Cada vez que se lo pedimos, Gautami relata sus peripecias con precisión. Pero indefectiblemente, cada episodio de su vida acaba envuelto en un aire místico, como de vida de santos. Allá donde la narración alcanza su punto crítico y desesperado, el azar (diría yo) o la intervención de Baba (sostendría ella) reconducen casi milagrosamente la situación. Como le ocurrió en uno de sus primeros destinos, en el estado de Tamil Nadu, en el sur de la India. Llegó allí sin apenas dinero, y sin conocer el idioma local (el telugu), al centro del que la Didi anterior había desertado. Durante semanas racionó sus escasas rupias, alternando comida un día, y bebida el siguiente. Cuando solo le restaba rupia y media, marchó a un poblado cercano, donde vivía una familia que, según le habían informado, tenía intención de ayudarla. Andando decenas de kilómetros bajo un sol abrasador, consiguió llegar a su destino, para acabar desplomándose justo a escasos metros de la casa que buscaba. Después de recuperarse, la llevaron al templo del pueblo, donde empezó a hablar a los allí reunidos, tras lo que los habitantes del poblado empezaron a reunir inmediatamente dinero y alimentos. No es la India, o al menos yo tengo esa firme impresión, un lugar en el que la solidaridad sea un valor en alza. Y uno se pregunta qué les contaría para despertar esa reacción. Me da por imaginarla allí sentada, desplegando su elocuencia y su magnetismo, como una especie de Teresa de Jesús. Quizás me dejo llevar…
Su trayectoria, dentro de la organización, fue meteórica. De novata fue enviada a varios de los peores destinos, y de todos ellos consiguió salir airosa y triunfante, bien con una colección de nuevas vocaciones para la orden, bien con la creación de una estructura (edificios, apoyos) allá donde no había nada. Así, su fama fuera creciendo rápidamente, y a los 20 y pocos años era supervisora de todos los centros de Didis en la India y se codeaba con el círculo más cercano al Baba, lo que le granjeó no pocos celos y envidias entre las demás Didis. En su tarea viajó por toda la India, revisando, de manera implacable imagino, pero rigurosa y justa también, los usos y costumbres de cada centro que visitaba. Se ríe, Gautami, cuando le hago con la mano el gesto de un cohete ascendiendo hacia el cielo, para describir su trayectoria. Igual de rápida y vertiginosa fue la caída, me dice, mientras con su mano simula un cohete en descenso libre.
A los 28 años tuvo el primer síntoma de su artritis. Apenas un año después, estaba postrada y prácticamente inválida en una cama de los headquarters de Kolkata. Allí comprendió que la organización solo valoraba a sus miembros en función de cuán útiles le resultaran. Y en su estado, no era más que un estorbo. Las Didis que tiempo atrás estaban a sus órdenes ni la atendían ni la alimentaban, quizás tomándose la revancha por sus antiguos logros. Una de ellas, más piadosa, consiguió que la destinaran a Jaipur, a un centro relativamente habitable. Allí empezó a pergeñar su gran proyecto: una casa de acogida para Didis enfermas y mayores, esas que la organización declara prescindibles y que acaban, en muchos casos, recurriendo al suicidio como solución final. Con la ayuda de una voluntaria española, y de manera que todavía no alcanzo a comprender, empezó a construir lo que es ahora el orfanato que regenta, y que en un futuro, sostiene ella, acabará convirtiéndose en la casa de acogida que soñó. Pero el camino ha sido tortuoso. Para evitar interferencias, la tierra donde se asienta el orfanato está puesta a su nombre y al de algunas personas de su confianza, lo que vulnera las normas de las Didis, a las que no se permite tener posesión alguna. La organización ha tratado en diversas ocasiones de apoderarse de todo, e incluso llegó a enviar a una delegación de Didis, some of my best old friends, recuerda con congoja, a exigirle que devolviera los hábitos. Me los dio Baba, acertó a contestarles, y mientras en mi interior yo considere que sigo siendo merecedora de llevarlos, los llevaré. A mí no se me ocurre quién podría lucirlos con más dignidad.
Hoy en día, su situación ha mejorado mucho: el orfanato se sostiene razonablemente (para los parámetros habituales de necesidad que hay aquí, claro) con las aportaciones de los voluntarios extranjeros y el apoyo de algunos locales. Su relación con la organización se ha normalizado en los últimos tiempos, y su enfermedad se ha estabilizado; nos promete que se cuidará más a partir de ahora, incluso recurriendo a las medicinas que le hemos traído de España. Reina en el orfanato un ambiente casi familiar, y las niñas acuden cada mañana a buenas escuelas. Acostumbradas como están al tránsito de voluntarios, la despedida no tuvo el tinte casi dramático de la de Umanivas, salvo alguna ocasional llorera de aquellas con las que más trato tuvimos.
Pero desde la primera visita, estableció conmigo un vínculo muy especial. Gautami me ha declarado su hermano; a Irene su cuñada, por extensión. Me gusta el título. Como tal, me regaña a menudo, tal y como hace con su hermano carnal, Jaswant. A él, por pavisoso; a mí me afea mi adicción al tabaco; de ambos critica nuestra excesiva pasión por el fútbol. En esta estancia, Didi nos ha acaparado por completo: hemos pasado incontables horas hablando, escuchando sus historias (como sus descacharrantes encuentros con unos terroristas del sur de la India o con un agente del servicio secreto indio), riendo, comprando algunas cosas para mejorar la vida del orfanato.
En alguna ocasión, le comentamos que nos parecía que les estábamos dedicando poco tiempo a las niñas, que por otra parte son de lo más independientes. Ésa es tarea de otros voluntarios, nos replicaba, a vosotros os necesito para mí, como apoyo moral. Por eso, en el aeropuerto, ya a punto de embarcar, le avisé de que esta vez sería yo el que rompería las reglas. Y la abracé, fuertemente, durante unos cuantos instantes. Fue duro ver sus lágrimas, las de alguien que, tras tanto dolor y sufrimiento, me confesaba que había olvidado lo que era llorar.
Adiós, Didi Gautami, mi hermana.
0 comentarios:
Publicar un comentario