Adiós a Umanivas

Imaginamos que los lectores estarán disfrutando de las vacaciones semanasanteras (alguno, quizás, todavía ande celebrando lo de la Copa del Rey, brrr), así que quizás no hayan echado de menos algún post en los últimos días. A los que sí los hayan echado en falta, las disculpas pertinentes. Ahora mismo estamos en Jaipur, con las nenas del orfanato de Didi Gautami.

Si no he escrito antes este post ha sido porque, entre las variadas comodidades de que disfrutamos aquí, la televisión es la peor de ellas, pues se ha revelado como poderosa enemiga de la literatura. En lugar de ponerme a escribir en este blog, como hacía cada noche en Umanivas, suelo quedarme medio hipnotizado contemplando los múltiples canales de películas y vídeos musicales, que aquí son casi la misma cosa. Resulta que los vídeos musicales de última generación, aún manteniendo algunas de las esencias clásicas (coreografías grupales, bailes entre los dos enamorados, el padre de la novia, al principio malhumorado, acaba siempre uniéndose a la danza), empiezan a dejarse dominar por una estética de videoclip occidental, con cambios de plano continuos, escenas discotequeras, tías en top bailando a lo Paco-Paco-Paco de Beyoncé… Como que me gustan menos. Disfruto más cuando echan vídeos musicales de hace unos 20 años, en los que las coreografías se desarrollan en parajes campestres, ella luce el sari reglamentario, él un asombroso peinado que el mismísimo Puma envidiaría, y en los que siempre aparecen secundarios con innegable parecido a Esteso y Pajares. Para completar, los vídeos están rodados con un uso masivo (y probablemente rozando lo ilegal) del zoom, aquel invento que Valerio Lazarov trajera a España en los setenta, y que por aquí se ha seguido usando tiempo después, para regocijo de los médicos especializados en cefaleas y migrañas.

Pero vayamos al principio, a la despedida de Umanivas. Tras la resaca de la ceremonia, pasamos un par de días más allí, haciendo alguna última compra, completando detalles de la formación en ofimática avanzada de Didi, jugando con las nenas. Para la noche final, como es habitual, estaba previsto un programme, es decir, una sucesión de actuaciones (cantadas y/o bailadas) de las nenas. Como fin de fiesta, la concurrencia reclamó ruidosamente que Irene saliera a bailar un rato, acompañada de Rupa. Como viere que no se decidía, opté por acompañarlas formando un trío peculiar: Rupa bailando con ortodoxia, Irene intentando imitarla con pericia, yo haciendo el payaso. Huelga decir cuál de las tres actuaciones resultó más exitosa y celebrada. Aplausos, discursos finales de despedida (que Didi aprovechó, como siempre, para abroncarlas a discreción) y alguna escena emotiva, como el prolongado abrazo de Irene y Sandipa; para deshacerlo, tuve que aplicar todo mi esfuerzo y hasta alguna maniobra violenta. Luego, todos a la cama, que teníamos que salir a las 4 de la mañana siguiente. Por cierto que preparar las maletas resultó de lo más complicado, pues justo ese día cayó la tormenta del siglo, agua por fin, pero en el día equivocado, y como corolario inmediato, nos quedamos sin luz. En realidad fui yo quien sufrió las consecuencias, pues Irene ya había hecho la suya, y mientras me quejaba de la escasa iluminación de las linternas (¿sabes dónde puse el neceser?, que no lo encuentro), tuve que soportar los habituales, pero no por ello menos justos, reproches por mi imprevisión.

Todavía no había amanecido cuando salimos de la habitación, y allí nos esperaban, con aspecto algo fantasmal (por la oscuridad, y por los rostros llorosos), unas cuantas nenas, las que habían conseguido despertarse. Pese a que la Didi nos urgía, nos quedamos un buen rato despidiéndonos una a una de ellas, Dada, Didi, again come. Quién sabe cuándo volveremos a verlas. Cuando nos pusimos finalmente en marcha, habíamos consumido la media hora que habíamos previsto de margen para llegar a la estación, así que necesitábamos volar por las carreteras purulianas. Pero ya se sabe que la ley de Murphy siempre es de aplicación, así que tuvimos que parar a echar gasolina (la gasolinera de Kathanga es una casa donde un señor, al que hubo que despertar, guarda latas de gasolina), y también tuvimos que esperar el paso dos interminables trenes en sendos pasos a nivel. De manera que, pese a que el chofer apretó el acelerador a conciencia, para grave menoscabo de nuestros huesos, perdimos el tren. La situación era crítica, porque nuestro vuelo salía de Kolkata a las 2:30. Y mientras Didi urdía extravagantes planes ferroviarios (cogemos este tren hasta Assansole, luego desde allí conectamos con un regional y luego…), que ya en el pasado resultaron poco efectivos, a Irene se le ocurrió la idea de contratar un coche. Volvimos a Purulia, negociamos el precio, y finalmente nos montamos en un pequeño Tata Nano, que nos conduciría a Kolkata. El viaje fue entretenido, pues recorrimos buena parte de West Bengal, incluyendo la región natal de Didi (lo que dio pie a que nos contara jocosas historias de juventud e infancia, en plan qué verde era mi valle), y hasta divisamos una central nuclear, lo que reavivó el debate antinuclear que tiene a Didi de lo más militante. En una de las paradas, Didi agarró a Irene e hizo que la acompañara detrás de unas tapias, urination, me explicaría, aunque no hacía falta. En la foto se las ve volviendo al coche, algo más aliviadas. Finalmente, llegamos con tiempo de sobra al aeropuerto. No soy capaz de calcular el número exacto de besos y arrumacos que Didi le propinó a Irene en la despedida, pues fue una cantidad ingente. Pero allí se quedaron, cada una a un lado de la barrera, mirándose melancólicamente, mientras yo tiraba del brazo de mi legítima, vámonos, no vaya a ser que perdamos también el vuelo. Pese a que trataba de ocultarlo, yo también me sentí entristecido. De nuevo, quién sabe cuándo será la próxima vez.

Como decía al principio, estamos ahora en el territorio de Gautami, lo que ya ha dado lugar a múltiples incidencias. Pero se quedan para próximos posts.

Mi gran boda india (II)

Todo rito anandamarguístico que se precie está necesariamente reñido con la brevedad. Ya sea una celebración, un festival de baile o, como en el caso que nos ocupa, una ceremonia nupcial, nunca pueden faltar interminables periodos de meditación, eternos kirtan (que consisten en cantar lo de “Baba nam, kevalam” como un millón de veces) y otros rezos y cánticos. Didi nos había asegurado que sus bodas eran cortitas, en comparación con otros rituales indios, pero claro, se refería a la ceremonia nupcial en sí; la meditación y el kirtan ni se discuten, vienen incorporados de serie. Así que, ataviados a la manera antes descrita, aguardamos pacientemente a que varias Didis se fueran turnando en el aporreo sistemático del harmonium, mira cómo bordo el Baba nam, a ver si lo superas. Tras casi hora y media, completamente asados de calor, que ya era mediodía y en la sala no había un mísero ventilador, decidieron que era el momento de comenzar la boda en sí, de manera que nos sentaron el uno frente al otro, cada cual respaldado por su respectiva pandilla. Véanse en las fotos a ambos contrayentes, la una con pinta de diosa coronada, el otro con pinta… bueno, con pintas. Ambos, con las correspondientes coronas florales que nos encasquetaron; por un momento, cuando me la colocaban, creí que iban a soltar el pertinente “aloha” hawaiano, pero no fue así.

Y empezó el alboroto. Debo decir que no guardamos registro gráfico de la ceremonia en sí, pues parecía conveniente permanecer atentos al rito, lo que nos inhabilitaba para la labor simultánea de fotógrafo. Como las Didis también andaban en el ajo, le encargamos la labor de paparazzi a una de las profesoras. Pero resulta que la cámara no es fácil de manejar, y como buena reflex, hay que mantener apretado el botoncito hasta que se enfoca. La instrucción de “hold press” debió de quedarse únicamente en “press”, pues aunque la mujer apretaba una y otra vez el botón, al final de la ceremonia descubrimos que en realidad no había hecho ni una sola foto. Una lástima, la verdad, porque el rito estuvo chulo. Vratiisha y Tapashila oficiaron la ceremonia, la primera como mi madrina, la segunda por parte de Irene. Parece ser que este papel de madrinas las homologa automáticamente como segundas madres (y segundas suegras, visto desde el punto de vista diagonal). Creo que de nada habría servido alegar lo de que madre no hay más que una. Así que las anaranjadas monjas sacaron el librillo de salmos y se pusieron a alternar cantos en sánscrito con largas parrafadas llenas de promesas y obligaciones contractuales en inglés, que debíamos repetir obedientemente.

En una boda española, código civil mediante, creo recordar que se prometen ya pocas cosas, salvo alguna generalidad sobre el respeto mutuo. Supongo que en las ceremonias religiosas te comprometes a alguna cosilla más, aunque he hecho el esfuerzo de olvidar lo que se decía en las últimas a las que acudí. Sin embargo, en ésta, la lista de compromisos era larga y detallada. Los primeros eran algo asimétricos, pues a mí me correspondía garantizar el alimento, y a ella algo sobre cuidar a mi familia (ignoro si se refería a la actual, cuñados y sobrinos incluidos, o a la que ha de venir). Pero en lo tocante a cuidar la mental health y procurar el spiritual development del respectivo, la simetría era completa. Pese a que realmente ignoro cuál es la letra pequeña de estos compromisos, ninguno de los dos me sonó mal. Y estuvo lindo ir repitiendo lo que las Didis nos decían, mejorando en ocasiones su pronunciación, de suerte que a veces nos miraban algo extrañadas, sin tener muy claro si estábamos diciendo exactamente lo mismo que ellas nos habían indicado. Finalizados los votos, nos intercambiamos los collares florales hasta tres veces (en una de ellas, claro, perdí el cachirulo, para regocijo y carcajada de los asistentes) y luego nos entrelazaron las manos con unas guirnaldas. Una vez liberados, y para terminar, le coloqué las pulseras ceremoniales, y marcamos las respectivas frentes con la tinta roja del matrimonio. En ese momento, todas las nenas, que hasta entonces habían permanecido en silencio, medio fascinadas por la ceremonia, prorrumpieron en un aplauso generalizado. A lo que siguió la habitual lluvia, pero no de arroz, sino de flores; como siempre ocurre, alguna tiró a dar. Oiga, fue emocionante.

Terminado el asunto, procedimos a la inevitable sesión de fotos con los asistentes. En una de ellas se ve a Irene junto a las dos Didis oficiantes, más una monja bajita que pasaba por allí, además de las dos profesoras del cole, una de las cuales era la experta fotógrafa. En la otra foto aparece Irene de nuevo, pero ahora abrazada tiernamente a la lindísima Rupa.

Dejo para el final la foto “oficial” de la boda, en la que posamos felices y, al menos en mi caso, afortunadamente desprovisto del inefable cachirulo, junto con nuestra madre india: the one and only Didi Vratiisha. Se la ve contenta. Le hemos impreso la foto en grande, y creo que ningún otro regalo le habría podido gustar más. Ejem, bueno, quizás el nuevo portátil HP que le hemos comprado para sus Didi-cálculos y sus Didi-cartas, pero salvo eso… Por cierto que los desconchones de la pared no son de atrezzo, es que al cole le hace falta una buena mano de pintura.

Empecé el post trazando analogías con el Burton y la Taylor, por aquello de los recasamientos. Aunque pensándolo bien, como tampoco andamos sobrados de glamour, nos cuadra más la versión local formada por María Jiménez y Pepe Sancho. Y con la primera, canto aquello de…

¡se acabó!

porromponpon

… porque yo me lo propuse y sufrí,
como nadie había sufrido y mi piel….

Mi gran boda india (I)

Resulta peculiar que alguien como yo, con reconocida aversión al matrimonio, trámite que siempre consideré innecesario y evitable, ande ya por mi segunda boda, y en pocas semanas. Pero dado que mi partenaire ha resultado ser la misma en ambos acontecimientos, más que un trasunto de Zsa-Zsa Gabor, permítaseme que me arrogue el papel de Richard Burton (en versión usereña); dejo para mi legítima el más lucido de Liz Taylor. Aunque puestos a comparar, entre la burocrática ceremonia de la Casa del Reloj madrileña, con concejala del PP incluida, y el festival vivido aquí, como que no hay color. Quizás es que esta última anduvo sobrada de él.

Como los lectores del blog ya sabrán, todo este lío ha ido saliendo de la imaginativa mente de Didi, con la inestimable complicidad de Irene, a quien las coloristas ceremonias indias le pirran e inspiran. Reconozco que yo tampoco me he opuesto con energía, pues una vez que comprobé que la suerte estaba echada, opté por adoptar la estoica actitud del “why not?”. Y como ni pinchaba ni cortaba en la organización, me limité a seguir fielmente los mandados que ora Didi, ora Irene, me encomendaban. Que los hubo, y muchos, porque a pesar de que al final no se cumplieron las expectativas más extremas y kitsch (léase corcel blanco), la ceremonia fue masiva, variada y algo alambicada.

El día anterior estuvimos en Purulia haciendo las compras pertinentes, sweets y cold drinks para la marabunta de nenes y nenas que la Didi había decidido invitar, sin hacer distingos sobre si venían de parte del novio o de la novia. En la foto parezco discutir con Didi Tapashila, en la tienda de dulces, al respecto de quién se hace cargo de los gastos, que no, que lo pago yo, que no sea por dinero. Aunque en realidad cebar con dulces, bebidas y abundante comida a los 100 y pico asistentes a la boda no salió por más de 100 euros. En realidad no supimos cuántos invitados habría hasta el mismo momento de la boda, porque en los días anteriores Didi Vratiisha nos amenazó varias veces con aprovechar la ceremonia para añadir alguna otra celebración, dos o tres por el precio de una: primero el bautizo de la hija de Shibani, luego el del babu de una de las profesoras… Por cierto que hizo coincidir la boda con la fiesta de año nuevo en el calendario bengalí; así las nenas se acordarán cada año del momento, argumentaba con contundencia para negar la posibilidad de aplazamiento alguno. Pero al final no salió ninguno de esos planes, y la boda fue en familia, la abundante familia que aquí me he echado a las espaldas: las 60 nenas del cole, las 30 huérfanas y los 40 y tantos nenes de la escuela primaria, todo el Universo de Umanivas. Añádanse las correspondientes Didis, las señoras que trabajan en el colegio, y algún avispado que, aprovechando la confusión, se coló para ponerse como el tenazas.

La mañana del día de autos fue ajetreada, porque preparar comida para tanta gente no es asunto baladí. Aquí vemos a parte de la fuerza laboral entretenida pelando patatas, tomates y vegetales. Una vez preparada la pitanza, tocaba acicalarse. Las nenas, que ya lucían sus mejores galas (lentejuelas y encajes, que no falten), raptaron a Irene para adecentarla convenientemente. Es costumbre en las bodas, no solo en las indias, que el novio sea una especie de pasmarote del que nadie se ocupa, vamos, que porque tiene que estar presente en la ceremonia, que si no… Así que cuando preguntaba, entre aburrido e impaciente, cuándo me tocaba a mí, todas me contestaban, algo displicentemente, wait Dada. Finalmente alguien se dignó a pasarme el punjabi, así como el dhoti correspondiente. Ponerse el camisón (punjabi) no requería gran habilidad, pero lo del dothi, que es una especie de falda (¿o es un pañal?) que se arremete varias veces entre las piernas, ya es otra historia. Al final, a pesar de sus iniciales reticencias (pues había que pasar las manos cerca de zonas harto delicadas), conseguí convencer a Didi Tapashila para que me ayudara. En la foto adjunta, en la que aparezco ya sentado en la sala de ceremonias, se puede apreciar la combinación. Junto a mí están los chavales de la escuela primaria, pues las Didis optaron por catalogar a los niños como invitados del novio, y a las más numerosas nenas, como de parte de la novia. Mis colegas también iban vestidos con sus mejores camisas (cuáles serían las peores). Por cierto que el dhoti-falda tenía un aire Lokomía que no supe explotar como quizás la ocasión lo mereciera. Shusmita se ocupó de pintarme unos puntitos por la cara, con una pintura que, pese a que me aseguraron lo contrario, tardó en quitárseme un par de días y varios lavados. Con cada añadido, mi aspecto se volvía cada vez más ridículo. Pero aunque todavía no lo sabía, aún quedaba un aditamento a la vestimenta.

Pero, ¿y la novia? La novia andaba lidiando con el enjambre de Didis y nenas que se disputaban las tareas de maquillaje, vestimenta y enjoyado. Por lo que me contó, tuvo que luchar fieramente para rebajar el primer proyecto de maquillaje, pues parecía una mezcla psicodélica de Nefertiti y Lady Gaga. Temía Irene que saliera huyendo al verla de esa guisa. Aunque no había peligro, pues como es tradición en casi todas las culturas, resulta de mal fario que el novio vea a la novia antes de la ceremonia. Así que cada vez que me acercaba por allí, las nenas me agarraban del brazo y tiraban de mí al grito de “Dada, no, no see”. Pero hay que reconocer que, tras las rebajas correspondientes, la dejaron monísima. La foto corresponde a los habituales posados post-ceremonia, y en ella se puede apreciar el saree rojo, el joyerío y la diadema (puro cartón piedra) que le encasquetaron. No me negarán que parece una auténtica and very nice Indian bride. Santoshi, por cierto, porta el cachirulo con bolillos que me fue encomendado, confío en que se hayan perdido las fotos en las que aparecía luciéndolo.

Ya estaba todo preparado para empezar la ceremonia…

(Continuará)