Solo ante el peligro

Hace unos días le comenté a Didi que quería volver a Bokaro, porque necesitaba cambiar algunos euros y comprar algunas cosas que solo se encuentran allí. Para mi sorpresa, ¡me dijo que podía irme solo! Así que hoy he vivido mi primer día en solitario por estos andurriales. Y como no podía ser menos, me ha pasado de todo.

Pedí un coche para que me llevara a Kotsila, que es la estación de tren más cercana. El conductor, con el que no había ido antes, resultó ser profesor de la Escuela Politécnica, especialidad electricidad y motores. En sus ratos libres, hace de taxista. Para que nos quejemos de lo mal que anda el profesorado universitario en España :) Un tipo bien agradable, por cierto, aunque más allá de un par de términos técnicos, bobinas y cables, su inglés flojeaba notablemente. Comprenderéis que construir una conversación con esos dos únicos términos ha sido una tarea excesiva, aunque ambos le hemos puesto ganas, y muchas sonrisas cuando no conseguíamos avanzar en el diálogo.

Los trenes en la India son peculiares. Aunque razonablemente puntuales, debe de ser herencia genética de los de Su Majestad, su interior no guarda ningún parecido con los de la British Railways. Para empezar, porque suelen ir petados. Pero, ¡atención!, precisemos: aquí “petados” quiere decir… ¡petados! Es decir, entra uno y hace cálculos: ahí caben, mmm, cuatro. Pues no, caben 6, 8, 10, o 12, si contamos a los que se encaraman al portaequipajes. El concepto de espacio aquí es tan diferente… Lo curioso es que no hay conflicto alguno: si llegas y ves que no hay sitio, simplemente te sientas en una esquinita, meneas al culillo para hacerte sitio, y los demás ya se ocupan de reubicarse (el que sean canijos y flexibles ayuda mucho, debo decir).

Bokaro es una ciudad ciertamente espantosa, quizás no ha logrado quitarse de encima el sobrenombre de Steel City, porque se respira el aire viciado de una ciudad minera y metalúrgica (quizás es solo sugestión). Pero es el único lugar de los alrededores que tiene un par de bancos que trafican con foreign currencies. Lo de los bancos es de traca. Para empezar, en su puerta están apostados dos securatas, provistos de sendos trabucos (¡y sendos bigotazos!). De verdad, nuestros mausers de la Guerra de Marruecos parecen modernos al lado de éstos. Aún así, impresionan (tanto las armas como los bigotones), no me veo yo haciendo carrera de atracador aquí. Dentro de la oficina debe de haber como unos 4500 empleados. Junto a los 6 o 7 que ocupan mesa y ordenador, encuentras a uno que se ocupa (solo) de hacer fotocopias, otro que (únicamente) lleva papeles de una mesa a otra, otros cuantos que miran… y el contador de billetes. Sí, detrás de la caja hay un tipo cuya única misión en la vida es meter fajos de billetes en la máquina contadora, una y otra vez; ¡pero el mismo fajo! Que allí esperando me daban ganas de decirle, pero ¡soso!, que ya te ha salido el 100 tres veces, ¿para qué lo metes de nuevo? Todas las gestiones son eternas. No solo por la parsimonia que caracteriza a esta pueblo, sino porque, a veces, mientras estás sentado y el oficinista te está atendiendo, viene otro cliente, que se apoya en tu hombro, tomando así ventaja, y plantea no sé qué cosa de un cheque, con lo que consigue que el empleado se ponga a atenderle. Como he visto que aquí nadie se mosquea por eso, he decidido darlo por bueno.

Pero, una vez solventado el trámite bancario, y con el bolsillo cargadito de Indian rupees, me he dedicado a mis otras misiones: imprimir las fotos de las nenas que puse en el post de ayer, para que cada una se pueda llevar una copia a casa; comprar todo tipo de cacharritos y tuppers para la cocina y el frigo (que harán las delicias de Sunita; os tengo que contar la relación materno-filial que tengo con ella, y la fascinación que me produce su elegancia, ese post dará juego); y, sobre todo, agenciarse los moldes y la pasta para hacer helados (el que los icecreams puedan entrar a formar parte de sus vidas tiene revolucionadas a las nenas del cole).

Había ya alcanzado casi todos los objetivos militares, pero un cierto desasosiego se apoderaba de mí: ¿pero es que no me va a pasar algo raro? En ésas, me meto en una medical shop (una suerte de farmacias, con más pinta de ultramarinos, que abundan por aquí). En realidad, buscaba unos collares antiparásitos para los cuatro perros que tenemos en el cole (a mí me da cierto mal rollo lo sucietes y llenos de bichos que van) y pensé quizás allí… El desencuentro ha sido divertidísimo. Para empezar, interpretando mis gestos, me ha ofrecido un collarín ortopédico. Cuando le he dicho que no, que para los parásitos, me ha ofrecido, como no podía ser menos, una loción para los piojos. Not for me, for the dogs, he protestado. A saber qué habrá entendido, porque lo siguiente que ha sacado ha sido una crema que, por el dibujo, parecía para quemaduras (?). Solo cuando he recurrido al universal “guaaauuu”, al que me ha respondido con un emotivo “aaah, guauuuu”, ha parecido entender. Así que ha sacado el teléfono y ha llamado al hermano, que al parecer regentaba una tienda de artículos para animales. Mientras esperábamos, el tipo me ha dado su tarjeta, insistiéndome en que no lo dudara, que para cualquier gestión que necesitara hacer, allí estaría para echarme una mano, jaaaa. El hermano ha aparecido al rato, y con gestos obvios me ha invitado a subirme a la motillo. ¿Valentino, Lorenzo, Pedrosa?, ¡anda ya!, paso al campeón de los 12,27 cc. El tipo se ha marcado un rallye por las calles de Bokaro, esquivando coches, motos, cabras y vacas, que me ha dejado peinado como si me hubiera puesto gomina. Pero cuando hemos llegado a la tienda y me ha ofrecido un collar para perros, pero de los de sacarlos a pasear, entonces no he podido más, y me he descojonado. A carcajada limpia, sin parar… contagiando a los 487 clientes que había allí, un coro de risas que daba gloria vernos: yo sabía por qué reía, ellos quizás no, pero qué más daba. Definitivamente, con esa familia no tengo futuro. Pero, dado el grado de camaradería alcanzado, y como andaba pillado para llegar al tren, ha mandado a un empleado (otro Rayney) a que me acercara en la moto a donde se cogían los taxis. Un shared taxi, para más señas, un vehículo de tres ruedas (¿recuerdan el cochecito de Pepe Isbert?) en el que el concepto de espacio se torna más relativo que en las teorías de Einstein. Ya va lleno, ¡yo lo veo lleno!, pero el conductor se baja, observa, otea, y decide que allí donde apunta su dedo hay hueco (¿hueco, qué hueco?) para el nuevo pasajero. Salen, eso sí, muy baratitos, unas 3 rupias, pero tienen el inconveniente de que uno nunca sabe cuándo llegará, porque cuando se baja un pasajero (¡espacio libre!), el conductor no arranca hasta que encuentra a un nuevo cliente. En el momento culminante del trayecto he llegado a contar 18 (cuenten, dividan, el chisme tiene tres filas de asientos, contando la del conductor).

Definitivamente, el tren de vuelta hacia Kotsila esta empeñado en poner a prueba mis emociones. Si un día fue el delicioso sueño de Rupa, hoy se sentaron frente a mí dos hermanas, jovencitas, como de 14 años, muy guapas las dos. Ya os he comentado que aquí soy un extraterrestre, el que las niñas me miraran interesadas ya no me sorprendía, y menos me halagaba. Pero una de ellas, ¿habéis tenido alguna vez esa sensación?, la de un rostro que, no es que concuerde exactamente, pero tiene algo, pueden ser los ojos, la boca, que inevitablemente te trae un recuerdo; como si un pedazo de esa cara ya la hubieras visto, aunque quizás con otro acompañamiento. Y al fin lo descubrí: la sonrisa, amplia, de labios cerrados, que abarcaba toda la cara, proyectaba hacia delante el mentón y hacía achinar los ojos. Inconfundible. La dueña de esa sonrisa, si lee este post, sabrá de qué hablo ;) Estuve a punto de compartirlo con la niña, pero qué me iba a entender… Porque además llegábamos ya a Kotsila, y entonces ocurrió lo más desagradable que he vivido hasta aquí. Por el tren pululaban unas mujeres, mayores, sucísimas, ¿parias?, obviamente despreciadas por el resto del pasaje, que acumulaban unos pesados sacos que ocupaban los bajos de los asientos. Mientras íbamos acercándonos a la estación, las mujeres iban recogiendo los sacos y los iban apilando en las salidas. Luego me contaría Didi que eran sacos de carbón, robados en las minas de Bokaro. Cuando el tren paró, las mujeres se pusieron a descargar los sacos con dificultad, lentamente, sacos que caían en los alrededores, donde una muchedumbre los recogía (¿más bien se peleaban por ellos?). Yo esperaba pacientemente a que aquello terminara, pero no terminaba, y el tren iba a arrancar. Ante la perspectiva de tener que esperar cinco horas en la siguiente estación hasta el siguiente tren, tuve que imitar al resto del pasaje que se apeaba allí, y pasar por encima de sacos y mujeres. La sensación de pisotearlas, ¡el crujido!, para poder saltar del tren ya en marcha, os lo juro, no se me va a olvidar fácilmente.

Pero no quiero que este recuerdo empañe el estupendo día que he pasado en Bokaro (creo que haré más escapadas ;) ). Porque además mañana nos vamos por los poblados, a una de las sesiones de medicina (homeopática) que Didi organiza de vez en cuando. No sé qué habrá entendido de lo que le he contado sobre que me gusta dar masajes (jejeje, somebody out there knows!), pero ha asumido que soy un consumado fisioterapeuta, así que me lleva como parte del cuerpo médico. ¡La cosa promete!

Complex numbers

Quería dedicar este post a hablaros un poco de mi trabajo docente en el colegio, y en general de lo que me he enterado hasta ahora sobre el sistema educativo en la India (bueno, lo que me dé tiempo, que hoy hay tormenta, qué gusto, y la luz se está yendo a cada rato).

Empiezo por esto último. El sistema es semejante al de España: una educación primaria hasta los 14 anos y una secundaria hasta los 18. Luego vienen los colleges, que ya pueden ser públicos o privados. En principio, la primera etapa es obligatoria y gratuita. Pero os podéis imaginar que no es así en la práctica. Una buena proporción de los niños, al menos en esta zona rural, no van a la escuela, sino que trabajan en las cosas más variopintas. Me contaba un profesor de inglés con el que estuve hablando el día que acompañé a las mayores a su examen final (véanse las fotos de más abajo) que los niños pagan unas 3 rupias al mes, lo que viene a ser unos 5 céntimos de euro. Pues bien, es una cantidad fuera del alcance de muchas familias, imaginaos. Por otro lado, es increíble el respeto que tienen aquí a los profesores. Mientras hablaba con éste, las niñas que pasaban por allí lo saludaban y le tocaban los pies, símbolo máximo de respeto aquí. Pues eso, igualito que en España. El tipo era un encanto, y su inglés era bastante bueno. Por cierto, el primer loco por el fútbol que me he encontrado aquí, creo que lo llamaré cuando sean las semis de la Champions para verlas con él (aunque a él le tira más el Manchester). La enseñanza es en bengalí aquí, salvo una asignatura de inglés. De esta última solo puedo decir que su eficacia es similar a las análogas de España: nula. Hablan un inglés horroroso. No digo que el inglés haya sido nunca el fuerte de los indios, pero parece ser que hace unos años a algún iluminado se le ocurrió que era conveniente reducir su peso en el currículo, ¡idioma del Imperio!, y así les va la cosa.

Aquella mañana en el instituto fue de lo más interesante. Mientras las niñas hacían su examen, yo fui conducido al despacho del director, que no todos los días pasaba por allí un blanquito (por cierto, en las dos semanas que llevo aquí, y ya me he movido por bastantes sitios, todavía no he visto a ningún otro extranjero, lo que acrecienta mi sensación de alienígena; así la gente se vuelve para mirarme, sin recato y con asombro, por la calle). Entendiéndonos como podíamos, me logró explicar la endiablada situación política en la India; hasta terminamos hablando de Tagore, y se empeñó en que escribiera unas líneas en el libro de visitantes (!). Luego apareció otro tipo, el encargado de la biblioteca. Ni os imagináis el orgullo con el que mostró aquella habitación, en la que junto a los armarios con libros se apilaban también algunos sacos de patatas, ni con qué emoción me instó a hojear el libro de registro de préstamos, escrito en estos maravillosos caracteres bengalíes. Me sentí, debo decirlo, algo abrumado por tantas atenciones. Cuando las niñas terminaron, nos hicimos unas fotos con el director de la escuela. Veréis que parezco una especie de gigante, pero es que son bastante canijillos por aquí :) El colegio, por otra parte, estaba en medio de un descampado, al que los niños llegan andando o en bici, con sus lindísimos uniformes (al menos los pequeños). Os incluyo un par de fotos para que os hagáis una idea.











Al terminar nos fuimos a comer a un colegio que tienen las Didis cerca, y nos hicimos la foto de familia que os adjunto. Ahí tenéis a la Class 10, en plan alineación futbolística : Didi Ananda (se me hace raro verla así, con todo el hábito, por el colegio va descubierta), Shaki, Gouri, Alka, Kalyani, Suma, Tonuka, Nirmola, Triloki y alguna más de la que todavía no conozco el nombre.

En el colegio, además de las computer classes, doy estos días clases de mates a las mayores. En realidad a tres de ellas, a Gouri, Shaki (que son hermanas) y Alka. A esta última la encontraréis en la foto debajo de Didi Ananda. Las otras dos están justo dos posiciones a su derecha (arriba y abajo). Estamos trabajando con un libro de matemáticas avanzadas que, caramba, es serio. Vamos, dudo mucho que mis chicos de tercero o cuarto supieran hacer esos ejercicios con raíces n-ésimas y logaritmos, o los de combinatoria. No me extraña que haya tan buenos matemáticos indios, siguiendo la tradición de Ramanujan, si en el Instituto aprenden estas cosas. (Por cierto, Helen, gracias por el libro. En realidad sospecho que al autor le interesaba más contar el ambiente gayer del Cambridge de principios del siglo XX, sudorosos jugadores de cricket incluidos, que la propia historia de Hardy y Ramanujan, pero aun así está espléndido. Ah, si tienes oportunidad de leerlo, a ver si adivinas a quién me recordaba el retrato que de Littlewood hace el autor ;) ).

La enseñanza aquí está bastante anticuada, casi todo se basa en la memorización. Es entrañable ver cómo las niñas repasan la lección cada tarde, sentadas de cara a la pared, recitando en voz alta lo aprendido. Pero también tiene sus ventajas: por ejemplo, Rupa, con sus 7 añitos, se sabe perfectamente todas las tablas de multiplicar (Albita, ¡vete preparando para cuando vuelva!). Pese a todo, el libro que estamos manejando es un poco duro para las niñas, aunque Shaki es realmente lista. Si nos da tiempo en estos meses, creo que llegaremos a ver cosas sofisticadas, incluyendo lo que da titulo a este post. Porque quién me iba a decir que, en este rincón apartado del mundo, at some moment I’ll be dealing with… complex numbers.

(Éste va dedicado a Josechu, mi amigo y maestro, justamente en ese orden)

My place

De nuevo, un comentario antes de empezar. ¡Lo sabía!, habéis entrado al trapo, perfecto. ¡Féminas de todo el mundo!, poneos en pie y reivindicad que también vosotras sabéis jugar al fútbol y al baloncesto. Eso sí, ya me lo podéis ir demostrando. Ahí va el reto: cuando vuelva, quiero ver a las listillas que dicen que me pueden hacer una cachita al fútbol o fundirme al balón prisionero. Si lo conseguís, hasta dejaré que me dé una paliza la karateca! ;) Ah!, y gracias por las sugerencias de juegos.

Bueno, vamos con el post de hoy.

Faltaba que os hablara de mi habitación y de algunas de mis costumbres cotidianas, para completar el cuadro. Duermo en una especie de anexo al edificio del colegio, una construcción de cemento que tiene dos habitaciones; yo ocupo una de ellas, la otra está vacía por ahora. Cuando salgo de la habitación pongo un candado en la puerta, una puerta más oxidada que mis conocimientos de sánscrito (bueno, nunca supe). La habitación es grande, espero que con las fotos que adjunto os podáis hacer una idea.

Veréis la cama, con su mosquitera. En realidad no es una cama, es una especie de mesa de madera grande (ja, ríete tú de los colchones de látex extra-duros), con una sábana por encima; pero ya estoy hecho todo un fakir y duermo estupendamente. Reconozco que la habitación no suele estar tan ordenada, pero es que como hoy tenía visitas… ;) En el banquito tengo la ropa y algún que otro cachivache. Veréis también el filtro de agua, esa cosa cilíndrica y metálica (no, el consolador no, lo otro). Hay un ventilador en el techo, pero no lo pongo mucho, porque después de ver cómo lo montaban y tras comprobar que cuando se pone a girar de vez en cuando abandona el plano horizontal y empieza a hacer algunas eses, le he cogido respeto, no quiero que en una de ésas salga disparado y me decapite. La habitación, como veis, es bastante espartana, pero ya sabía yo que no me venía al Meliá. En la mesa está el ordenador que me he comprado, y que dejaré aquí, cuya pantalla hace las veces de cine cuando les pongo una peli a las nenas. En una de las paredes tengo mi linterna, ¡gran idea, chicas (you know who), habérmela comprado!, porque cuando vuelvo por la noche de cenar esto está oscuro como la boca del lobo. Aún así, me pego unas buenas galletas por el camino, menos mal que aquí el alcohol está prohibido, podría ser peor… A la derecha hay una puerta que da al cuarto de baño.

Aviso: las siguientes líneas pueden herir la sensibilidad del lector medio.

Sí, tengo cuarto de baño propio, con ducha y todo. ¡Con agua caliente y fría! Lo que ocurre es que uno no puede decidir cuál de las dos emplear: simplemente, por la mañana está helada, y por la tarde, sale hirviendo, pues el depósito está todo el día al sol. No os he comentado, por cierto, que aquí hace un calor bastante espantoso todos los días. Os aseguro que lo de ducharse a las 6 de la mañana con agua helada es toda una experiencia, así uno está preparado para mantras, nirvanas y lo que le echen. Y, si os fijáis bien en la foto, descubriréis el “inodoro”.

En la India, en cuanto uno abandona los aeropuertos grandes, no vuelve a encontrar ya un inodoro como los occidentales, sino esas letrinas que consisten en un agujero en el suelo junto con un par de marcas para situar los pies. A mí siempre me han recordado a los tacos de salida del atletismo, claro que salida hacia dónde… Os ahorraré más detalles sobre posiciones, pues imagino que en alguna ocasión os habréis visto en una semejante, sólo pensad que mis rodillas sufren mucho. Porque me quiero poner aún más escabroso: y es que en la India, queridos lectores, no se usa papel higiénico. La versión oficial alude a que el alcantarillado está formado por tuberías demasiado finas, que se atrancarían de usarse papel. Aunque más bien uno piensa que es costumbre ancestral. ¿Y entonces?, claro, agüita. En todos los servicios públicos, en estaciones de tren, restaurantes, etc., y por supuesto en los de las casas, uno encuentra un grifo con agua (eso, cuando hay agua corriente, claro) y una especie de jarrita para servirse. La costumbre exige además usar la mano izquierda para estos menesteres. Por eso es de malísima educación servir comida con la mano izquierda, o saludar con la misma. Aunque aquí nadie saluda tendiendo la mano, sino juntando las manos, a modo de rezo, frente al pecho, al tiempo que se agacha un poco la cabeza y se pronuncia el manido Manaskár. Es increíble cómo reacciona de rápido la gente cuando los saludas así, estén en la posición o situación que estén, inmediatamente te devuelven el saludo. Un día, al principio, andaba yo emocionado con mis nuevos conocimientos, repartiendo Namaskares a diestro y siniestro, aunque no vinieran a cuento. En esto que me crucé con una señora, que llevaba la pertinente tinaja de agua en la cabeza y, sin pensar en las consecuencias, le lancé mi saludo, ante lo que la mujer, medio azarada… bueno, ya os podéis imaginar…¿Por dónde iba? Ah, sí, por los usos acuáticos. Pues sí, el primer día me compré papel higiénico, pero qué queréis, he decidido no usarlo. Primero, porque la gestión de los residuos tenía su intríngulis (la basura se guarda en una bolsita en la habitación y luego se quema por ahí fuera)… como que no lo veía claro. Y luego, que ya que estoy aquí, mejor adoptar todas las costumbres hindúes. Eso sí, con mi pastillita de jabón al lado, y el cepillo y la versión hindú del Pato-WC para dejarlo todo como los chorros del oro.

Bueno, basta ya de guarrerías. Otro asunto bien relevante, al que ya he hecho alusión antes, es que esto está en medio del campo. De hecho, el colegio está rodeado por un muro, y las puertas están cerradas con candado. Así que de aquí no salimos casi nunca, salvo que haya que ir a la ciudad a hacer compras, o para las cada vez más divertidas salidas a jugar al balón prisionero (que, visto el éxito, se va a convertir en actividad obligada cada tarde). Y si hay que ir de compras, hay que llamar a un coche para que te lleve, y el trayecto más corto no baja de una hora. Visto el aislamiento, y lo complicado que lo tenían para la conservación de los alimentos, ayer compramos un frigorífico para el colegio (el plural, como imaginaréis, es puramente mayestático). Nos ha llegado hoy, monísimo, por cierto, un LG en color púrpura que ha hecho las delicias de Sunita, la cocinera, que en arrebato de pasión ha decidido instalarlo en su habitación, en lugar de en la cocina. Dice que para mantenerlo a salvo de las nenas, pero yo más bien creo que es que disfruta viéndolo a cada rato.

No es que me haga mucha gracia este papel de benefactor, pero eché cuentas y me dije, vamos a ver, me ha costado como 150 euros. Ahora, imagínense: queda uno, digamos un sábado, con una chica, con las intenciones más innobles que se puedan imaginar. Primera cita, así que hay que dar buena impresión. Para empezar, te duchas, aunque no te haga falta. Luego decides llevarla a un buen restaurante. Rumboso como vas, ¡que no sea por dinero!, te prestas gustoso a pagar la astronómica factura, y sin pestañear, no vaya a ser que se note que no estás acostumbrado a ir a sitios finos. La cosa promete, la charla ha sido animada durante la cena: muy mal se tiene que dar la noche para que no pille, piensas para tus adentros. Así que prolongas la velada, un par de rondas de copitas en algún garito. Aunque aquí ya se pueden compartir gastos, no vaya a ser que te tome por un anticuado, la broma te sale por otro pico. Súmale luego el parking. En total ya llevas casi lo que ha costado el frigorífico. Y total, ¿para qué? Para que te salga con un “Pablo, me lo he pasado muy bien, eres un encanto, a ver si quedamos otro día, podemos ir al cine” ¿Pero qué cine ni qué cojones?, estás a punto de soltarle. ¿Y encima me ha llamado encanto?, rumias para ti. Sin embargo, para tu sorpresa, te descubres diciéndole “yo también me lo ha pasado muy bien, claro, te llamo esta semana”.

¡Venga ya!, al menos aquí esa pasta servirá para conservar la fruta.

Buenas noches :)

El balón prisionero

Imagínense enfrentados a la siguiente situación: resulta que unas 20 niñas reclaman con insistencia que les organices juegos, que las entretengas estos días que han terminado los exámenes. Con el agravante de que, salvo alguna de las mayores, y Rupa, que es más lista que el hambre, las niñas no hablan apenas inglés.

La situación se antoja complicada, sobre todo si, como en mi caso, nunca uno se ha enfrentado a una semejante. Pero no tenía salida, así que me puse a repasar el escaso número de juegos que conozco. Escaso porque, pese a que en alguna ocasión he sido acusado ¡ignominiosamente! de haber sido boy-scout o similar de niño (que no, Raúl, que nunca saludé con los tres dedos, y si me sé el Anicuni es por una tradición familiar que sería larga de explicar), juro que jamás pertenecí a secta semejante, ni asistí a fuegos de campamento, ni canté el “Un pueblo es, un pueblo es” en reuniones de tinte parroquiano (aunque reconozco, con cierta vergüenza, que sería capaz de cantarla ahora, travestido de María Ostiz… a veces uno se pregunta dónde se adquieren ciertos conocimientos).

Veamos. Marcianito número 1 llamando a marcianito número 2 parece complicado de verter al inglés. Y no digamos el “éste me ha preguntado, y éste me ha contestado que…”. El juego del asesino, ése de guiñar ojos y morirse al rato, me superaba hasta en castellano, así que descartado también. Ah, juegos de cartas. Pero, uff, si tienen 7 años, ¿dónde voy explicándoles las sutilezas de la pocha? Nada, fuera también. Hago memoria, repaso aquellos lejanos momentos del colegio: el churro, media manga, manga entera (¿o era mangotera?) queda descartado por aquello de prevenir posibles accidentes. Un beso, verdad o consecuencia (o el inefable juego de la botella) podría acarrearme alguna condena por perversión de menores. Out!

¿Qué me queda? Ah, ya sé, juegos con la pelota, fútbol, baloncesto … Pero, queridos lectores, es hora de decir ¡basta ya! Hora de olvidar el tono políticamente correcto, no más zarandajas; es el momento de afrontar de una vez esas dos grandes preguntas que desde hace mucho tiempo desafían y tienen en vilo a científicos y filósofos. Para empezar, ¿por qué cuándo unas chicas se ponen a jugar al fútbol se convierten en una banda de pollos sin cabeza, arremolinadas en torno al balón, persiguiendo un esférico que apenas alcanzan a golpear, entre semejante bosque de piernas? ¿Es que no ven la tele?, que no es así, ¡coño! Y mucho más grave aún. Alzo mi voz para preguntar, a quien pueda responderme: ¿¿¿por qué cuando a una chica le das un balón de baloncesto ha de botarla con las dos manos???

En fin, si los propios científicos de la NASA han sido incapaces de solventar estos enigmas, no seré yo quien me ponga con ellos, así que descarto también el fútbol y el baloncesto. Entonces, súbitamente, viene a mi memoria un juego, uno que practicábamos en el patio del colegio, chicos y chicas. Uno que, según recuerdo, servía (al menos desde el punto de vista masculino) fundamentalmente para atizarle balonazos en las tetas a las chicas de la clase. Curiosa manera, por cierto, de mostrar nuestra veneración por aquellas turgencias. Sí, lo han adivinado: el balón prisionero. Para los que no estén duchos en este juego, consistía en lo siguiente: dos equipos se plantan en fila a los lados de una línea, y se lanzan el balón: si consigues golpear a alguien y el balón cae luego al suelo, queda eliminado, o pasa a acompañar al componente del equipo que se sitúa a la espalda del equipo contrario. Sin embargo, si logras coger el balón que te lanzan sin que caiga al suelo… bueno, el que no esté ducho en este juego, que pregunte. Los que lo hayan practicado sabrán que, a pesar de su apariencia simple, el juego tenía su miga, porque podías lanzar el balón directamente, o combinar con los de tu equipo que estaban a la espalda del rival; o porque podías seguir dos estrategias: la del cobarde que corre como un conejo intentando evitar el balonazo, o la del valiente que afronta su inminente destino con coraje y determinación y trata de capturar el pelotazo que le viene. En realidad, un simulacro de la vida misma.

Así que reuní a las nenas pequeñas y ensayé, hace un par de tardes, el juego con ellas (bueno, una versión simplificada). ¡Vaya éxito! Pese a que las nenas se resistían a ajustarse a las férreas reglas del juego, y algunas escapaban del campo, corriendo y chillando, cuando eran amenazadas con el balón… aquello estuvo divertidísimo. Las nenas se tronchaban de risa cuando alguna era alcanzada (en realidad no tienen casi fuerza, así que no se daban fuerte), y salvo una de ellas, que se echaba a llorar sistemáticamente cuando era eliminada y se iba enfurruñada a un rincón, todas se lo pasaron bomba. Y cuando estábamos acabando vi que, en el tejado del colegio, las niñas mayores, que estaban tendiendo la ropa, se habían juntado para seguir con súbito interés el desarrollo del juego. Y al acabar todas me dijeron, al unísono, Dada, we want to play!

Así que hoy organicé un partido, éramos como 20 o así, pequeñas y mayores, Didi Ananda incluida. Nos fuimos a un patatal que hay detrás del colegio, y allí nos pusimos a jugar. Al principio, fue difícil que entendieran las reglas. Las más lentas en su procesado se quedaban mirando no sé dónde, hasta recibir el pertinente pelotazo en la cabeza con la que alguna, más rápida y avezada, la espabilaba. Pero al final todas más o menos se hicieron con el juego, y hasta ensayaban alguna táctica artera para sorprender al contrario. Yo me puse con la pequeñas, y ganamos por goleada, porque hay dos lagartijas entre las peques que corren como demonios, no había quien las pillara. Así que nos fuimos del campo cantando el we are the Champions, chocando manos. Genial!

Aunque luego, en la habitación, no pude evitar pensar que quizás estoy yendo demasiado rápido. Que les estoy ofreciendo demasiadas novedades, nuevos juegos, actividades a las que no estaban acostumbradas, tecnología, películas de Disney por las tardes… que quizás estoy alterando demasiado su rutina y que su vida, en realidad, no tiene nada que ver con todo eso. En fin, no sé, supongo que el tiempo lo dirá.

La sesión de meditación

Un par de comentarios, antes de empezar. Ya sabía yo que el asunto de la igualdad de derechos iba a dar juego, se nota que hay muchas lectoras femeninas en el blog : ) Bueno, fue tal y como os lo conté, me alegro de que os removiera un poco. En cuanto a las letras que aparecen al mandar comentarios, son una forma de evitar que las máquinas puedan enviar mensajes masivamente. Se supone que adivinar las letras solo lo puede hacer un humano (!) En cuanto a lo del anonimato, por un lado está divertido, aunque siempre podéis poner vuestros nombres, iniciales, motes, etc., al final : )

Bueno, voy con el post de hoy.

Como ya os he contado, hay dos sesiones de meditación diarias. De la de la mañana (madrugada!) solo tengo referencias sonoras, jejeje, aunque supongo que será parecida a la de la tarde, a la que he asistido algunas veces. Son sesiones largas, como de una hora, y tienen varias fases. Se celebran en la misma sala en la que como con las Didis, de unos 6 por 6 metros, suelo de cemento, para que os hagáis una idea. Las niñas se van incorporando poco a poco, y se van situando en filas, mirando al altarcillo. Al llegar, se postran en suelo con las manos hacia delante, a mi viene a la memoria Astérix y Cleopatra, ¿recordáis cómo saludaban los súbditos a la emperatriz? Pues eso. Por si alguno albergaba dudas, ahí tenéis una razón por la que nunca me convertiré a esta religión. Si en alguna ocasión intentara adoptar esa postura, me daría un tirón (en la jerga de la 420, un desgarro ;D ) en los riñones que tendrían que venir los bomberos y la grúa para rescatarme. Por cierto, son notorios mis problemas (más bien, de mis rodillas, ay mi ligamento cruzado) para adoptar la habitual postura del fakir meditando, en la que aquí se está todo el rato.

Hay una niña que va cantando los salmos, y el resto lo repite, en voz bastante alta; una suerte de rosario, pero cantado. Son melodías bien particulares, que se acompañan por el sonido de una especie de clave (mal temperado!) tipo acordeón. Y digo que son particulares porque no siguen los cánones sonoros a los que estamos acostumbrados. Más bien diría que están como desafinadas, sin armonía, o al menos con una muy diferente a la nuestra. Aún así, una vez que uno se acostumbra al sonido, son unas voces muy bonitas y unas armonías intrigantes.

En cierto momento, la cosa se va animando, las niñas se empiezan a poner de pie e inician una danza sencilla, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro, y con un pequeño giro del cuerpo, mientras siguen acompañando a la vocalista (que ahora suele ser una de las Didis) en su vertiginoso crescendo. Debo decir que, hasta aquí, la ceremonia es algo aburrida. Pero cuando, de repente, sin aviso ni señal, una niña levanta los brazos hacia el cielo y continúa su danza, mismo ritmo, pero ahora con los ojos cerrados y balanceando los brazos; cuando unos segundos después otra hace lo mismo; cuando un minuto después la sala es un bosque de brazos moviéndose, aún sin mirarse las unas a las otras, en perfecta sincronía, al tiempo que sus voces agudas, ahora en un volumen altísimo, llenan la sala… entonces, debo reconocerlo, algo sucede en mi estómago, algo que va subiendo por el pecho, me va envolviendo y termina poniéndome los pelos de punta.

Yo sigo toda la acción desde detrás, sentado (más o menos) a lo fakir, intentando pasar inadvertido, con esa continua sensación de ser una especie de espíritu invitado que está allí observando. Pero sé que las niñas están contentas de que esté allí, con ellas.

Porque mi relación con ellas ha crecido una barbaridad en los últimos días. No digo con las pequeñas, que ésas desde el principio están encima (literalmente) de mí: mis nenas no entienden de vergüenzas. No, hablo de las mayores, que al principio me miraban medio arrobadas, ocultándose entre risitas, pero que ahora ya se sienten muy cómodas en mi presencia, me hablan, me preguntan, bromean conmigo… Ya sé, y esto me pasa por tener amigas (y seguidoras del blog) psicólogas, que alguna me saldrá con lo de los referentes masculinos, las figuras paternas, las pulsiones sexuales de la adolescencia… y hasta el super-yo y la madre que lo parió, jaaaa. Pero, ey!, dejadme que me apunte el tanto: ¡es que me las estoy ganando! ; )

Y ahora que están cómodas conmigo, han entrado en una dinámica preciosa. ¿Cómo estar a la altura de quien les enseña matemáticas, computadoras, les organiza juegos y parece saber de todo, venido de un lugar lejano y misterioso? Claro, ¡ofreciéndome sus conocimientos!, prestándome ayuda donde me saben ignorante. Y así, cuando voy al pozo a lavar mi ropa, se turnan para ofrecerme sus consejos; cuando paseo por el jardín van identificando para mí los distintos árboles (Dada, mango tree, señalan); y cuando juego con ellas, tratan de enseñarme términos sencillos en bengalí (endiablado idioma, por cierto), al tiempo que ponen a prueba mi memoria desafiándome a que pronuncie sus nombres (Dada, nooooo, me regañan cuando me equivoco en alguna sílaba).

Hace un par de días fuimos al orfanato cercano, donde duermen algunas de las niñas que asisten a clase en el colegio. Fuimos a llevarles unos polvitos de talco perfumado (que, supongo, es lo que usan a modo de desodorante) que había comprado para ellas en Purulia. Era una situación medio incómoda, porque las niñas estaban cortadísimas, y apenas se atrevían a mirarme. Luego Didi Ananda se fue a hablar con otras Didis, las niñas desaparecieron y me dejaron allí, sentado debajo de un árbol unos cuantos minutos, con una cierta sensación de no saber qué pintaba allí.

En ésas estaba cuando una de las niñas, apenas la conocía, se me acercó y me dijo Dada, come?, al tiempo que me señalaba la sala donde habían empezado su sesión de meditación. Así que entré en la sala y me senté, como siempre en la parte de atrás, observando cómo se iba desarrollando la ceremonia. Y llegó el momento del baile con los brazos en alto, del éxtasis, pero esta vez con una particularidad, y es que cada cierto rato, las niñas giraban 90 grados, y retomaban su baile, pero esta vez mirando a otra pared. No sé si esto sería parte del ritual en el orfanato.

Pero cuando, tras un giro, todas se pusieron de cara a mí, y reanudaron su baile… entonces sentí que me lo estaban dedicando. Que era su manera de darme las gracias. Que estaban felices por poder compartir algo que saben suyo.

Y yo sentí que aquél era el regalo más bonito que podían haberme hecho.

(Para A, quien también me regaló muchas cosas)

Un día cualquiera

Llevo pocos días aquí, y además en varios de ellos hemos salido de visita por ahí, y a Bokaro y a Purulia de compras. Así que todavía no sé bien en que va a consistir mi “día normal”.

Aún así, y respondiendo a las abrumadoras peticiones del respetable, intentaré describiros esquemáticamente cómo se desarrolla un día cualquiera en la escuela. Algunas de las actividades que comentaré merecen entradas propias en el blog, con todos los detalles. Las estoy preparando y las enviaré en cuanto pueda (es que hemos estado día y medio sin luz). Siento la impaciencia que esto pueda causaros :)

Como os decía en algún post anterior, aquí el día empieza tempranito, a las 5 de la mañana, con la sesión de maitines. A mí como que me pilla mal asistir a esa sesión de meditación, así que remoloneo un poco en la cama (ah, habrá post sobre mi habitación, y quizás uno de tinte escatológico sobre los “aseos”), mecido por los cantos de las niñas, y más o menos a las 6 estoy en pie. Tomo el desayuno con las Didis, juego un poco con las nenas pequeñas y a las 8 tengo clase de Matemáticas con las mayores (Class 10, creo que de 15 a 17 años; próximo post sobre mates as well). A las 9:30 acabamos la sesión, y las peques ya están rondando por ahí, asomándose al aula, impacientes. Así que cojo a mi Class 4 y me pongo a organizarles juegos o, mejor, me las llevo a ver una peli de Disney en el ordenador. Os podréis imaginar cómo se lo pasan. Da igual que la peli esté en castellano, como la de Mulan que han estado viendo estos días, y que no entiendan nada de lo que se dice (aunque yo trato de explicárselo): ellas miran entusiasmadas, piden que les confirme su impresión cuando sale el rey de los hunos (Ooohhh, Dada, he is bad!, señalan a la pantalla), y aplauden y se abrazan cuando Mulan detiene el avance del ejército enemigo provocando un alud de nieve. En Purulia compré más pelis, ya en inglés, así que en las siguientes se enterarán de algo más (aunque sospecho que las vivirán de manera similar).

Comemos como a las 12 y algo. Sí, mamá, no tienes que preocuparte, estoy comiendo estupendamente, aunque no te lo vas a creer: ¡todo vegetariano... y me gusta! Jejeje, tus desvelos para que comiera espinacas de pequeño al final han tenido premio. Por supuesto, sobre las comidas, y sobre la fascinante Sunita, nuestra cocinera, habrá post. Después de comer, los estragos del madrugón empiezan a hacer efecto, así que le digo a Didi que me retiro a mi habitación para trabajar un poco, jaaaaa, me quedo roque al momento. A las 3 tenemos Computer Class, lo que significa que les enseño a encender el ordenador, abrir Word y escribir pequeños textos. Las mayores, que han debido de oir campanas, me exigen Dada, email!, pero les digo que nanay, que primero tienen que aprender a escribir en el ordenador. Toda la tecnología les resulta lejanísima, y los primeros días les costaba horrores manejarse con el teclado y el ratón, pero progresan adecuadamente.

Después juego un rato más con las nenas, lavo mi ropa (post sobre esto también) o me vengo a hacer cosas en el ordenador, y a las 5 es la segunda sesión de meditación. No os daré más detalles sobre estas sesiones, porque merecen también un post. Después, cena y charla con las Didis (Didi Ananda y Didi Toparati, a las que dedicaré espacio más adelante; siento postergar tanta información).

Ayer, como no había luz, fue una cena especial. A la luz de una vela, Didi Ananda había invitado a unas cuantas de las mayores, que se van en unos días, porque están terminando los exámenes y se vuelven a sus casas (luego empezarán en el Instituto). Cuando entré, Didi me pidió que les contara alguna historia de mi país. ¡Vaya compromiso!, ¿qué les cuento? Pero, como suele suceder en estas ocasiones, uno descubre, o simplemente surge, una elocuencia que no habría sospechado. Y allí me vi yo, contándoles una historia sobre cómo había cambiado mi país en los últimos 30 años, sobre cómo las mujeres habían ido conquistando sus cuotas de igualdad. Exhortándolas a que lucharan por lo suyo, insistiéndoles en que ellas eran el futuro de la India. Es posible que esto os parezca fuera de lugar, el típico discursito del que no se ha quitado todavía de encima los valores occidentales, pero es un mensaje en el que también Didi les insiste, así que me sentí animado a hacerlo. Las chicas me miraban bastante emocionadas, y sospecho que podrían haber salido de allí, en ruidosa manifestación, exigiendo sus derechos. Puede que su entusiasmo se enfríe cuando se topen con la realidad, al llegar a sus casas y, quizás, descubrir que sus padres les han concertado matrimonio. Pero en fin, espero que para entonces hayan olvidado ya la charla que un occidental extraviado les dedicó en una noche oscura y mágica a la luz de las velas.

Después me voy a mi habitación, escribo estas paridas y, arrullado por el silencio de la noche, me quedo dormido.