La torpeza del astronauta

Todavía medio aturdido por el cambio de horario, me pongo a escribir este post, que será de despedida, ya atrincherado en la comodidad de mi casa de Madrid. Entra por la ventana una brisa refrescante, y en mi insomnio trato de ordenar los recuerdos de este mes y medio.

Los últimos diez días transcurrieron en el orfanato de Jaipur que Irene y yo visitamos fugazmente al comienzo de esta aventura. Han sido unos días deliciosos. Para empezar, debo confesar que, tras las penurias de Umanivas, decidí que mi tolerancia a las incomodidades había sido ya rebasada con creces, así que opté por alojarme en un hotel (moderno y confortable) cercano al colegio. Sé que el plan no casa muy bien con el espíritu del voluntariado, pero qué quieren, estaba ya algo harto de pasar calor y echaba de menos la ducha diaria. Algunas disciplinas mentales no resisten bien las tentaciones. Pero no crean que disfruté mucho de esos lujos orientales, porque me pasaba el día entero en el ashram (lugar de meditación), que así llamaba Didi Gautami a su orfanato. A primera hora de la mañana (bueno, quizás no tan a primera hora, jejeje) me cogía el petate y me encaminaba al colegio, donde esperaba la llegada de las nenas, en los diferentes autobuses, cada una con el uniforme de su escuela. Aquí las niñas van a colegios distintos, dependiendo de su edad y de su capacidad, porque Didi, con buen criterio, ha decidido emplear los fondos que consigue a través de los voluntarios en pagarles la educación en buenos colegios, todos ellos bilingües. Y no crean que la educación en un buen colegio es barata aquí, al menos para los estándares indios. Pero gracias a ello, las nenas (y el par de nenes que hay en el orfanato) se entrenan cada día con clases en inglés y buen profesorado. La diferencia de nivel con Umanivas es tremenda, aquí hasta las más pequeñas son capaces de comunicarse contigo en inglés. Pero las diferencias no acaban aquí. Quizás sea porque viven en una ciudad, o quizás porque disfrutan de ratos de televisión por las tardes, el caso es que estas niñas están menos asilvestradas que las de West Bengal. Aquí cualquiera se te acerca, se pone a hablar contigo con toda la naturalidad del mundo, te pide ayuda para los deberes… Es, desde luego, un sitio en el que se está mucho más cómodo, incluso para quien, como yo, guarda en el corazón a las niñas de Umanivas. Si alguien me pidiera consejo sobre un sitio en el que estrenarse en estas labores de voluntariado, le diría sin dudar que empezara por Jaipur.

Y es que el ambiente que se respira en el orfanato es magnífico: las niñas forman una gran familia, son como 20 hermanas que juegan entre ellas, disfrutan de ratos de esparcimiento, comparten estudios, mayores y pequeñas, en un ambiente relajado. No hay, como en Umanivas, ambiente de academia militar. Me decía Irene que, con el ritmo marcial de vida que llevan, en el que sólo Didi Vratiisha añade toques de dulzura, era muy difícil que las niñas pudieran establecer entre ellas vínculos que fueran más allá de la camaradería. Hay allí cierto ambiente de enclaustramiento, casi asfixiante, pero quizás las condiciones de aislamiento lo hagan inevitable, qué sé yo. Por el contrario, la foto de la derecha me parece que resume bien el ambiente del orfanato de Jaipur, con las niñas atentas al desarrollo de la telenovela de la tarde, mientras Didi las mira, como una madre, y parece asentir complacida.

Aunque Didi Gautami tiene su carácter, no crean. Como no podía ser de otra manera, su familia pertenecía a la casta de los guerreros, que se me antoja la cantera inagotable de Didis emprendedoras. Su vida, como las de las otras, ha sido una lucha constante, contra las circunstancias, la sociedad, y en este caso, también contra la organización de Ananda Marga, en la que llegó a desempeñar papeles de alta responsabilidad (supervisora de todos los ashrams de la India, me la imagino perfectamente en el papel). Me contaba Didi algunas historias escalofriantes sobre luchas de poder y abusos dentro de la organización, que acabaron por hacerla apartarse de ella. Me sonaban tan familiares, quizás sean inevitables cuando una religión deviene en estructura jerárquica. De entre las muchas cosas que me gustan de ella, mi favorita es su sentido del humor, sorprendentemente agudo. Recuerdo algunas tardes, tronchándonos de risa con alguna historia, medio horrorosa, que ella me contaba en clave de humor. Aunque también nos peleábamos muchas veces sobre cuestiones políticas, porque, de forma algo contradictoria con su personalidad, ella sostiene algunas posiciones de lo más nacionalistas y beligerantes. Un día tuve que comprarle una biografía de Gandhi, para intentar convencerla (no sé si con mucho éxito) de que su idea de que fue él el culpable de la partición de la India quizás no estuviera bien documentada. El día que me marché lo dedicamos a la sesión de fotos de despedida, con todos los niños del orfanato vestidos con sus mejores galas. Y nos despedimos con una sonrisa, la que alumbra las caras de los niños en la foto.

Ahora que ya estoy en Madrid, al hacer recuento de las cosas que he hecho y de las que no pude hacer, creo que puedo estar contento. Y eso que siento cierta decepción porque no pude terminar algunos de los proyectos e ideas que traía cuando empecé esta segunda andadura por la India. El proyecto estrella, la instalación de los paneles solares en Umanivas, se quedó en el camino, derrotado por la imbatible desidia de los indios. Quizás lo pueda reactivar desde la distancia, aunque albergo dudas de lo más razonables. Al menos, me dio tiempo a echar una mano en algunas cosas que mejoraron la vida de mis niñas en el colegio, una nueva instalación eléctrica, ventiladores para los pasillos… Durante esta semana volveré con el proyecto de los madrinazgos, tanto para las que quieran renovar su compromiso como para quienes quieran incorporarse de nuevas. La otra idea que tenía en mente, la de que las niñas de Jaipur cosieran trajes para venderlos en España, se ha quedado momentáneamente congelada. Las muestras que me he traído, tan numerosas que mi mochila estuvo a punto de reventar en la vuelta, me han hecho descubrir que la confección de ropa no es un asunto tan trivial como yo sospechaba, y que nociones como patronajes, plisados y sisas no eran, como yo creía, inventos del marketing del gremio del textil. Confío en que en un futuro próximo podamos solventar las dificultades técnicas. Os mantendré informados a todos los que os habéis interesado por el asunto.

Por otro lado, quedo razonablemente satisfecho de cómo ha ido el blog, porque al principio no estaba seguro de que fuera a tener combustible suficiente para alimentarlo. Creo que sólo se me queda en el tintero un post, que sospecho habría estado entretenido, sobre las maneras de vestir y la estética en la India, que pensaba titular "El triunfo del tergal". No tuve tiempo de obtener las imágenes para ilustrarlo, y sin ellas me siento incapaz de describir las inefables vestimentas que luce el personal en las calles, las películas o la televisión. Quizás en otra ocasión.

Llevo dos días en Madrid, y todavía vivo sin vivir en mí, aturdido, además de por los decalajes horarios, por la velocidad con que aquí transcurre todo, que ya tenía casi olvidada. Y eso que la reinmersión ha sido rápida y sin piedad, incluyendo visita dominical al Leroy Merlin, cuyo fruto fue un nuevo mobiliario para la terraza y una continua sensación de escándalo por los precios, pese a mi firme intención, no siempre cumplida, de evitar traducirlos a rupias (o peor, de intentar no calcular cuántas cosas se podrían hacer allí con la pasta que cuesta aquí una mesa y unas sillas). Pero no puedo negar que al volver uno bendice, por muchas razones, la suerte que tenemos de vivir en este mundo occidental. En su libro El antropólogo inocente, que describe (en un tono muy divertido) las peripecias de un antropólogo durante su convivencia con una tribu africana, Nigel Barley resume bien la sensación del que regresa de una aventura así:

Es característica común a los que retornan, mientras van dando traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llegados del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales, de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable.

Sin embargo, pese a esa sensación de que vuelves al mundo al que perteneces, hay algo dentro de ti que... Barley, en el último párrafo de su libro, da cuenta de la conversación telefónica entre el antropólogo y quien le animó a iniciar la aventura. Dice algo así como:

- Ah, ya has vuelto.
- Sí.
- ¿Ha sido aburrido?
- Sí.
- ¿Te has puesto muy enfermo?
- Sí.
- ¿Cuándo piensas volver?


Pues eso. Gracias a todos por estar ahí y, quizás, hasta la próxima.

En Madrid, a 2 de mayo de 2010.