Me va a costar no cerrar los ojos, porque anoche tocaba trasnochar para seguir la última escena del duelo futbolístico: pero no en la tele, sino a la vieja usanza, siguiendo la narración radiofónica en el portátil, y actualizando las diferentes páginas de los periódicos deportivos. Oiga, tiene un sabor diferente, vivido así. Pero como me dicen que bastante lío hay ya por allí con el asunto, en lugar de entrar en discusiones futbolísticas, a menudo tensas y siempre estériles, aprovecho para largar unas líneas sobre un par de noticias que ocuparon los telediarios locales, antes de que lo de Bin Laden lo eclipsara todo.
En los últimos años, el crecimiento económico de la India ha sido vertiginoso. Pero a la vez ha sido desordenado, de manera que las diferencias entre las clases pudientes y la inmensa mayoría de la población se han agigantado. Buena muestra de ello es una de las recientes filtraciones de Wikileaks sobre los tejemanejes de los bancos suizos, en la que se ponía de manifiesto que una buena proporción de las cuentas bancarias más saneadas pertenecían a ciudadanos indios. En la lista aparecían también, cómo no, personajes como Gadafi, Mubarak, el derrocado presidente tunecino… lo mejor de cada casa. Aunque cuántos otros nombres no habrá por ahí, que nunca aparecerán. Como consecuencia ineludible de ese desorden, los casos de corrupción se han multiplicado, salpicando a una buena parte de la clase política y empresarial india. El último de ellos afectaba al responsable de la organización de los próximos juegos de la Commenwealth, al que el otro día un propio le dedicó por la calle la ya clásica escena del zapatazo, pero en versión local (es decir, le lanzó una sandalia). Los twiteros locales se preguntaban al día siguiente si el corrupto habría robado también el arma arrojadiza. Pero la novedad de estos casos está en la magnitud de los escándalos, no en la corrupción en sí, que es algo que afecta a todos los niveles de la sociedad india: policía, administración, judicatura. Parece ser que cualquier trámite requiere aquí el pertinente engrasamiento, el soborno al funcionario de turno. Bribe, se dice soborno en inglés, y me pregunto si compartirá etimología con bribón. Aunque debo decir que yo nunca me he encontrado en la tesitura, será por no haber frecuentado los circuitos turísticos habituales.
En plena escalada de escándalos, hace unas semanas, un conocido activista social, Anna Hazare, con incuestionable aspecto gandhiano, como se aprecia en la fotografía, se sentó en la emblemática India Gate de Delhi e inició una huelga de hambre en protesta contra la corrupción. En realidad, el interés de Hazare estaba relacionado con una ley que creaba la figura de un defensor del pueblo para luchar contra la corrupción, y en cuyo desarrollo, por esos paradójicos regates de la política, estaban involucrados algunos de los más conspicuos corruptos. Lo que empezó siendo una protesta más o menos folklórica acabó por convertirse en una oleada nacional de repulsa, un rugido que pedía una regeneración institucional a gran escala. Fue, o al menos yo quise verlo así, como si la India se reconociera en este tipo de protesta. Al final se cambió la composición del comité y se le añadieron algunos poderes. Pero la emoción con la que seguí los acontecimientos fue diluyéndose con los días, según iba enterándome de las maniobras del establishment para entorpecer cada una de las conquistas. Poco a poco, las novedades del caso han ido languideciendo en los telediarios. Será que ya no es tiempo de grandes revoluciones.
La otra gran noticia de las últimas semanas, de la que incluso se hicieron eco los periódicos españoles, fue la muerte de Saib Baba, un gurú que contaba con varios millones de seguidores (muchos extranjeros y algunos de los más destacados personajes del famoseo local), y que había creado todo un imperio en el sur de la India. Su funeral acabó siendo casi uno de estado, con la presencia de las más altas autoridades nacionales. Debo reconocer que mi interés inicial por el caso vino dado, fundamentalmente, por el estrafalario aspecto del sujeto, cuya pelucaza me llevaba ineludiblemente a pensar en la duquesa de Alba. En los canales de televisión aparecen multitud de gurús, algunos con aspecto todavía más descabellado, quienes, invariablemente sentados a lo Buda, se dedican a pontificar, cantar o dar lecciones de yoga. Uno bien famoso, que destaca por sus ejercicios televisados de yogi saltimbanqui, amenazó el otro día con seguir la estela de Hazare y ponerse también en huelga de hambre si no se aplicaba de inmediato la pena de muerte a los corruptos, lo que suena, más que a regeneración, a amputación. Peculiaridades estilísticas aparte, la historia de Saib Baba no es muy original entre los del oficio: un día, se descubre a sí mismo como reencarnación de algún dios o de algún santón de antaño, se echa al monte y empieza a predicar y a acumular seguidores. Salvo que no hay apariciones marianas, el asunto no se aleja mucho de nuestras versiones patrias. Pero aquí, generalmente, las donaciones que van llegando se utilizan realmente para labores sociales variadas. Y aunque circulan historias medio tenebrosas sobre la vida del sujeto, hay que reconocer que, en el caso de Saib Baba, los logros son espectaculares: hospitales, universidades, un aeropuerto. Buena parte de estos recursos se han puesto a disposición de las gentes con menos posibles, lo que hace que cuente con mi simpatía, incluso descontando mis habituales alergias por estos asuntos sobrenaturales. En cierto sentido, su historia tiene una gran semejanza con el Baba que creó los Ananda Marga, la banda de mis queridas Didis, pues en el proyecto fundacional también aparecían sueños de aeropuertos, universidades y centros médicos. Pero, por el momento, el movimiento naranja apenas ha alcanzado a crear unos cuantos orfanatos y centros medio mal dotados.
Es probable que las semejanzas se extiendan también al proceso sucesorio. Desde la muerte del Baba (a quien Irene siempre se refiere como el ferroviario, su profesión antes de la pertinente revelación divina), los Ananda Marga se han enzarzado en tremendas luchas por el poder entre las diversas facciones, los bengalíes, los hindis; algunas de estas luchas han afectado dramáticamente a mis Didis favoritas. En el caso del Saib Baba, los periódicos empezaban a informar ya de las primeras peleas entre los posibles herederos y el círculo más cercano al gurú. Al fin y al cabo, manejar un imperio que mueve varios cientos de millones de dólares es un dulce demasiado goloso. Mezclan mal, el dinero y lo espiritual. Supongo que al Saib Baba, reencarnado en lo que se haya reencarnado, acabará hasta el moño (si es que ese pelazo se pudiera domar en uno) de los que fueron sus colaboradores.