Post del domingo.
Toparati es Didi Toparati, una de las monjas. Las cabras, en este post, son algunas de las niñas, aunque Toparati también está un poco como una cabra. Cabras por aquí hay a patadas, y además estos días deben de haberse puesto todas de parto, porque hay cientos de cabritillos por los caminos y por los pueblos y campos. Cuando digo por los caminos debe leerse literalmente, justo en medio, que ni con los contundentes bocinazos conseguimos a veces que se despierten, durmiendo como están, para dejar paso al coche. Se ve que ya están acostumbradas a la música de las bocinas y ni prestan atención. De las vacas, mejor ni hablar, esas sí que son las reinas. El otro día, en Purulia, vi cómo una de ellas, que paseaba tranquila por las ruidosas calles, se metía en una tienda. Sin coña, subió unos escalones y asomó el morro. No creáis que nadie la echó de allí con cajas destempladas, qué va: la vaca observó, comprobó que no había nada que mereciera su interés y, tal y como había entrado, se largó. Todavía me pregunto para qué las tienen (las cabras, digo), pues ni las ordeñan, ni por supuesto comen su carne. Alguien me dijo que, tras criarlas, las venden, quizás para exportarlas, no sé. Las vacas, nada de eso, por ahí andan, yo creo que sin dueño, pero dueñas ellas de casi todo.
Desde hace tiempo, Toparati insistía en que un día teníamos que irnos de excursión, a escalar unas colinas que hay aquí cerca. Lo de colinas es mero eufemismo, pedazo montañones que echan para atrás. Así que un día, aprovechando que se levantó nublado, salimos de paseo. A las 5 de la mañana, por supuesto, no se vayan a creer: Toparati, Arni y yo, junto con la alegre muchachada, unas 8 o 9 niñas. Como no sabía de la dificultad de la escalada, me entretuve un rato pensando en qué calzado sería el más adecuado, si las zapatillas de deporte que me traje (aunque ésas están casi en exclusiva dedicadas al balón prisionero), o unas sandalias que también compré en España. Me decidí por estas últimas, pero cuando al salir vi que las niñas iban todas con chanclas, me sentí un poco avergonzado. Aunque si hubiera optado por unas chanclas, probablemente todavía estaría purgando el error, con los pies metidos en agua caliente, doloridos.
Toparati es la monja más joven que hay por aquí, debe de andar por los 25 años. Es monja “de segunda”, es decir, no es senior todavía, y por eso viste túnica blanca (aunque con complementos en naranja, por supuesto, firma de la casa). Toparati es felina. Es muy delgada, un poco más alta de lo que por aquí se estila, y tiene un cuerpo espléndido. Si le pusieras unos vaqueros ajustados y una camiseta, causaría sensación. Aunque claro, con estos hábitos, cualquier cuestión sexual queda enterrada bajo siete llaves. Lleva el pelo muy corto, y cuando va descubierta a mí se me da un aire a la estupenda Ariadna Gil (ay, envidiado Trueba). Yo la veo muy guapa, aunque ella rehuye las fotos, dice que sale muy fea. Supongo que inocular esos complejos forma parte de la educación monjil. Lo que resulta más increíble es, de nuevo, su historia, tan paralela a la de Didi Vratiisha. Resumo: niña espabilada, aventurera, cuyo principal entretenimiento infantil consiste en trepar a los árboles y escalar montañas, para disgusto de su padre, que no considera muy femeninas esas actividades. Decide estudiar, creo que bibliotecaria, no sé si entendí bien, y cuando termina, ¿adivinan?, la llamada paterna al matrimonio. Así que se larga de casa, desparece y recurre a la vía de liberación femenina habitual por estos lares: meterse a monja. Prueba con diversas sectas y religiones, hasta que encuentra a los Ananda Marga, y aquí se queda, imagino que por las mismas razones que Vratiisha. Le preguntamos por cómo se había tomado la familia su decisión, y por supuesto nos dijo que con sumo disgusto. Aunque de la decisión la familia solo tuvo noticia… ¡por carta! Qué cosas. Pero ella parece encantada aquí.
Así que, con Didi a la cabeza, salimos de caminata aquella mañana, las niñas felices, agarradas de la mano, en tríos, cantando canciones. Pronto las niñas empezaron a mostrarme sus dotes escaladoras, y como cabritillas triscando, empezaron a sorte
ar rocas y trepar por laderas. Yo les decía, bromeando, que no podía seguir su ritmo, que estaba muy viejo para esos trotes, que por favor me esperaran, y ellas se reían mucho… aunque en realidad no era broma, jejeje. Toparati también se lanzó a exhibir sus dotes atléticas; verla trepando, con chanclas y todo el hábito, era de lo más gracioso; pero, coño, qué ritmo. Picado en mi orgullo masculino, me decidí a competir con ellas, y he de decir que estuve a la par, aunque luego lo he pagado con agujetas durante un par de
días. Arriba, en la cima de la montana, el paisaje era espléndido: un cielo nublado, grisáceo, a Arni le venía la melancolía de los cielos británicos (ya me dirás tú qué encanto pueden tener los cielos británicos, pero aquí tan lejos se perdona todo). Y a nuestros pies, toda la llanura, en la que se veía, allí al fondo, el colegio. Aquello pedía a gritos, o quizás en silencio, un momento de meditación, y en ello nos embarcamos, Didi en la absurda posición que se aprecia en la foto, como fulminada por un rayo. A su lado, Arni trata de seguir su ejemplo. En otra de las
fotos podéis ver a todas las niñas, all scattered along the hill. En primer plano, Susmita, la niña sonriente. En la tercera foto podéis ver a Nilima, de verde y con un pañuelo azul, con su embaucadora sonrisa.Con tanta meditación y tanto ooommm, nadie reparaba en que todavía nos quedaba la bajada, que incluso alguien poco avezado en estas lides como yo sabe que los descensos son siempre más complicados. Pero Didi, la cabra de Katanga, encontró un camino para bajar en el que apenas corrimos riesgos, más allá de un par de resbalones que intenté que pasaran inadvertidos, pues no era cuestión de perder, conjuntamente, la compostura, la dignidad y el aura de superDada que estas niñas me han asignado. Por el camino empezó a llover, y las nenas se pusieron enseguida a buscar remedio: buscaron unos árboles
con unas hojas grandes y se pusieron a la tarea de confeccionar unos gorros y unas capuchas, trenzándolas hábilmente con pajitas. Me resulto fascinante cómo todas sabían qué hojas eran convenientes y la manera de coserlas, cuán diferentes son los conocimientos de un mundo y otro. Y me recordó, por otra parte, a una de las competiciones de las que no os hablé en el post correspondiente, el del día de fiesta en los poblados, una en la que las mujeres se retaban a confeccionar una especie de plato, con esas mismas hojas, una competición en la que contaba tanto la r
apidez como la perfección en la ejecución. Aunque sabía que aquello iba a ser la puntilla para mi imagen, me presté a posar, con cierta cara de panoli y junto a smiling Susmita, con el ornamento.Llegamos sin más avatares al colegio: eran apenas las 8:30 de la mañana, pero mi cuerpo se sentía como si hubiera transcurrido una intensa jornada. Y así había sido.













