Como perros

Hay un pasaje de un libro de Coetzee, Desgracia, que termina con una frase semejante al título de este post: "sí, como un perro". Creo recordar que ha sido la única vez que se me ha caído un libro de las manos, de la impresión. Los que lo hayan leído sabrán a qué pasaje me refiero, es inolvidable. Omito más detalles por si alguien quiere leer el libro (fabuloso, como todo Coetzee, por otra parte), pero la frase aludía, claro, a una situación de desesperación y maltrato más allá de toda comprensión. No es difícil encontrar en la India situaciones como ésas. Ya he hablado de ellas en alguna ocasión, pero sospecho que las palabras no son suficientes para describirlas. Y aunque pueda resultar algo tópico hablar de pobreza en la India, quiero dedicar este post a ilustrarla con datos e imágenes. Adelanto, de todas formas, que casi nunca me he sentido capaz de captar las más demoledoras, detenido por la combinación del horror y el pudor.

Conviene señalar, por cierto, que en la India los perros no son realmente animales domésticos. La mayor parte de ellos vagan por las calles, con aspecto enfermizo, en muchas ocasiones con patas rotas, quizás atropellados, y tratados con el mayor desprecio que uno pueda imaginar. Salvo en algún mall elegante de Kolkata, no he conseguido encontrar productos específicamente destinados a ellos, como collares antiparásitos o cepillos, pese a que los he buscado con interés, para los perros del colegio. Que por cierto eran dos cachorros hembras de lo más simpático y juguetón; al menos conmigo, porque, para mi asombro, nunca vi a ninguna de las nenas jugando con ellos: simplemente, no entienden que toque hacerlo, de la misma forma que a nosotros no se nos ocurriría ponernos a jugar, qué sé yo, con ratas o cabras. Me contaba Didi que, por ser hembras, nadie los quería, y que por eso se los quedó. Se ve que la desventaja de la condición femenina no es sólo aplicable a humanos…

Existen en la India todas las posibles variantes de pobreza posibles: no hablo de los mendigos que encuentras en las grandes ciudades, que hacen de la pobreza una profesión, pues ésos desaparecen en cuanto te alejas de las zonas turísticas, sino de la multitud de personas que arrastran sus escasas pertenencias por las calles, vagando sin rumbo, durmiendo en cualquier parte y sin otra aparente ambición que la de llegar al día siguiente. De ésas hay a miles en Kolkata, hombres, mujeres, familias enteras que tienen la calle por domicilio y las fuentes públicas como única comodidad. El de la fotografía araña en las calles de Purulia restos de comida en las hojas-plato olvidadas en el basurero. Me venía a la cabeza aquel poema de los tiempos escolares “¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo…?” Aquí siempre lo hay, recogiendo las sobras que alguien arrojó. Hasta en Jaipur, una ciudad mucho más civilizada y con un nivel de vida incomparablemente mayor, los encuentras con facilidad. Los más afortunados viven en chabolas, como en el asentamiento cercano al orfanato, en el que sólo los niños jugando a un simulacro de criquet (con palos como bates y sin pelota) parecen recordar que hasta aquí se pueden oir risas. Curiosamente, apenas cincuenta metros más allá se alza un mall imponente y una colonia de chalets de lujo. En los poblados cercanos al colegio de West Bengal la pobreza es también generalizada: la gente vive en chozas de barro y subsiste vendiendo la leche y la carne de sus cabras y de algún trabajo ocasional. El arroz y quizás algún fruto recogido de los árboles conforman en exclusiva su dieta. Esta tribal people, completamente analfabeta, que habla idiomas distintos del bengalí (en realidad, puede ocurrir que en dos poblados que disten apenas un par de kilómetros se hablen idiomas diferentes), viven una realidad aparte y su cultura, sus tradiciones y el color de su piel hacen imposible que mejoren su situación. Algunas de mis niñas favoritas de Umanivas pertenecían a esta clase olvidada.

Y luego están las viudas. Se las distingue por su prematuro envejecimiento, su absoluto abandono y por unas vestimentas que alguna vez fueron blancas (el blanco es el color del duelo en la India), convertidas ya al gris de la miseria y la suciedad, que apenas cubren su desnudez. Las encuentras sentadas en las aceras, o como la de la foto, acuclillada frente a la estación de Purulia. La viudedad es muchas veces en la India sinónimo de desamparo. Nadie las atiende, ni las familias ni las instituciones, y su destino pasa únicamente por aguardar la muerte, que algunas tratan de adelantar mediante el suicidio.

En la dura tarea de la subsistencia, la gente se gana la vida con los oficios más insospechados. Creo que fue en Kolkata donde vi cómo un hombre mayor pasaba el día ofreciendo en la calle a los viandantes los servicios de su báscula, en la que por 5 rupias medía, más o menos exactamente, el peso de los interesados. En Bokaro me topé con algunos redactores de cartas y documentos, que armados de viejas máquinas de escribir se ocupaban de poner negro sobre blanco las peticiones de los iletrados. Encontré al curioso personaje de la foto en Purulia, donde amablemente se ocupaba de limpiar los oídos de los aventureros que se atrevían a enfrentarse a su escalofriante instrumental: una aguja de dimensiones descomunales, que apenas protegía durante la trepanación con un algodoncillo. En aquellos tiempos andaba yo con mis problemas auditivos, y por un momento estuve tentado de entregarme a sus cuidados, pero deseché rápidamente la idea al pensar en las consecuencias, de entre las que la perforación de tímpanos se me antojó la más leve. A pesar de rechazar sus servicios, el tipo se me acercó, con esa gorra de béisbol que desentonaba un tanto con su atuendo, y estuvimos un rato intentando comunicarnos, aunque debo decir que no con mucho éxito.

En este reparto de trabajos inhumanos, las mujeres se llevan la peor parte, sobre todo por la arraigada costumbre de que sean ellas las que carguen con los pesos sobre sus cabezas. Resulta de lo más curioso observar cómo, en cada obra (edificios, carreteras), la mayor parte del personal es femenino: son las que se ocupan de acarrear los materiales, piedras, arena, cemento, de un sitio a otro, luciendo coloristas sarees a modo de monos. En la estación de Kolkata fui testigo de una escena alucinante: dos hijos jóvenes estaban transportando un gran baúl con ciertos apuros, y en un momento dado, se pararon y animaron a la madre, una señora bastante mayor, a que lo transportara en la cabeza. Aquello les parecía lo más normal del mundo. No recuerdo quién me intentaba convencer de que las mujeres estaban acostumbradas a cargar esos pesos en la cabeza, y que no suponía un gran esfuerzo para ellas. En fin, cómo discutir que la costumbre no siempre debe sentar jurisprudencia. Sin embargo, algunos trabajos que uno podría pensar femeninos son aquí siempre desarrollados por hombres, como los operarios de las máquinas de coser que vi ayer en un taller de ropa que visitamos en Jaipur.

Al cambio, un euro viene a ser como 60 rupias. Puede ayudar a hacerse una idea del nivel de vida el que los billetes de 1000 rupias (como 15 euros) son los equivalentes de los Bin Laden de 500 euros en España: apenas se ven, salvo en las manos de algún cliente adinerado en unos grandes almacenes. Todo el mundo se maneja con billetes por debajo de 100 rupias, con el de 10 como gran estrella. Los turistas que visitan la India suelen moverse en lo que he dado en llamar la escala de las 100 rupias: el que una cena pueda salir por 300 rupias (5 euros) nos puede parecer muy barato, pero en realidad he aprendido que se puede cenar perfectamente por 15, aunque eso sí, rebajando un tanto los estándares de higiene y salubridad. Cualquier taxi de Jaipur intentará cobrar al extranjero 100 rupias por una carrera, excepto si vas acompañado de locales o si ya te conoces el percal: entonces aceptará la negociación en torno a las 30 ó 40. Porque una gran parte de la población se mueve aquí en la escala de la rupia. Sobre todo en los poblados, en los que un sueldo medio pude ser de unas 30 rupias diarias, muy por debajo de ese dólar que, creo, los organismos internacionales marcan, un tanto arbitrariamente, como umbral de la pobreza extrema. Recomiendo aquí ver el vídeo La gente olvidada de Rarh, que grabó Rosa cuando estuvo por Umanivas, con la ayuda de un par de voluntarios británicos. Está en inglés, pero es de lo más interesante y revelador. Y, claro, esos caminos de Khatanga, esas caras, me resultan tan familiares…

Invisible

Creo haber contado alguna vez lo que daría por disfrutar, aunque solo fuera por un rato, del maravilloso talento para tejer historias de Paul Auster, de quien -los dioses me perdonen- tomo prestado para este post el título de su última novela (aunque no soy tan exigente, porque si la austerianidad me fuera negada, me conformaría de buen grado con una pizca de Eduardo Mendoza). Y es que Invisible me he sentido, en cierto modo, en este mes que he pasado en Umanivas.

Verán. La primera vez que estuve allí, el año pasado, fue una conmoción en el colegio: era el primer male volunteer que iba allí solo, sin pareja, y aquello disparó el interés y la curiosidad de las niñas. Pero en esta ocasión mi presencia ya no era una novedad. Creo que había pasado a ser algo así como ese primo de ultramar, cuya primera visita genera enorme expectación, pero que en las siguientes ya es visto como uno más de la familia, al que se tiene en cuenta en las decisiones domésticas, pero que ha perdido el aura de lo desconocido. Las nenas sabían que estaba allí, se me disputaban por las mañanas en clase (Dada, you take Class VIII?), y me convocaban (a voces, Dada, plaaaaay) para los partidos de balón prisionero por las tardes. Pero el resto del tiempo no interrumpían sus rutinas para darme cabida en ellas. Recuerdo que el primer año, a primera hora de la tarde, oía los golpecitos en las rejas con los que la brigada de las pequeñajas (Rupa, Rumpi, Chandana) solían interrumpir mis siestas reclamando jugar a las cartas, ver una peli (Mulan, Dada, Mulan!) o, simplemente, enseñarme lo que habían hecho en clase ese día. Esta vez era yo el que tenía que ir a buscarlas, para proponerles alguna actividad. También es cierto que el año pasado tuvieron vacaciones buena parte del tiempo que estuve allí, mientras que en esta ocasión tenían los agobiantes horarios del curso. Por otro lado, Didi Vratiisha se pasó casi semana y media en Kolkata, y sin su apoyo y decisión era difícil organizar casi nada. Las otras Didis, aunque son amables y hasta solícitas cuando se las requiere, no se sienten tan cómodas en mi presencia.

Pero según se iba acercando la fecha de la partida, las nenas fueron dándose cuenta de que realmente Dada se marchaba. Y entonces volvieron a buscarme como antaño, a ensayar pequeñas frases en inglés cuando se cruzaban conmigo o a reclamar mi ayuda en los deberes por la tarde. Y me preguntaban, algo incrédulas, Dada you go? El último día, como ya es tradicional, se organizó el programa de despedida, ese Farewell Pablo Dada que se ve a Sandipa escribir en la pizarra. Todas las nenas, recién salidas de clase, con sus lindísimos uniformes, estaban allí. Lo de programa debe interpretarse en sentido literal, porque hay un orden del día, una speaker que va presentando las actuaciones y finalmente agradece las sucesivas intervenciones: bailes, cantos entonados a cuatro o cinco voces, algún solo de armonía, todo bajo la atenta mirada de la mesa presidencial, que ocupaba junto con las Didis.

Aunque ya me conozco casi de memoria todos los bailes, fue lindo ver de nuevo las evoluciones de las nenas, que al terminar cada baile me dedicaban una mirada y una sonrisa de complicidad. Al finalizar la ceremonia, Didi me pidió que dirigiera unas palabras al auditorio, y a ello me puse, con la ayuda de su traducción simultánea (ay, compruebo en la foto que me he vuelto a quedar tirillas, esta dieta vegetariana… ¡y qué pedazo de peluca!, ya sé lo primero que tengo que hacer al volver) ¿Qué les dije?, creo que les hablé de los posibles futuros que les esperaban. Les conté que en este tiempo en la India he visto mujeres en los poblados con vidas inhumanas, y otras con trabajos decentes. Y que en sus manos estaba elegir un destino u otro. Que de ellas dependía conseguir una buena educación que les abriera unas puertas que en principio tienen cerradas. Ignoro cuánto de mi discurso les llegó realmente, porque sospecho que Didi optó por una traducción algo libre, aunque sólo sea por la disparidad de duración de nuestras intervenciones: a veces un par de frases mías se convertían en cinco minutos de parrafada, mientras que otros pasajes más largos eran resueltos con un breve comentario. Pero me pareció que alguna niña, bajando la mirada, entendía. Quizás acabe siendo solo un efecto pasajero.

Por la tarde, ya empaquetado todo mi equipaje, llegó la hora de marcharse. Al salir de la habitación me encontré con todas las niñas esperándome, en silencio. De entre ellas se abrió paso Rupa, que entre lágrimas se me acercó, me dio una última carta que había estado escribiendo ese día, y acabó por abrazarse a mis piernas, ya con llanto desconsolado, please, Dada don’t go. Es el llanto un sentimiento contagioso, y en apenas unos instantes todas las nenas estaban llorando, casi al compás. Hasta Sunita andaba con los ojos arrasados por las lágrimas. Las fui abrazando, una a una, aunque ellas apartaban la cara para que no las viera llorar. Ya montado en el coche, mientras me iba alejando, me puse a gritar desde el estribo, todo lo fuerte que podía, sus nombres: bye-bye, Nilima, Rupa, Anjana, Moitree! Bye-bye Pimky, Rumpi, Gita!... bye-bye a todas…




Durante los últimos días me dio por pensar que quizás mi labor en Umanivas ya se había terminado, que las niñas ya no me necesitaban, no más que a cualquier otro voluntario que se acercara por allí, y que quizás fuera mejor buscar otros sitios en los que, en el futuro, echar una mano. En el orfanato de Jaipur en el que estoy ahora siento que mi ayuda es más necesaria: aquí estoy todo el día conviviendo con los niños y las niñas, les ayudo con los deberes, nos inventamos juegos... Pero luego pienso que mi Didi Vratiisha sigue necesitando que su brother esté con ella, para ayudarle en los muchos proyectos que tiene en mente. Y, sobre todo, me paro a mirar la foto, reparo en la lágrima que corre por la mejilla izquierda de Archana… y me digo que será difícil no volver alguna vez.