Historias de mujeres indias (I)

Mi nombre es Suseetra y tengo 12 años. Vivo en la aldea de Sistum, junto con Ma, Baba y mis dos hermanos. En realidad le llamo Baba pero no es mi padre, el mío murió hace unos años y Ma tuvo que volver a casarse. No soy muy feliz en casa, porque creo que Baba no me quiere: sólo tiene ojos para mis hermanos pequeños y siempre está quejándose de lo que tiene que trabajar para cuando tenga que pagarme la boda. Algunas noches viene muy alterado y me tengo que esconder en mi habitación para que no me pegue. Me gustaría que Ma me defendiera, pero creo que ella también le tiene mucho miedo.

Cada mañana cojo la bicicleta y pedaleo 20 minutos hasta la Ananda Marga High School, para asistir a mi Class VIII. No puedo decir que allí me divierta mucho, porque no se me da bien el inglés ni el bengalí. Sin embargo, los números, ¿cómo podría explicarlo?, con ellos todo es mucho más fácil: cuando hay que hacer una suma o una división, los números empiezan a bailar en mi cabeza, girando entre ellos, hasta acabar colocándose cada uno en su sitio, en la respuesta final. Lo malo es que no sé explicar cómo sucede esto. Y mi profesora no me entiende, me exige que haga los cálculos como las demás compañeras, pero eso no sé hacerlo. Entonces la profesora me sienta en las filas de atrás, me grita y a veces me castiga fuera del aula, porque cree que he copiado. Cada día, de vuelta a casa, en la bicicleta, me digo que la próxima vez lo haré como las demás, y que no volveré a dejar que los números bailen en mi cabeza.

Hace unos días apareció un nuevo profesor de matemáticas, un Dada de piel muy blanca. Él no es como las otras profesoras: nos habla mucho (aunque yo no le entiendo bien), a veces se sienta entre nosotras y nos hace bromas, y me divierte mucho ver cómo acaba manchado de tiza cada clase. Un día nos pidió que hiciéramos una multiplicación de números muy grandes. Sin darme cuenta, se me escapó la respuesta, aunque en voz baja. Pero, ¡ay Baba!, justo Dada me estaba mirando, y me pidió que lo dijera en voz más alta. No Dada, no Dada, le dije, pero él insistió y tuve que contestarle. Se me quedó mirando fijamente y me preguntó How? Se acercó a mi pupitre y buscó en mi cuaderno, pero allí no había nada escrito. How?, tell me, Suseetra. Yo temía que me fuera a castigar y no sabía qué hacer: me encogí de hombros. Dada me seguía mirando fijamente y empezó a preguntarme más cosas: Suseetra, 353*127. Dada, 44831, contesté. 94192/3276. Dada, cut, and 3364/117. Estaba segura de que acabaría castigada a la pata coja en el pasillo, pero Dada sonreía cada vez más y me hacía preguntas cada vez más difíciles. But how?, tras cada respuesta, y yo seguía encogiéndome de hombros. Pero no me castigó, y sólo me dijo al acabar: see you tomorrow, Suseetra.

Desde ese día, Dada se queda conmigo al final de las clases para ayudarme en las otras asignaturas. Me ayuda a leer en inglés, me enseña Geografía e Historia, me cuenta dónde está su país y cómo es la vida allí. Con su ayuda estoy mejorando mucho. Me dice además que nunca tenga miedo de decir las cosas que se me ocurren. Esto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Ma, porque creo que no lo entendería. Pero cada mañana pedaleo con fuerza para llegar la primera a clase. Dicen las compañeras que se irá pronto, y eso me entristece. Cómo me gustaría que fuera mi Baba...

Sin embargo, nunca me enseña matemáticas. Sólo al final de cada sesión me propone tres o cuatro cálculos difíciles y a veces da un palmetazo, se ríe y grita “incredible!” cuando le contesto. Creo que disfruta viéndome pensar, que entiende lo que pasa en mi cabeza y que no quiere que los números dejen nunca de girar en ella.

Y la luz se hizo

Debe de ser el contacto con este mundo espiritual del anandamarguismo el que me lleva a títulos con tantas consonancias bíblicas, pero no tema el sufrido lector, que no voy a hablar en este post de creaciones divinas ni de súbitas conversiones, sino, simplemente, de que la corriente eléctrica volvió al cole hace una semana.

Han sido diez meses sin luz, se dice pronto, desde que por accidente se quemara un transformador en el tendido eléctrico. Parece ser que el gobierno se negaba a arreglarlo porque los de los poblados se enganchaban a la línea por la patilla y no pagaban las facturas (de dónde esperarían que pagaran, me pregunto, si no tienen dónde caerse muertos). Y así han estado muchos meses, en un tira y afloja en el que Didi llegó a organizar multitudinarias protestas, ella en plan líder de los sublevados, frente a la oficina del encargado. Hace un par de semanas fui a visitarlo yo también, y le largué tremendo rollo sobre la importantísima misión que me había traído aquí (?) y lo imprescindible que era disponer de corriente eléctrica para desarrollarla, al tiempo que recurrí a mi ya algo manida reflexión acerca de que el prestigio de la India estaba en juego, etc. Aquello pareció impresionar mucho al tipo, que aceleró las gestiones y a los cuatro días teníamos corriente en el cole.

Lo que resulta muy útil, porque estamos teniendo días de entre 40 y 45º (llevo ya varias noches durmiendo en el tejado) y un ventiladorcito y el agua fría del frigorífico bien que se agradecen. El calor viene acompañado de un viento que quema y reseca la piel. Menos mal que tengo conmigo mi salvadora crema L’Oréal Men Expert (pronúnciese con voz de producto de teletienda, tipo Vibropower), ¡ojo!, de diseño sumamente varonil y masculino, no confundamos las cosas, que me aplico a discreción mañana, tarde y noche. Lleva esta crema como subtítulo un epatante Hydra Energetic Turbo Booster, ¡toma ya! Y es que siempre he creído que existe un oficio, el de inventor de propiedades de cosméticos, cuya misión fundamental consiste en pergeñar todo tipo de palabros, en continuo alarde creativo cuya cumbre, en mi opinión, fueron aquellas famosas nanosferas (¡qué chulis!) que glosaba la publicidad de una cierta crema de noche. Sostengo que ése y el de redactor del Cosmopolitan son los oficios más divertidos del mundo: cualquier mamarrachada que se te ocurra cuela, y además queda de lo más cool.

Cómo aguantarían diez meses sin electricidad es algo que se me escapa. Aunque quizás tenga explicación en el asombroso estoicismo de que hace gala esta gente, quizás sea producto de la costumbre: si el tren llega tres horas más tarde, pues se le espera; si el tipo con el que quedamos no aparece, pues volvemos mañana; si un par de profes no aparecen hoy por el cole, pues las niñas se pasan la mañana metidas en el aula sin hacer nada. A mí se me llevan los demonios. Pero el tiempo tiene aquí otro significado.

Sin embargo, la Didi, pizpireta ella, además de organizar las revueltas populares, encontró tiempo para montar un sencillo sistema de paneles solares, comprando uno, pidiendo prestado otro par… con ellos, al menos, se ponían en funcionamiento 4 o 5 bombillas de bajo consumo que iluminaban el corredor donde las nenas estudian y pasan la mayor parte del tiempo cuando oscurece. Al menos hasta que un estridente pi-pi-pi anuncia que las baterías cargadas durante el día se están agotando. Uno de los primeros días se me ocurrió poner el portátil a cargar por la tarde, y conseguí que por la noche el pitido llegara un par de horas antes de lo habitual. Nadie supo por qué, y tampoco yo, cobardemente, confesé mi culpa, pero los remordimientos me acosaron un buen rato. De todas formas, la instalación actual, además de prestada, es medio cutre, y tengo idea de sustituirla por una más apropiada. Para eso estuve en Kolkata hablando con unos fabricantes, cuya seriedad y profesionalidad me parecieron muy por encima de lo habitual en estas tierras, así que quizás en breve tengamos una instalación como Dios manda.

Y que servirá de backup a la corriente eléctrica, porque los cortes de luz son continuos. Aún con ellos me da tiempo a seguir la actualidad de los periódicos, y no por habitual deja de asombrarme la cara de cemento que muestran algunos ante la tormenta: cuanto más contundentes los hechos (vaya tela, Matas, Gürtel, Fabra), más mirada al frente, prietas las filas, que ya escampará. Alucinante. Ocurre siempre que, cuando uno no dispone de algo, no lo echa de menos; pero cuando ha mordisqueado la manzana, ya no puede vivir sin ella, de forma que los cortes de corriente me causan ahora profunda irritación y ansiedad. Así, maldiciendo la línea cada vez que se cortaba, y mirando de reojo la batería del ordenador para comprobar si aguantaría hasta que ésta volviera, pude seguir anoche en el Carrusel la ya inadjetivable nueva exhibición de Messi. Y el sábado, el clásico, ¡uy!

Apuntes de Kolkata

Tras tres o cuatro estancias en ella, Kolkata sigue siendo una ciudad que me esquiva, a la que no acabo de coger el punto, o mejor, el gusto. Kolkata sabe a humedad, a calor y a sudor, el sudor de las más de 15 millones de personas que se agolpan en sus calles, asfixiando al viajero que se aventura en ella. Claro que no me imagino quién en su sano juicio puede venir a Kolkata como turista, salvo algún británico con nostalgia incontrolada (la ciudad, antes llamada Calcutta, fue capital del Raj –el dominio colonial británico- hasta 1912, y aún conserva algún edificio victoriano digno de verse), y los inevitables japoneses que se ven pasear por el centro de la ciudad, medio aturdidos y timados sin compasión en las tiendas. Pero a diferencia de la zona de Purulia, en el noroeste de West Bengal, donde un extranjero y un marciano son la misma cosa, en el centro de Kolkata, en la zona de Park St. y Sudder St., se ven bastantes extranjeros, casi todos voluntarios que colaboran en las casas de la Madre Teresa o similares. Curioso ambiente el de esas calles, donde conviven estudiantes yankis en pantalones cortos, francesas, británicas o nórdicas en viaje espiritual que pretenden camuflarse con coloridos kurtas, y algún hippie con rastas, que se juntan en los varios cybercafés de la zona, donde por cierto he observado, fisgando a los demás ciberadictos, que el correo electrónico ha dejado de ser el rey, destronado sin aviso por el facebook. O tempora, o mores!

Aunque decir que uno ha captado la esencia de una ciudad tan enorme tras unos cuantos paseítos es pretencioso, claro. Porque si el año pasado sí que me decidí a visitar algunas de las zonas más deprimidas de la ciudad, con grave menoscabo de mi ánimo y de mis esperanzas de un mundo mejor, esta vez, lo reconozco, hemos llevado una vida algo más burguesa; aunque sin excesos, que la conciencia está aquí en alerta permanente. Hay cierta diferencia entre la pobreza de la zona donde vivo y la de Kolkata: la primera es rural, de páramos polvorientos y chozas de barro; mientras que la segunda está hecha de plásticos y andrajos, y las aceras de las calles son su domicilio habitual. A mí me impresiona más la segunda, qué quieren. Dicen los entendidos que la superpoblación de Kolkata se debe al flujo incontrolado de bangladeshíes, que pasan la frontera ilegalmente (imagínense cómo estarán al otro lado) y se instalan en la ciudad a la espera de un trabajo que en algún momento les lleve a la nacionalidad. Pero ni una ni otro suelen llegar, y entretanto sus cuerpos tapizan las calles por las noches. Lapierre la llamó la Ciudad de la Alegría, por el suburbio donde se instalaba el protagonista de la historia, pero a mí me cuesta encontrar en ella cualquier atisbo de felicidad. Será que miro sin fe.

Pero como decía, esta vez, quizás como compensación por las penurias domésticas vividas en el cole, nos hemos dado un fin de semana de vida algo más regalada, que incluía la estancia en un hotel medio decente, el Sunflower, con ducha y aire acondicionado, y la manutención diaria en alguno de los sitios finos de la ciudad. Sí, lo reconozco, y me fustigo por ello: fuimos un par de veces al McDonalds. Gravísimo pecado que seguramente pagaré reencarnándome en algún infame bicho en próximas vidas, pero es que había llegado el momento en que un miligramo más de picante en nuestro organismo habría causado daños irreversibles. El pecado es doble: frecuentar tal establecimiento en la India ya tiene delito; pero en mi caso, con mi bien conocido y exacerbado amor por las hamburguesas del Burger King (o burriquín) y mi repelús por la competencia, el asunto se convierte en pecado mortal. Aunque para ser justos, debo reconocer que la hamburguesa vegetariana estaba de lujo.

Allí sentados, consumiendo el correspondiente menú (gigante, claro, porque hay que ver lo canijas que son las hamburguesas del MacDonalds), o en el Flury, degustando el sándwich de pollo más sabroso que he probado en mi vida (y no es efecto secundario de la abstinencia, es que estaba preparado con un cuidado exquisito), vimos otra versión de Kolkata, la de los ricos, la de los pijos. Creo yo que no debe de ser fácil ser rico o acomodado en Kolkata (o en la India en general). Ocurre aquí que la extrema riqueza y la pobreza abismal comparten el mismo espacio, no hay transición entre ellas. Frente al más reluciente centro comercial encuentras mendigos, harapientos conductores de carretas o familias lavándose en una fuente de la calle: no hay posibilidad de evitarlos. Aunque un ejército de securatas se ocupa de que ninguno de éstos ose traspasar los umbrales del lujo. Y de hecho, los pudientes parecen pasar junto a ellos como si fueran invisibles, quizás el hábito crea ceguera. En todo caso, no puedo evitar que me caigan mal: ser rico aquí me suena más pecaminoso que en otros lugares. Como el domingo por la mañana, cuando estábamos disfrutando del desayuno en el Flury, y entraron cuatro pijorros vestidos de deporte, con innegable pinta de haber estado jugando una partida de pádel (o bueno, lo que jueguen aquí). No pude evitar dedicarles una mirada de desprecio. Aunque claro, nosotros también estábamos allí.

Pero entre la inmensa mayoría de pobres de solemnidad, y la minúscula proporción de ricachones, he detectado también en Kolkata (y en mayor medida en otras ciudades, como Delhi o Jaipur) una cierta clase media, que disfruta de algunos de los lujos del consumo y de la vida moderna, sin llegar a las obscenas exhibiciones de riqueza de algunos. Dueños de pequeños negocios, trabajadores del mundo de la electrónica o de la informática, médicos, etc., que disponen de una vivienda razonable, un pequeño utilitario (Tata o Suzuki-Maruti), y cuyos hijos tratan de labrarse un porvenir estudiando en Universidades (algún día os hablaré de ellas y de la importancia que está adquiriendo la formación aquí). Una clase media que quizás consiga enjugar los enormes desequilibrios del país. Aunque, por lo que cuentan, el avance económico de la India no parece encaminado en ese sentido, y no hace sino ahondar las diferencias.

Paseando por Kolkata te encuentras, o se te juntan, todo tipo de personajes. El primer día, nada más llegar, nos chocamos con una pareja de alemanes, un par de médicos que una vez al año se vienen para acá con una ONG tipo Médicos sin Fronteras, que con desbocado (y agotador) trote prusiano nos pasearon por lo que ellos consideraban los comercios más destacables del centro. En un inglés con rocoso acento de Hannover, al tipo le dio tiempo (pese al ritmo de 1500 que llevábamos, nosotros jadeando, ellos Deutchland über alles) a contarnos lo que hacían allí, que conocían Ávila y Toledo, y hasta a reconocer a un mendigo, un mutilado que pedía tumbado en una sábana, decía que lo ve allí desde hace 10 años. Otro día, saliendo de un mall, nos montamos en un autorickshaw en el que coincidimos con un periodista local. Al oír lo de journalist se me hizo la boca agua, así que me puse a preguntarle por un montón de cosas sobre el Gobierno y la situación de la India. Lo curioso es que en 10 minutos de charla, en la que enumeró muchos detalles sobre Sanidad, Educación y seguridad, no llegué a entender si estaba muy a favor o muy en contra de la gestión gubernamental. Pero bueno, salvo el signo, un más o un menos, la ecuación me quedó clara.

Cuando Irene se fue, decidí bajar mi ritmo de vida, y dejé de tomar taxis y de comer en sitios occidentalizados, más por el peso de la conciencia que por deseo, y me dediqué a viajar en metro y en autobús. En el tráfico caótico de Kolkata, montar en autobús es de lo más divertido: por dentro muchos son de madera, y hay un tipo asomado al estribo que canta a voces el destino, “Howrah, Howraaaah!”. La gente se sube en marcha, pero observé que el único que pagaba nada más entrar era yo. No funciona así: se sientan y al rato el vociferante cobrador abandona su tarea de reclutamiento, mira fijamente a los pasajeros, y se dirige a alguno diciendo algo así como “chato, suelta la pasta”; es entonces cuando pagan. El último día, camino de Howrah, decidí evitar otra vez el taxi, así que cogí el metro hasta la estación MG Road (MG es Mahatma Gandhi, claro). Howrah quedaba aún algo lejos, y a la salida del metro me quedé pensando cómo llegar: andando, en rickshaw. En esto que se me acerca un niño como de 12 años y me ofrece su ayuda. Cuando le comenté que estaba pensando tomar un rickshaw, me miró con cara extrañada y me dijo que nanay, que a coger el autobús. Acepté sumiso, y mientras me llevaba a la calle donde pasaban los autobuses para la estación, a unos cinco minutos andando, al chavalín le dio tiempo a contarme en un estupendo inglés que iba a estudiar aeronáutica porque quería ser astronauta. Viendo la decisión con la que me lo contaba, comprendí que aquello no era la típica fantasía infantil, sino firme decisión que no dudo se hará realidad.

Dicen que el nombre de Kolkata proviene de Kalikata, la morada de Kali, la diosa negra de la muerte y la destrucción. Quizás su destino estaba escrito ya en el propio nombre. Yo sigo siendo incapaz de tomar fotos de ella, aunque escenas para guardar las hay a millones. Sólo al llegar a la estación de Howrah, justo antes de partir, me siento liberado de esa prohibición y tomo alguna instantánea nocturna y furtiva. Quizás para recordar que no fue una pesadilla, sino, simplemente, Kolkata.