecto (cargando las tintas, sospecho) son tan disparatadas que las contaré más adelante. Pero también faltan un montón de nenas. De vez en cuando, aparece un padre por el colegio y, descontento por las notas, o quizás porque tenga algún plan perverso para su hija, se la lleva sin muchas más explicaciones: ni Didi sabe nunca más de ellas. Así han desparecido en los últimos tiempos Rumpi (sent home in disgrace, como describía Arni en su exquisito inglés de Statford-upon-Avon), Jui y Mumpi (con quien Irene tanto quería), Laxmi (la amiga de Nilima y una de mis favoritas), no es seguro que el renacuajo de Chandanna reaparezca alguna vez… A cambio, hay como veinte nuevas, que me tienen fundido intentando aprenderme sus nombres. También hay un babu, un pequeñajo de 3 años hijo de la nueva cocinera, que probablemente hastiado de tanta compañía femenina, no se separa de mí desde que llegué. Rupa apareció por la noche, preciosa, como siempre, y muy cariñosa, ¡aunque cómo ha crecido!, she is not a small girl any more, but a young lady.
Así que de vuelta en Umanivas: madrugones, un montón de clases, Didi con ganas de pegar la hebra que da gusto, partidazos de balón prisionero por las tardes, y un ratito de Internet por las noches, si la electricidad respeta… Hace un rato, en plena sesión de meditación nocturna, mientras las nenas iban alcanzando los pertinentes trances y sus cantos atronaban la sala, reflexionaba: cómodo, cómodo, como que no, pero no se está mal aquí.
Os lo seguiré contando.
Volvemos a imagen real, el traqueteo del tren, llegamos a Purulia. ¡Coño!, que no veo a nadie, bueno, será que me esperan en el andén principal. Así que me bajo del tren, ay mis riñones, cómo pesa la mochila, si es que no tenía que haberme traído el kit de maquillaje ni el vestido de noche… ¿pero esto qué es?, si aquí no está ni el tato…
Me había olvidado de que estamos en la India, que los coches se estropean con implacable regularidad, aunque esto lo sabría más adelante. Mientras observo y medito quién es el fulano que me va a prestar el móvil para llamar a Didi, me invade un déjà vu brutal: en la estación, las dos viejitas en harapos piden limosna en exactamente el mismo sitio que el año pasado; el tipo que trepana orejas me sigue ofreciendo sus servicios (como única novedad, su barba ha tornado a un color rosáceo indescriptible); los paisanos me miran con la misma cara de asombro. El tiempo se ha detenido aquí, y probablemente lo hizo hace 50 años, yo solo observo la imagen fija de año en año.
Pero por fin aparece Didi con las nenas, Santoshi y dos nuevas, que pese a no conocerme, deben de saberse los ritos, porque se me lanzan alegremente al cuello. Ya en Purulia, compramos algunos dulces para las nenas, y saludo a los viejos camaradas de las tiendas, que me devuelven el saludo como si solo hubiera estado ausente una semana. Conduce Dilip, el chófer al que estuve entrenando hace un año por los descampados cercanos al colegio (esto creo que no lo conté, pero fue de las aventuras más peligrosas de mi vida, estuvimos varias veces a punto de irnos al sembrao, ¡pero que el freno es el otro pedal, soso!). Compruebo así que no tengo maneras para ganarme la vida de autoescuelero, porque el tipo conduce de pena (¡incluso para los estándares indios!), y se carga un par de pollos por el camino, para disgusto de Didi, que le echa unas broncas de órdago desde el asiento del copiloto (realmente, ni Vettel conduciría bien con esa presión).
Una vez en el cole, el recibimiento sí que fue lo multitudinario y caluroso que esperaba, y eso que algunas de mis favoritas no habían vuelto de una de sus habituales tourneés artísticas por los poblados. No ha cambiado mucho la geografía del colegio, salvo que Didi ha iniciado la construcción de un nuevo piso del edificio, aunque la cosa se ha quedado a medias, quizás la falta de crédito para el ladrillo esté también haciendo estragos por aquí. Sin embargo, sí que hay muchos cambios en la fauna. En realidad, lo que sigue es más un parte de bajas militar que otra cosa. Para empezar, ya no está Sunita: cómo se fue y las historias que me cuenta Didi al respecto (cargando las tintas, sospecho) son tan disparatadas que las contaré más adelante. Pero también faltan un montón de nenas. De vez en cuando, aparece un padre por el colegio y, descontento por las notas, o quizás porque tenga algún plan perverso para su hija, se la lleva sin muchas más explicaciones: ni Didi sabe nunca más de ellas. Así han desparecido en los últimos tiempos Rumpi (sent home in disgrace, como describía Arni en su exquisito inglés de Statford-upon-Avon), Jui y Mumpi (con quien Irene tanto quería), Laxmi (la amiga de Nilima y una de mis favoritas), no es seguro que el renacuajo de Chandanna reaparezca alguna vez… A cambio, hay como veinte nuevas, que me tienen fundido intentando aprenderme sus nombres. También hay un babu, un pequeñajo de 3 años hijo de la nueva cocinera, que probablemente hastiado de tanta compañía femenina, no se separa de mí desde que llegué. Rupa apareció por la noche, preciosa, como siempre, y muy cariñosa, ¡aunque cómo ha crecido!, she is not a small girl any more, but a young lady.
Así que de vuelta en Umanivas: madrugones, un montón de clases, Didi con ganas de pegar la hebra que da gusto, partidazos de balón prisionero por las tardes, y un ratito de Internet por las noches, si la electricidad respeta… Hace un rato, en plena sesión de meditación nocturna, mientras las nenas iban alcanzando los pertinentes trances y sus cantos atronaban la sala, reflexionaba: cómodo, cómodo, como que no, pero no se está mal aquí.
Os lo seguiré contando.
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