Retorno a Kolkata

Tres. Casi sin darme cuenta, burla burlando, vuelvo por tercera vez a la India. Esto empieza a convertirse en costumbre, quizás con algo más de glamour que los clásicos hispánicos “vacaciones en Cullera” o “agosto en el pueblo”, pero igualmente ineludible. Aunque confío que no por repetido el plan deje de ser divertido. Buenooo, ¿aburrido con las Didis de por medio?, imposible.

Vuelo con Emirates haciendo escala en Dubai. En extraña fantasía futbolera, me convenzo mentalmente de que Dubai es Qatar, y reviso el asiento para ver si además de folletos variados se incluye alguna camiseta del Barca. Pero se ve que el acuerdo financiero no ha llegado a tanto. Una vez recuperada la cordura geográfica, descubro decepcionado que tampoco tendré la camiseta del Arsenal. Será que los tiempos no están para alardes, o quizás la expulsión de Van Persie, no sé. El avión llega con retraso y estoy a punto de perder la conexión a Kolkata, literalmente, si no fuera por el pedazo de carrerón que me pego por la terminal qatarí (ah, no, que era emiratí), llevándome por delante algún paseante y todo mi aliento. Casi ni me da tiempo a despedirme de Daniel, un simpático tinerfeño de origen indio, que iba camino de Hong Kong, con el que coincido en el primer vuelo. En el vuelo a Kolkata comparto asiento con un indio, no muy avispado en el uso del mando para seleccionar los canales de televisión. Cuando está a punto de reventar los botones, le echo una mano; finalmente localizamos una peli bollywoodiense, y el hombre se arrellana satisfecho. En pleno quid pro quo, intercambiamos su boli por mis instrucciones para que el hombre consiga rellenar su tarjeta de inmigración. Todo esto, por cierto, sin cruzar más de tres palabras en inglés (dudo que supiera más). No me da tiempo a flirtear con las exóticas azafatas porque quedo sopa en el acto, agotado por el derroche físico de los pasillos del aeropuerto.

Kolkata me recibe con calor húmedo, como es tradición, con su tráfico insensato y su habitual marea amarilla de taxis vociferantes. Sabe el lector veterano de mis agridulces sensaciones con esta ciudad. Aunque ya me conozco sus rutinas, no deja de producirme desasosiego. La única novedad que he detectado este año son los cuervos: bandadas de enormes cuervos, negros claro, que revolotean por las calles. Pues eso, lo que faltaba.

Para amortiguar el impacto, pienso irme esta noche al pijísimo Flury, a degustar sus incomparables sándwiches de pollo. Quizás hasta me tome una cerveza. Será la última en mucho tiempo.

Hago tiempo en la habitación, con el aire acondicionado a tope (de frío y de ruido), intentando no dormirme (¿cómo, con este artefacto bramando?) para no desajustar más de lo que está mi reloj corporal. Veo en la tele un partido de cricket entre Inglaterra y Sri Lanka. Apasionante, dirán ustedes, y no les quito la razón; aunque no crean, que ya le voy cogiendo el punto a este misterioso juego. En las otras cadenas, películas con parejas de actores que se intercambian mensajes de amor cantados y bailados: él, invariablemente ataviado con atuendo macarra; ella, con atrevido conjunto que deja al descubierto hombros y realza sus formas. Están las actrices de Bollywood cortadas todas por el mismo patrón: claritas, de rasgos finos y ojos grandes, pelazos negros, estilizadísimas… me recuerdan siempre a Nuria Roca. Sufren además de una irrefrenable tendencia a semisumergirse en el agua en sus coreografías, intentando convertirse en una especie de Miss Sari mojado que no llega a mayores, que aquí el recato se impone. Tienen que acabar fundidas (quizás también constipadas) sus pelis, pero para ya, cansina, que no haces más que cambiar de escenario en escenario en cada coreografía, ora playa, ora montaña. Cuando zapeo y me topo con Shin-Chan (por cierto, su mítico eeeh-eehh suena bien divertido en bengalí), decido salir a dar mi enésimo paseo.

En estos paseos pasa de todo. Un señor, al pasar por mi lado, pega la hebra con un incuestionable “Kolkata is very hot!”, y acabamos hablando de la existencia de Dios y de hacia dónde va la humanidad. No exagero, todo esto en 300 metros de paseo Free School Street arriba, hasta que separamos nuestros caminos y me despide con un God bless you que contradice un poco su discurso anterior, medio agnóstico. El tipo del tenderete telefónico desde el que llamo a España me intenta colocar un par de sim cards, y al ver que no tiene éxito, duplica la tarifa inicialmente acordada para las llamadas, alegando no sé qué de la conexión. En el chiringuito donde cambio dinero acabamos discutiendo sobre la evolución de las cotizaciones de las divisas mundiales, tras comprobar que el “from Spain” con el que me identifico no da para mucha conversación.

Mañana tomo el tren para Purulia. Me dice Didi Vratiisha que estará esperándome en la estación, quizás con comité de bienvenida incorporado. Promising!

¡Ah!, y bienvenidos de nuevo.