La despedida

Llevo ya un buen rato sentado frente al teclado, intentando dar con las palabras que cierren este blog. No me llegan. Quizás sea el desfase horario, o la súbita inmersión en las comodidades occidentales, que bloquean la imaginación. O quizás es que, inconscientemente, me resisto a dar fin a lo que ha sido un apasionante divertimento durante todo este tiempo.

Releo algunos posts antiguos, en busca de inspiración, y me sorprendo de la cantidad de historias que han ido llenándolo, algunas impulsadas por los propios lectores, otras simplemente producto de los fantásticos personajes con los que he tenido la suerte de cruzarme. Confío en que, en mi labor de notario meticuloso, haya podido transmitiros sus mejores momentos. Aunque confieso que, bien por pereza, o por simple incapacidad, hay un buen número de escenas e imágenes que no he sabido compartir con vosotros. Me las guardo para mí.

Aún así, espero que en cada de vosotros quede un poso de Vratiisha, o de Gautami, o de las maravillosas niñas que en algún momento me sonrieron. Un recuerdo de lo que se vivió en estos viajes. La convicción de que en cualquier sitio puede uno encontrar personajes insospechadamente interesantes. Animaos a buscarlos.

Y así, sin más ánimo que lo aliente, como mis recuerdos, como la imagen de mi paseo con Didi, este blog se desvanecerá en breve y para siempre. Uno, dos, tres. Ya está.

En Madrid, a 10 de mayo de 2011.

Las lágrimas de Gautami

La vida de Didi Gautami daría sin duda para una novela. Resulta curioso que su biografía sea tan semejante a la de Didi Vratiisha: ambas destacaron en casa, desde muy pequeñas, por rebeldes e inconformistas, y por su permanente actitud de “breaking the rules”. En particular, nunca aceptaron la idea del matrimonio concertado que manejaban sus padres, lo que finalmente las conduciría a la militancia anaranjada. En este punto, Gautami mostró mayor precocidad, pues, tras diversos sueños premonitorios, acabaría escapándose de casa con apenas 16 años para unirse a los Ananda Marga.

Cada vez que se lo pedimos, Gautami relata sus peripecias con precisión. Pero indefectiblemente, cada episodio de su vida acaba envuelto en un aire místico, como de vida de santos. Allá donde la narración alcanza su punto crítico y desesperado, el azar (diría yo) o la intervención de Baba (sostendría ella) reconducen casi milagrosamente la situación. Como le ocurrió en uno de sus primeros destinos, en el estado de Tamil Nadu, en el sur de la India. Llegó allí sin apenas dinero, y sin conocer el idioma local (el telugu), al centro del que la Didi anterior había desertado. Durante semanas racionó sus escasas rupias, alternando comida un día, y bebida el siguiente. Cuando solo le restaba rupia y media, marchó a un poblado cercano, donde vivía una familia que, según le habían informado, tenía intención de ayudarla. Andando decenas de kilómetros bajo un sol abrasador, consiguió llegar a su destino, para acabar desplomándose justo a escasos metros de la casa que buscaba. Después de recuperarse, la llevaron al templo del pueblo, donde empezó a hablar a los allí reunidos, tras lo que los habitantes del poblado empezaron a reunir inmediatamente dinero y alimentos. No es la India, o al menos yo tengo esa firme impresión, un lugar en el que la solidaridad sea un valor en alza. Y uno se pregunta qué les contaría para despertar esa reacción. Me da por imaginarla allí sentada, desplegando su elocuencia y su magnetismo, como una especie de Teresa de Jesús. Quizás me dejo llevar…

Su trayectoria, dentro de la organización, fue meteórica. De novata fue enviada a varios de los peores destinos, y de todos ellos consiguió salir airosa y triunfante, bien con una colección de nuevas vocaciones para la orden, bien con la creación de una estructura (edificios, apoyos) allá donde no había nada. Así, su fama fuera creciendo rápidamente, y a los 20 y pocos años era supervisora de todos los centros de Didis en la India y se codeaba con el círculo más cercano al Baba, lo que le granjeó no pocos celos y envidias entre las demás Didis. En su tarea viajó por toda la India, revisando, de manera implacable imagino, pero rigurosa y justa también, los usos y costumbres de cada centro que visitaba. Se ríe, Gautami, cuando le hago con la mano el gesto de un cohete ascendiendo hacia el cielo, para describir su trayectoria. Igual de rápida y vertiginosa fue la caída, me dice, mientras con su mano simula un cohete en descenso libre.

A los 28 años tuvo el primer síntoma de su artritis. Apenas un año después, estaba postrada y prácticamente inválida en una cama de los headquarters de Kolkata. Allí comprendió que la organización solo valoraba a sus miembros en función de cuán útiles le resultaran. Y en su estado, no era más que un estorbo. Las Didis que tiempo atrás estaban a sus órdenes ni la atendían ni la alimentaban, quizás tomándose la revancha por sus antiguos logros. Una de ellas, más piadosa, consiguió que la destinaran a Jaipur, a un centro relativamente habitable. Allí empezó a pergeñar su gran proyecto: una casa de acogida para Didis enfermas y mayores, esas que la organización declara prescindibles y que acaban, en muchos casos, recurriendo al suicidio como solución final. Con la ayuda de una voluntaria española, y de manera que todavía no alcanzo a comprender, empezó a construir lo que es ahora el orfanato que regenta, y que en un futuro, sostiene ella, acabará convirtiéndose en la casa de acogida que soñó. Pero el camino ha sido tortuoso. Para evitar interferencias, la tierra donde se asienta el orfanato está puesta a su nombre y al de algunas personas de su confianza, lo que vulnera las normas de las Didis, a las que no se permite tener posesión alguna. La organización ha tratado en diversas ocasiones de apoderarse de todo, e incluso llegó a enviar a una delegación de Didis, some of my best old friends, recuerda con congoja, a exigirle que devolviera los hábitos. Me los dio Baba, acertó a contestarles, y mientras en mi interior yo considere que sigo siendo merecedora de llevarlos, los llevaré. A mí no se me ocurre quién podría lucirlos con más dignidad.

Hoy en día, su situación ha mejorado mucho: el orfanato se sostiene razonablemente (para los parámetros habituales de necesidad que hay aquí, claro) con las aportaciones de los voluntarios extranjeros y el apoyo de algunos locales. Su relación con la organización se ha normalizado en los últimos tiempos, y su enfermedad se ha estabilizado; nos promete que se cuidará más a partir de ahora, incluso recurriendo a las medicinas que le hemos traído de España. Reina en el orfanato un ambiente casi familiar, y las niñas acuden cada mañana a buenas escuelas. Acostumbradas como están al tránsito de voluntarios, la despedida no tuvo el tinte casi dramático de la de Umanivas, salvo alguna ocasional llorera de aquellas con las que más trato tuvimos.

Pero desde la primera visita, estableció conmigo un vínculo muy especial. Gautami me ha declarado su hermano; a Irene su cuñada, por extensión. Me gusta el título. Como tal, me regaña a menudo, tal y como hace con su hermano carnal, Jaswant. A él, por pavisoso; a mí me afea mi adicción al tabaco; de ambos critica nuestra excesiva pasión por el fútbol. En esta estancia, Didi nos ha acaparado por completo: hemos pasado incontables horas hablando, escuchando sus historias (como sus descacharrantes encuentros con unos terroristas del sur de la India o con un agente del servicio secreto indio), riendo, comprando algunas cosas para mejorar la vida del orfanato. En alguna ocasión, le comentamos que nos parecía que les estábamos dedicando poco tiempo a las niñas, que por otra parte son de lo más independientes. Ésa es tarea de otros voluntarios, nos replicaba, a vosotros os necesito para mí, como apoyo moral.

Por eso, en el aeropuerto, ya a punto de embarcar, le avisé de que esta vez sería yo el que rompería las reglas. Y la abracé, fuertemente, durante unos cuantos instantes. Fue duro ver sus lágrimas, las de alguien que, tras tanto dolor y sufrimiento, me confesaba que había olvidado lo que era llorar.

Adiós, Didi Gautami, mi hermana.

Glimpses of India

Anochece en Jaipur. Estamos preparando las maletas que, como siempre ocurre, parecen mucho más llenas que cuando llegamos. Mañana es nuestro último día en Jaipur, pero uno no termina de acostumbrarse a las despedidas. Veremos lo que pasa.

Me va a costar no cerrar los ojos, porque anoche tocaba trasnochar para seguir la última escena del duelo futbolístico: pero no en la tele, sino a la vieja usanza, siguiendo la narración radiofónica en el portátil, y actualizando las diferentes páginas de los periódicos deportivos. Oiga, tiene un sabor diferente, vivido así. Pero como me dicen que bastante lío hay ya por allí con el asunto, en lugar de entrar en discusiones futbolísticas, a menudo tensas y siempre estériles, aprovecho para largar unas líneas sobre un par de noticias que ocuparon los telediarios locales, antes de que lo de Bin Laden lo eclipsara todo.

En los últimos años, el crecimiento económico de la India ha sido vertiginoso. Pero a la vez ha sido desordenado, de manera que las diferencias entre las clases pudientes y la inmensa mayoría de la población se han agigantado. Buena muestra de ello es una de las recientes filtraciones de Wikileaks sobre los tejemanejes de los bancos suizos, en la que se ponía de manifiesto que una buena proporción de las cuentas bancarias más saneadas pertenecían a ciudadanos indios. En la lista aparecían también, cómo no, personajes como Gadafi, Mubarak, el derrocado presidente tunecino… lo mejor de cada casa. Aunque cuántos otros nombres no habrá por ahí, que nunca aparecerán. Como consecuencia ineludible de ese desorden, los casos de corrupción se han multiplicado, salpicando a una buena parte de la clase política y empresarial india. El último de ellos afectaba al responsable de la organización de los próximos juegos de la Commenwealth, al que el otro día un propio le dedicó por la calle la ya clásica escena del zapatazo, pero en versión local (es decir, le lanzó una sandalia). Los twiteros locales se preguntaban al día siguiente si el corrupto habría robado también el arma arrojadiza. Pero la novedad de estos casos está en la magnitud de los escándalos, no en la corrupción en sí, que es algo que afecta a todos los niveles de la sociedad india: policía, administración, judicatura. Parece ser que cualquier trámite requiere aquí el pertinente engrasamiento, el soborno al funcionario de turno. Bribe, se dice soborno en inglés, y me pregunto si compartirá etimología con bribón. Aunque debo decir que yo nunca me he encontrado en la tesitura, será por no haber frecuentado los circuitos turísticos habituales.

En plena escalada de escándalos, hace unas semanas, un conocido activista social, Anna Hazare, con incuestionable aspecto gandhiano, como se aprecia en la fotografía, se sentó en la emblemática India Gate de Delhi e inició una huelga de hambre en protesta contra la corrupción. En realidad, el interés de Hazare estaba relacionado con una ley que creaba la figura de un defensor del pueblo para luchar contra la corrupción, y en cuyo desarrollo, por esos paradójicos regates de la política, estaban involucrados algunos de los más conspicuos corruptos. Lo que empezó siendo una protesta más o menos folklórica acabó por convertirse en una oleada nacional de repulsa, un rugido que pedía una regeneración institucional a gran escala. Fue, o al menos yo quise verlo así, como si la India se reconociera en este tipo de protesta. Al final se cambió la composición del comité y se le añadieron algunos poderes. Pero la emoción con la que seguí los acontecimientos fue diluyéndose con los días, según iba enterándome de las maniobras del establishment para entorpecer cada una de las conquistas. Poco a poco, las novedades del caso han ido languideciendo en los telediarios. Será que ya no es tiempo de grandes revoluciones.

La otra gran noticia de las últimas semanas, de la que incluso se hicieron eco los periódicos españoles, fue la muerte de Saib Baba, un gurú que contaba con varios millones de seguidores (muchos extranjeros y algunos de los más destacados personajes del famoseo local), y que había creado todo un imperio en el sur de la India. Su funeral acabó siendo casi uno de estado, con la presencia de las más altas autoridades nacionales. Debo reconocer que mi interés inicial por el caso vino dado, fundamentalmente, por el estrafalario aspecto del sujeto, cuya pelucaza me llevaba ineludiblemente a pensar en la duquesa de Alba. En los canales de televisión aparecen multitud de gurús, algunos con aspecto todavía más descabellado, quienes, invariablemente sentados a lo Buda, se dedican a pontificar, cantar o dar lecciones de yoga. Uno bien famoso, que destaca por sus ejercicios televisados de yogi saltimbanqui, amenazó el otro día con seguir la estela de Hazare y ponerse también en huelga de hambre si no se aplicaba de inmediato la pena de muerte a los corruptos, lo que suena, más que a regeneración, a amputación.

Peculiaridades estilísticas aparte, la historia de Saib Baba no es muy original entre los del oficio: un día, se descubre a sí mismo como reencarnación de algún dios o de algún santón de antaño, se echa al monte y empieza a predicar y a acumular seguidores. Salvo que no hay apariciones marianas, el asunto no se aleja mucho de nuestras versiones patrias. Pero aquí, generalmente, las donaciones que van llegando se utilizan realmente para labores sociales variadas. Y aunque circulan historias medio tenebrosas sobre la vida del sujeto, hay que reconocer que, en el caso de Saib Baba, los logros son espectaculares: hospitales, universidades, un aeropuerto. Buena parte de estos recursos se han puesto a disposición de las gentes con menos posibles, lo que hace que cuente con mi simpatía, incluso descontando mis habituales alergias por estos asuntos sobrenaturales. En cierto sentido, su historia tiene una gran semejanza con el Baba que creó los Ananda Marga, la banda de mis queridas Didis, pues en el proyecto fundacional también aparecían sueños de aeropuertos, universidades y centros médicos. Pero, por el momento, el movimiento naranja apenas ha alcanzado a crear unos cuantos orfanatos y centros medio mal dotados.

Es probable que las semejanzas se extiendan también al proceso sucesorio. Desde la muerte del Baba (a quien Irene siempre se refiere como el ferroviario, su profesión antes de la pertinente revelación divina), los Ananda Marga se han enzarzado en tremendas luchas por el poder entre las diversas facciones, los bengalíes, los hindis; algunas de estas luchas han afectado dramáticamente a mis Didis favoritas. En el caso del Saib Baba, los periódicos empezaban a informar ya de las primeras peleas entre los posibles herederos y el círculo más cercano al gurú. Al fin y al cabo, manejar un imperio que mueve varios cientos de millones de dólares es un dulce demasiado goloso. Mezclan mal, el dinero y lo espiritual. Supongo que al Saib Baba, reencarnado en lo que se haya reencarnado, acabará hasta el moño (si es que ese pelazo se pudiera domar en uno) de los que fueron sus colaboradores.

En moto por Jaipur

Desde hace unos cuantos días, andamos motorizados. Jhosband, El hermano de Didi, que trabaja entre semana en Delhi, nos ha dejado su potente máquina, la flamante Honda Hero -dotada de un poderosísimo motor de, ejem, 98 c.c.- que aparece, reluciente, en la foto. Aunque no fueron fáciles los comienzos, pues lo primero que hice al cogerla fue ponerme a buscar el botón de arranque. Pardillo de mí, que aquí casi todas las motos son de la vieja escuela, de las que se arrancan pateando la correspondiente varilla. No creo que Muna, la mujer de Jaswant, se quedara muy tranquila al dejármela, a la vista de desconcierto inicial. Pero disponer de una moto para moverse es bien cómodo, pues los trayectos del hotel al orfanato son ahora meteóricos, e incluso podemos ir a comprar cosas a algún mercado cercano. Sin embargo, no me atrevo a ir con ella a la ciudad. Como es bien sabido, aquí se conduce por la izquierda, pesado legado del Imperio británico, aunque en realidad se conduce por la izquierda, por el centro o por la derecha en función de la circunstancia o del albedrío del conductor correspondiente. Cualquier tipo de giro o maniobra, incluso en vías de tres carriles, parece permitido, sin hablar de los obstáculos móviles (vacas, cabras, peatones, algún camello) que periódicamente interrumpen el paso. Y como tampoco es cuestión de buscar percances innecesarios, hemos decidido apostar por los autorickshaws para los desplazamientos a las zonas de conflicto.

Mi otra lucha con la tecnología local tiene que ver con el fútbol. Ya he hablado de la interminable lista de canales que se ofrecen en la tele del hotel, y del influjo hipnótico que en mí provocan. Sin embargo, Ten Action y Ten Sports, el par de canales que se ocupan de transmitir el fútbol aquí no están disponibles, por razones que no he acabado de entender (y eso que me han sido explicadas cientos de veces). De manera que he tenido que seguir los diferentes actos del enfrentamiento del siglo, bien a través de Internet, bien con los resúmenes televisivos o por la prensa del día siguiente. Incluso con este seguimiento descafeinado, la sensación que queda de este (inacabado) drama es de cierta decepción. Como imagino que el asunto será de máxima actualidad en España, y como son bien conocidas mis lealtades futbolísticas, tampoco quiero entrar mucho en polémicas. Pero que estos partidos, que podrían haber sido un espectáculo glorioso, acaben convirtiéndose en batallas barriobajeras, y peor aún, en auténticos tostones con apenas un par de chispazos de fútbol, es lamentable. Allá los madridistas que comulguen con el espíritu tabernario de Mou, pero me inquieta que mi Barca haya mostrado algunas actitudes que suponen una cierta renuncia a los principios estéticos que eran su estandarte. La prensa internacional apuesta, quizás como castigo justo a esta traición compartida al espíritu del juego, por que el Manchester barra al equipo que se clasifique para la final. A lo mejor así aprendíamos.

En el orfanato, la mayor parte de las nenas han empezado ya sus dos meses de vacaciones de verano, de manera que pasamos mucho tiempo con ellas. Irene ha encontrado una actividad que las tiene entusiasmadas: les dibuja unas figuras en un papel, y las nenas tienen que colorearlas. Ya, ya sé, muy básico, pero no habíamos sospechado cuánto les gustaba. Así que la tienen rodeada mañana y tarde, reclamando más dibujos, Didi, ya terminé de colorear el anterior, o pidiéndole nuevos diseños. Las figuras más reclamadas por el respetable son de príncipe y princesa, quizás por la inevitable influencia de la boda de William y Kate, que aquí ha sido seguida con notable entusiasmo. Coches, casas y aviones son los otros dibujos más solicitados.




Por mi parte, yo he empezado a dar clases de mates a las mayores, las que empiezan la Class XI el curso que viene, y que ya se han comprado los libros. Se ve que un día los abrieron y el pánico se apoderó de ellas. No es extraño, pues el syllabus incluye números complejos, Combinatoria, polinomios, etc. En la foto aparezco explicándoles cosas sobre los conjuntos de números básicos, los naturales, los enteros, los reales... La noticia de que el 0 era invención hindú las llenó de notable orgullo patrio. Pero la revelación de que Pi no valía 22/7, verdad ontológica que al parecer les había sido transmitida por los respectivos profesores, les produjo hondo desasosiego. Hasta Didi, que atiende a las lecciones con interés, pareció mostrar cierta disconformidad.

Habitualmente, cuando aprieta el calor, nos escapamos al hotel a echarnos una siestecita. Aunque hay ocasiones en las que la modorra nos sorprende. Como el otro día, cuando estaba en animada charla con mi juguete preferido, la pequeña Redeema, oye, me voy a recostar un poco mientras tú me sigues hablando, no, mejor me echo yo, no, tú, no… zzzzz. De suerte que acabamos como muestra la fotografía.

En los dominios de Gautami

Llevamos ya casi una semana en Jaipur, en el orfanato de Didi Gautami. El tiempo está volando, aunque, a diferencia de la azarosa vida de Umanivas, aquí se trata de un vuelo suave y sin sobresaltos. Ayuda, claro, que el orfanato esté enclavado en la ciudad, aunque en las afueras, de manera que podemos alternar nuestras estancias en el orfanato con sosegadas visitas turísticas, frenéticos asaltos a centros comerciales, o simplemente escapadas al hotel a echar una reparadora siestecita. Nada que ver con el ambiente cuartelero de Umanivas. Por cierto que aquí ya no se habla bengalí, sino hindi; vaya, todos mis progresos lingüísticos a la basura, que son idiomas que no tienen nada que ver. Entre las muchas diferencias, ha cambiado mi tratamiento: para “hermano” ya no se usa Dada, sino Baia. Y cuando oigo lo de Pablo-baia, no puedo evitar que se me venga a la cabeza la musiquita (¿era de Carlinhos Brown?) de eh-Pablo-baia, eeeh-eeh, eh-Pablo-baia.

Hemos coincidido en el orfanato con otras tres voluntarias, un overbooking inesperado que al principio no nos hizo mucha gracia. Nada nos había dicho Didi, aunque como ella misma señaló, quizás de haberlo sabido habríamos cambiado nuestros planes. Las voluntarias son medio peculiares: una de ellas, una yankee de Boston, se ha pasado casi cuatro meses aquí, pero se ve que todavía no le ha dado tiempo a sacarse el chicle de la boca, yo no le entiendo la mitad de las cosas que dice (sorprendentemente, las nenas sí parecen enterarse). La segunda es una británica, ¿cómo la describiría?, una suerte de Wayne Rooney (el del Manchester), pero en versión femenina. Parecería más probable encontrársela en una fiesta alcohólica de Ibiza que aquí, pero los caminos de Baba son inescrutables. La tercera es una dentista sueca que se ha tomado un año sabático para darse vueltas por la India. Las dos primeras son casi unas teenagers, y en este tiempo han vuelto medio loca a Didi, pues casi no han parado en el orfanato, y se han dedicado más bien a vivir la noche jaipureña, para gran escándalo del vecindario, que alguna noche las vieron volver en varios jeeps acompañadas de legiones de hombres. Sospechamos que hay algo de exageración en la descripción (sobre todo en el recuento de hombres), pero en todo caso no parece un comportamiento adecuado para estas latitudes. El resto del tiempo se lo pasan metidas en la habitación, chateando con el ordenador o durmiendo (la mona, imagino), sin hacer mucho caso a las nenas. La impresión que da es que han tomado el orfanato como una especie de alojamiento económico, y que no se toman lo del voluntariado muy en serio. La sueca, pese a que también se da sus buenos paseos, colabora al menos, echando una mano a las niñas con sus estudios.




Solo el domingo pasado, por aquello del Eastern (domingo de resurrección), las voluntarias decidieron organizar una fiesta para las nenas. Se lo montaron bien, la verdad, y las niñas (y yo mismo, jejeje, véanse las fotos) disfrutaron de lo lindo: hubo juegos (sillas musicales, pasarse globos), bailes de Bollywood y típicos rajastaníes, tartas al final… En la foto, Nidhi (mi favorita), Deepa (la de Irene) y Redeema (el juguete de tres añitos), lucen vestidas de lagarteranas locales.

Pero la situación seguía siendo tensa, y ayer explotó. Desde que llegamos, la Didi ha pasado completamente de ellas, y solo tiene ojos, oídos y tiempo para nosotros. No creo que antes les hiciera mucho caso, salvo para abroncarlas periódicamente por su actitud, pero se me antoja que lo de estos días ha sido excesivo. Quizás por eso, las dos teenagers han anunciado que se largan del orfanato el jueves. Tampoco es que se las vaya a echar de menos. Pero creo que en estos dos días que quedan tendremos que mediar un poco para que la despedida no sea muy agria. Didi, aunque muestra paciencia infinita, tiene también su carácter (¡mucho!), y será mejor que estemos atentos a los acontecimientos, en el papel de cascos azules.

Como ya he contado alguna vez, Didi Gautami, que tiene como unos 45 años, aunque aparenta bastantes menos, sufre desde hace unos 15 años una terrorífica artritis reumatoide, que ha deformado casi todas sus articulaciones y le impide moverse con facilidad. Parece mentira que, en esas condiciones, haya podido levantar este sitio. Aunque quizás no sea tan extraño, pues ha estado acostumbrada desde muy joven a organizar, a tener mando en plaza y a manejar cuanta dificultad se le presente con una mezcla de astucia e inteligencia. En algún otro post contaré algunas de las aventuras de su vida, que son apasionantes. Pero como botón de muestra, ahí va la siguiente historia.

Una mañana, al llegar al orfanato, vimos un Dada en la habitación de Gautami, con las luengas barbas y el habitual desaliño que acompaña a los Dadas, bien diferente de la pulcritud con que visten las Didis. A falta de mejor nombre, lo bautizaré como el Dada-gorrón. Estaba pegado al ordenador, revisando su email primero, luego leyéndose las noticias en un periódico electrónico, luego… Cuando consideró que tenía suficiente, reclamó que le encendieran el ventilador, pues el señor tenía que meditar y no convenía hacerlo en malas condiciones. Irene y yo fumábamos en pipa con cada abuso del gorroncete, pues además del uso indiscriminado e inmerecido de los recursos locales, su actitud obligaba a la Didi a estar fuera de su habitación. A la hora de comer, el marqués apareció tarde, pero reclamó, y no crean que de buenas maneras, una abundante ración. Después de ponerse como el tenazas, simplemente se levantó, nada de lavar su plato, y se volvió a la habitación, a seguir meditando. Los ronquidos que se oyeron un rato después daban fe de que ya debía de andar por el quinto chakra, por lo menos. Al ver que Didi toleraba los abusos, decidimos darnos una vuelta, para no armar un altercado. Al volver, descubrimos, y así nos lo confirmó Gautami, que la luz se había ido. Hacía un calor de muerte, y de la frente del Dada, justo por debajo del turbante, empezaban a caer unos chorretones de sudor abundantes. El Dada-gorrón decidió que allí ya no se estaba tan cómodo, así que optó por marcharse. Inmediatamente después, Didi dio una orden a una de las niñas, y la luz volvió al instante. Didi, ¿no habrás apagado los plomos? Oh, Pablo, perdóname, pero ¿qué podía hacer?, no podía echarlo, sería una falta de respeto, pero ya estaba tan harta… ¿Perdonarte?, jajajaja, pero Didi, ¡has estado brillante!

En esta tierra, hay quien sabe combatir los abusos con sutilezas.

Adiós a Umanivas

Imaginamos que los lectores estarán disfrutando de las vacaciones semanasanteras (alguno, quizás, todavía ande celebrando lo de la Copa del Rey, brrr), así que quizás no hayan echado de menos algún post en los últimos días. A los que sí los hayan echado en falta, las disculpas pertinentes. Ahora mismo estamos en Jaipur, con las nenas del orfanato de Didi Gautami.

Si no he escrito antes este post ha sido porque, entre las variadas comodidades de que disfrutamos aquí, la televisión es la peor de ellas, pues se ha revelado como poderosa enemiga de la literatura. En lugar de ponerme a escribir en este blog, como hacía cada noche en Umanivas, suelo quedarme medio hipnotizado contemplando los múltiples canales de películas y vídeos musicales, que aquí son casi la misma cosa. Resulta que los vídeos musicales de última generación, aún manteniendo algunas de las esencias clásicas (coreografías grupales, bailes entre los dos enamorados, el padre de la novia, al principio malhumorado, acaba siempre uniéndose a la danza), empiezan a dejarse dominar por una estética de videoclip occidental, con cambios de plano continuos, escenas discotequeras, tías en top bailando a lo Paco-Paco-Paco de Beyoncé… Como que me gustan menos. Disfruto más cuando echan vídeos musicales de hace unos 20 años, en los que las coreografías se desarrollan en parajes campestres, ella luce el sari reglamentario, él un asombroso peinado que el mismísimo Puma envidiaría, y en los que siempre aparecen secundarios con innegable parecido a Esteso y Pajares. Para completar, los vídeos están rodados con un uso masivo (y probablemente rozando lo ilegal) del zoom, aquel invento que Valerio Lazarov trajera a España en los setenta, y que por aquí se ha seguido usando tiempo después, para regocijo de los médicos especializados en cefaleas y migrañas.

Pero vayamos al principio, a la despedida de Umanivas. Tras la resaca de la ceremonia, pasamos un par de días más allí, haciendo alguna última compra, completando detalles de la formación en ofimática avanzada de Didi, jugando con las nenas. Para la noche final, como es habitual, estaba previsto un programme, es decir, una sucesión de actuaciones (cantadas y/o bailadas) de las nenas. Como fin de fiesta, la concurrencia reclamó ruidosamente que Irene saliera a bailar un rato, acompañada de Rupa. Como viere que no se decidía, opté por acompañarlas formando un trío peculiar: Rupa bailando con ortodoxia, Irene intentando imitarla con pericia, yo haciendo el payaso. Huelga decir cuál de las tres actuaciones resultó más exitosa y celebrada. Aplausos, discursos finales de despedida (que Didi aprovechó, como siempre, para abroncarlas a discreción) y alguna escena emotiva, como el prolongado abrazo de Irene y Sandipa; para deshacerlo, tuve que aplicar todo mi esfuerzo y hasta alguna maniobra violenta. Luego, todos a la cama, que teníamos que salir a las 4 de la mañana siguiente. Por cierto que preparar las maletas resultó de lo más complicado, pues justo ese día cayó la tormenta del siglo, agua por fin, pero en el día equivocado, y como corolario inmediato, nos quedamos sin luz. En realidad fui yo quien sufrió las consecuencias, pues Irene ya había hecho la suya, y mientras me quejaba de la escasa iluminación de las linternas (¿sabes dónde puse el neceser?, que no lo encuentro), tuve que soportar los habituales, pero no por ello menos justos, reproches por mi imprevisión.

Todavía no había amanecido cuando salimos de la habitación, y allí nos esperaban, con aspecto algo fantasmal (por la oscuridad, y por los rostros llorosos), unas cuantas nenas, las que habían conseguido despertarse. Pese a que la Didi nos urgía, nos quedamos un buen rato despidiéndonos una a una de ellas, Dada, Didi, again come. Quién sabe cuándo volveremos a verlas. Cuando nos pusimos finalmente en marcha, habíamos consumido la media hora que habíamos previsto de margen para llegar a la estación, así que necesitábamos volar por las carreteras purulianas. Pero ya se sabe que la ley de Murphy siempre es de aplicación, así que tuvimos que parar a echar gasolina (la gasolinera de Kathanga es una casa donde un señor, al que hubo que despertar, guarda latas de gasolina), y también tuvimos que esperar el paso dos interminables trenes en sendos pasos a nivel. De manera que, pese a que el chofer apretó el acelerador a conciencia, para grave menoscabo de nuestros huesos, perdimos el tren. La situación era crítica, porque nuestro vuelo salía de Kolkata a las 2:30. Y mientras Didi urdía extravagantes planes ferroviarios (cogemos este tren hasta Assansole, luego desde allí conectamos con un regional y luego…), que ya en el pasado resultaron poco efectivos, a Irene se le ocurrió la idea de contratar un coche. Volvimos a Purulia, negociamos el precio, y finalmente nos montamos en un pequeño Tata Nano, que nos conduciría a Kolkata. El viaje fue entretenido, pues recorrimos buena parte de West Bengal, incluyendo la región natal de Didi (lo que dio pie a que nos contara jocosas historias de juventud e infancia, en plan qué verde era mi valle), y hasta divisamos una central nuclear, lo que reavivó el debate antinuclear que tiene a Didi de lo más militante. En una de las paradas, Didi agarró a Irene e hizo que la acompañara detrás de unas tapias, urination, me explicaría, aunque no hacía falta. En la foto se las ve volviendo al coche, algo más aliviadas. Finalmente, llegamos con tiempo de sobra al aeropuerto. No soy capaz de calcular el número exacto de besos y arrumacos que Didi le propinó a Irene en la despedida, pues fue una cantidad ingente. Pero allí se quedaron, cada una a un lado de la barrera, mirándose melancólicamente, mientras yo tiraba del brazo de mi legítima, vámonos, no vaya a ser que perdamos también el vuelo. Pese a que trataba de ocultarlo, yo también me sentí entristecido. De nuevo, quién sabe cuándo será la próxima vez.

Como decía al principio, estamos ahora en el territorio de Gautami, lo que ya ha dado lugar a múltiples incidencias. Pero se quedan para próximos posts.

Mi gran boda india (II)

Todo rito anandamarguístico que se precie está necesariamente reñido con la brevedad. Ya sea una celebración, un festival de baile o, como en el caso que nos ocupa, una ceremonia nupcial, nunca pueden faltar interminables periodos de meditación, eternos kirtan (que consisten en cantar lo de “Baba nam, kevalam” como un millón de veces) y otros rezos y cánticos. Didi nos había asegurado que sus bodas eran cortitas, en comparación con otros rituales indios, pero claro, se refería a la ceremonia nupcial en sí; la meditación y el kirtan ni se discuten, vienen incorporados de serie. Así que, ataviados a la manera antes descrita, aguardamos pacientemente a que varias Didis se fueran turnando en el aporreo sistemático del harmonium, mira cómo bordo el Baba nam, a ver si lo superas. Tras casi hora y media, completamente asados de calor, que ya era mediodía y en la sala no había un mísero ventilador, decidieron que era el momento de comenzar la boda en sí, de manera que nos sentaron el uno frente al otro, cada cual respaldado por su respectiva pandilla. Véanse en las fotos a ambos contrayentes, la una con pinta de diosa coronada, el otro con pinta… bueno, con pintas. Ambos, con las correspondientes coronas florales que nos encasquetaron; por un momento, cuando me la colocaban, creí que iban a soltar el pertinente “aloha” hawaiano, pero no fue así.

Y empezó el alboroto. Debo decir que no guardamos registro gráfico de la ceremonia en sí, pues parecía conveniente permanecer atentos al rito, lo que nos inhabilitaba para la labor simultánea de fotógrafo. Como las Didis también andaban en el ajo, le encargamos la labor de paparazzi a una de las profesoras. Pero resulta que la cámara no es fácil de manejar, y como buena reflex, hay que mantener apretado el botoncito hasta que se enfoca. La instrucción de “hold press” debió de quedarse únicamente en “press”, pues aunque la mujer apretaba una y otra vez el botón, al final de la ceremonia descubrimos que en realidad no había hecho ni una sola foto. Una lástima, la verdad, porque el rito estuvo chulo. Vratiisha y Tapashila oficiaron la ceremonia, la primera como mi madrina, la segunda por parte de Irene. Parece ser que este papel de madrinas las homologa automáticamente como segundas madres (y segundas suegras, visto desde el punto de vista diagonal). Creo que de nada habría servido alegar lo de que madre no hay más que una. Así que las anaranjadas monjas sacaron el librillo de salmos y se pusieron a alternar cantos en sánscrito con largas parrafadas llenas de promesas y obligaciones contractuales en inglés, que debíamos repetir obedientemente.

En una boda española, código civil mediante, creo recordar que se prometen ya pocas cosas, salvo alguna generalidad sobre el respeto mutuo. Supongo que en las ceremonias religiosas te comprometes a alguna cosilla más, aunque he hecho el esfuerzo de olvidar lo que se decía en las últimas a las que acudí. Sin embargo, en ésta, la lista de compromisos era larga y detallada. Los primeros eran algo asimétricos, pues a mí me correspondía garantizar el alimento, y a ella algo sobre cuidar a mi familia (ignoro si se refería a la actual, cuñados y sobrinos incluidos, o a la que ha de venir). Pero en lo tocante a cuidar la mental health y procurar el spiritual development del respectivo, la simetría era completa. Pese a que realmente ignoro cuál es la letra pequeña de estos compromisos, ninguno de los dos me sonó mal. Y estuvo lindo ir repitiendo lo que las Didis nos decían, mejorando en ocasiones su pronunciación, de suerte que a veces nos miraban algo extrañadas, sin tener muy claro si estábamos diciendo exactamente lo mismo que ellas nos habían indicado. Finalizados los votos, nos intercambiamos los collares florales hasta tres veces (en una de ellas, claro, perdí el cachirulo, para regocijo y carcajada de los asistentes) y luego nos entrelazaron las manos con unas guirnaldas. Una vez liberados, y para terminar, le coloqué las pulseras ceremoniales, y marcamos las respectivas frentes con la tinta roja del matrimonio. En ese momento, todas las nenas, que hasta entonces habían permanecido en silencio, medio fascinadas por la ceremonia, prorrumpieron en un aplauso generalizado. A lo que siguió la habitual lluvia, pero no de arroz, sino de flores; como siempre ocurre, alguna tiró a dar. Oiga, fue emocionante.

Terminado el asunto, procedimos a la inevitable sesión de fotos con los asistentes. En una de ellas se ve a Irene junto a las dos Didis oficiantes, más una monja bajita que pasaba por allí, además de las dos profesoras del cole, una de las cuales era la experta fotógrafa. En la otra foto aparece Irene de nuevo, pero ahora abrazada tiernamente a la lindísima Rupa.

Dejo para el final la foto “oficial” de la boda, en la que posamos felices y, al menos en mi caso, afortunadamente desprovisto del inefable cachirulo, junto con nuestra madre india: the one and only Didi Vratiisha. Se la ve contenta. Le hemos impreso la foto en grande, y creo que ningún otro regalo le habría podido gustar más. Ejem, bueno, quizás el nuevo portátil HP que le hemos comprado para sus Didi-cálculos y sus Didi-cartas, pero salvo eso… Por cierto que los desconchones de la pared no son de atrezzo, es que al cole le hace falta una buena mano de pintura.

Empecé el post trazando analogías con el Burton y la Taylor, por aquello de los recasamientos. Aunque pensándolo bien, como tampoco andamos sobrados de glamour, nos cuadra más la versión local formada por María Jiménez y Pepe Sancho. Y con la primera, canto aquello de…

¡se acabó!

porromponpon

… porque yo me lo propuse y sufrí,
como nadie había sufrido y mi piel….