Mi paso por Kolkata (Calcuta) ha sido fugaz, incluso atropellado.
Llegué por la noche al aeropuerto y cogí directamente un taxi para el reputado Hotel Heritage, por allí cerquita. No sé si sería reputada, pero reputísima seguro, la madre que parió al que se le ocurrió dar la licencia de hotel a aquellas cuatro paredes. Aunque, pensándolo bien, y después de haber visto otros sitios, no estaba mal del todo. Eh!, que la habitación tenía baño propio (lo de los baños merece un post entero, ya llegará). Y es que lo primero que se aprende al llegar aquí es que no se puede juzgar nada, ¡nada!, en nuestra escala de allí.
Tras el mostrador de la recepción del hotel (del que por otro lado sospecho que era el único huésped) había 6 o 7 tíos metidos; todos, en dos metros cuadrados. Uno me tomaba los datos, el otro fotocopiaba mi pasaporte y los otros... no sé, miraban. Lo del excedente de mano de obra es asunto general aquí. Por cierto, los 7, salvo uno que hacía guardia, estaban durmiendo en sacos en la recepción del hotel cuando me desperté prontito, como a las 4 de la mañana, para coger el tren a Purulia.
Tenía que ir hasta la Howrah Station, y habían llamado a un taxi. Discutí el precio con un propio que apareció por allí, cuya función era cerrar el deal, porque sabía hablar "inglés", aunque... (queridos lectores, admito que mi incapacidad para entender a estos hindúes me tiene deprimido. Pienso para mí que en realidad me toman el pelo y que me hablan en indi, bengalí, o lo que sea... porque es que no entiendo naaaaada de lo que me dicen). Bueno, pues una vez que el locutor de la BBC me dejó en manos del taxista, desdentado él, y con menos conocimientos de la lengua de Shakespeare que el Fary, se inició uno de los episodios más chocantes que me han ocurrido nunca.
En fin, se supone que me habían hecho precio de turista, me habían clavado 200 rupias por el trayecto (menos de 4 euros al cambio, anyway). Así que, cuando el tipo, apenas recorridos 100 metros del hotel, se arrima a la acera y, al grito de "¡Howrah Station!", consigue que dos se cuelen en el taxi... cuando tras repetir varias veces esa maniobra, éramos ya 6 en el taxi... cuando el pelas se baja para sugerirme que mejor metemos la mochila en el maletero, que aún cabe uno más... entonces supe que aquella madrugada iba a ser peculiar.
El taxi, se lo imaginarán, era un Tata de antes de que hubiera nacido el propio fundador de la Tata, y allí íbamos los 6, 7, 8, no sé, perdí la cuenta ¿qué quieren?... uno se me quedó dormido en el hombro, el otro me preguntaba algo, sonriendo, quizás en inglés, quizás en otro idioma, qué más daba, y parecía descojonarse cuando me limitaba a elevar un poco los hombros... De vez en cuando se bajaba uno (quien por cierto pagaba no más de 10 rupias, lo demás ya corría por cuenta del turista). Y el taxista, el avezado optimizador de carreras, mientras tanto... pitaba.
Pero atención, despejen la idea de la pitada breve, avisando, pidiendo paso; noooo, aquí sí que saben lo que es pitar. O mejor: lo que saben es levantar, de vez en cuando, la mano de la bocina. De verdad, es difícil de creer, háganse a la idea: he llegado a contar hasta 20 segundos seguidos de pitada. Vamos, ni en el Bernabeu. Yo no puedo evitar descojonarme al oirlo, se me escapa la carcajada, qué coño pita?... porque además los toques de bocina son fantasiosos: algunos se limitan a la melodía clásica del piiiiií, pero otros arriesgan con ese tirulirulí-tirulirulá que tanto agrada en cualquier atracción de feria, y los hay, atrevidos ellos, que ya se lucen con arabescos musicales que, reconozcámoslo, tienen su punto. Como además la partitura da para 10 o 20 segundos, las construcciones son de lo más elaboradas.
Pero la cuestión es, ¿¿a quién pitaba??
........... Continuará
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