La torpeza del astronauta

Todavía medio aturdido por el cambio de horario, me pongo a escribir este post, que será de despedida, ya atrincherado en la comodidad de mi casa de Madrid. Entra por la ventana una brisa refrescante, y en mi insomnio trato de ordenar los recuerdos de este mes y medio.

Los últimos diez días transcurrieron en el orfanato de Jaipur que Irene y yo visitamos fugazmente al comienzo de esta aventura. Han sido unos días deliciosos. Para empezar, debo confesar que, tras las penurias de Umanivas, decidí que mi tolerancia a las incomodidades había sido ya rebasada con creces, así que opté por alojarme en un hotel (moderno y confortable) cercano al colegio. Sé que el plan no casa muy bien con el espíritu del voluntariado, pero qué quieren, estaba ya algo harto de pasar calor y echaba de menos la ducha diaria. Algunas disciplinas mentales no resisten bien las tentaciones. Pero no crean que disfruté mucho de esos lujos orientales, porque me pasaba el día entero en el ashram (lugar de meditación), que así llamaba Didi Gautami a su orfanato. A primera hora de la mañana (bueno, quizás no tan a primera hora, jejeje) me cogía el petate y me encaminaba al colegio, donde esperaba la llegada de las nenas, en los diferentes autobuses, cada una con el uniforme de su escuela. Aquí las niñas van a colegios distintos, dependiendo de su edad y de su capacidad, porque Didi, con buen criterio, ha decidido emplear los fondos que consigue a través de los voluntarios en pagarles la educación en buenos colegios, todos ellos bilingües. Y no crean que la educación en un buen colegio es barata aquí, al menos para los estándares indios. Pero gracias a ello, las nenas (y el par de nenes que hay en el orfanato) se entrenan cada día con clases en inglés y buen profesorado. La diferencia de nivel con Umanivas es tremenda, aquí hasta las más pequeñas son capaces de comunicarse contigo en inglés. Pero las diferencias no acaban aquí. Quizás sea porque viven en una ciudad, o quizás porque disfrutan de ratos de televisión por las tardes, el caso es que estas niñas están menos asilvestradas que las de West Bengal. Aquí cualquiera se te acerca, se pone a hablar contigo con toda la naturalidad del mundo, te pide ayuda para los deberes… Es, desde luego, un sitio en el que se está mucho más cómodo, incluso para quien, como yo, guarda en el corazón a las niñas de Umanivas. Si alguien me pidiera consejo sobre un sitio en el que estrenarse en estas labores de voluntariado, le diría sin dudar que empezara por Jaipur.

Y es que el ambiente que se respira en el orfanato es magnífico: las niñas forman una gran familia, son como 20 hermanas que juegan entre ellas, disfrutan de ratos de esparcimiento, comparten estudios, mayores y pequeñas, en un ambiente relajado. No hay, como en Umanivas, ambiente de academia militar. Me decía Irene que, con el ritmo marcial de vida que llevan, en el que sólo Didi Vratiisha añade toques de dulzura, era muy difícil que las niñas pudieran establecer entre ellas vínculos que fueran más allá de la camaradería. Hay allí cierto ambiente de enclaustramiento, casi asfixiante, pero quizás las condiciones de aislamiento lo hagan inevitable, qué sé yo. Por el contrario, la foto de la derecha me parece que resume bien el ambiente del orfanato de Jaipur, con las niñas atentas al desarrollo de la telenovela de la tarde, mientras Didi las mira, como una madre, y parece asentir complacida.

Aunque Didi Gautami tiene su carácter, no crean. Como no podía ser de otra manera, su familia pertenecía a la casta de los guerreros, que se me antoja la cantera inagotable de Didis emprendedoras. Su vida, como las de las otras, ha sido una lucha constante, contra las circunstancias, la sociedad, y en este caso, también contra la organización de Ananda Marga, en la que llegó a desempeñar papeles de alta responsabilidad (supervisora de todos los ashrams de la India, me la imagino perfectamente en el papel). Me contaba Didi algunas historias escalofriantes sobre luchas de poder y abusos dentro de la organización, que acabaron por hacerla apartarse de ella. Me sonaban tan familiares, quizás sean inevitables cuando una religión deviene en estructura jerárquica. De entre las muchas cosas que me gustan de ella, mi favorita es su sentido del humor, sorprendentemente agudo. Recuerdo algunas tardes, tronchándonos de risa con alguna historia, medio horrorosa, que ella me contaba en clave de humor. Aunque también nos peleábamos muchas veces sobre cuestiones políticas, porque, de forma algo contradictoria con su personalidad, ella sostiene algunas posiciones de lo más nacionalistas y beligerantes. Un día tuve que comprarle una biografía de Gandhi, para intentar convencerla (no sé si con mucho éxito) de que su idea de que fue él el culpable de la partición de la India quizás no estuviera bien documentada. El día que me marché lo dedicamos a la sesión de fotos de despedida, con todos los niños del orfanato vestidos con sus mejores galas. Y nos despedimos con una sonrisa, la que alumbra las caras de los niños en la foto.

Ahora que ya estoy en Madrid, al hacer recuento de las cosas que he hecho y de las que no pude hacer, creo que puedo estar contento. Y eso que siento cierta decepción porque no pude terminar algunos de los proyectos e ideas que traía cuando empecé esta segunda andadura por la India. El proyecto estrella, la instalación de los paneles solares en Umanivas, se quedó en el camino, derrotado por la imbatible desidia de los indios. Quizás lo pueda reactivar desde la distancia, aunque albergo dudas de lo más razonables. Al menos, me dio tiempo a echar una mano en algunas cosas que mejoraron la vida de mis niñas en el colegio, una nueva instalación eléctrica, ventiladores para los pasillos… Durante esta semana volveré con el proyecto de los madrinazgos, tanto para las que quieran renovar su compromiso como para quienes quieran incorporarse de nuevas. La otra idea que tenía en mente, la de que las niñas de Jaipur cosieran trajes para venderlos en España, se ha quedado momentáneamente congelada. Las muestras que me he traído, tan numerosas que mi mochila estuvo a punto de reventar en la vuelta, me han hecho descubrir que la confección de ropa no es un asunto tan trivial como yo sospechaba, y que nociones como patronajes, plisados y sisas no eran, como yo creía, inventos del marketing del gremio del textil. Confío en que en un futuro próximo podamos solventar las dificultades técnicas. Os mantendré informados a todos los que os habéis interesado por el asunto.

Por otro lado, quedo razonablemente satisfecho de cómo ha ido el blog, porque al principio no estaba seguro de que fuera a tener combustible suficiente para alimentarlo. Creo que sólo se me queda en el tintero un post, que sospecho habría estado entretenido, sobre las maneras de vestir y la estética en la India, que pensaba titular "El triunfo del tergal". No tuve tiempo de obtener las imágenes para ilustrarlo, y sin ellas me siento incapaz de describir las inefables vestimentas que luce el personal en las calles, las películas o la televisión. Quizás en otra ocasión.

Llevo dos días en Madrid, y todavía vivo sin vivir en mí, aturdido, además de por los decalajes horarios, por la velocidad con que aquí transcurre todo, que ya tenía casi olvidada. Y eso que la reinmersión ha sido rápida y sin piedad, incluyendo visita dominical al Leroy Merlin, cuyo fruto fue un nuevo mobiliario para la terraza y una continua sensación de escándalo por los precios, pese a mi firme intención, no siempre cumplida, de evitar traducirlos a rupias (o peor, de intentar no calcular cuántas cosas se podrían hacer allí con la pasta que cuesta aquí una mesa y unas sillas). Pero no puedo negar que al volver uno bendice, por muchas razones, la suerte que tenemos de vivir en este mundo occidental. En su libro El antropólogo inocente, que describe (en un tono muy divertido) las peripecias de un antropólogo durante su convivencia con una tribu africana, Nigel Barley resume bien la sensación del que regresa de una aventura así:

Es característica común a los que retornan, mientras van dando traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llegados del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales, de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable.

Sin embargo, pese a esa sensación de que vuelves al mundo al que perteneces, hay algo dentro de ti que... Barley, en el último párrafo de su libro, da cuenta de la conversación telefónica entre el antropólogo y quien le animó a iniciar la aventura. Dice algo así como:

- Ah, ya has vuelto.
- Sí.
- ¿Ha sido aburrido?
- Sí.
- ¿Te has puesto muy enfermo?
- Sí.
- ¿Cuándo piensas volver?


Pues eso. Gracias a todos por estar ahí y, quizás, hasta la próxima.

En Madrid, a 2 de mayo de 2010.

Como perros

Hay un pasaje de un libro de Coetzee, Desgracia, que termina con una frase semejante al título de este post: "sí, como un perro". Creo recordar que ha sido la única vez que se me ha caído un libro de las manos, de la impresión. Los que lo hayan leído sabrán a qué pasaje me refiero, es inolvidable. Omito más detalles por si alguien quiere leer el libro (fabuloso, como todo Coetzee, por otra parte), pero la frase aludía, claro, a una situación de desesperación y maltrato más allá de toda comprensión. No es difícil encontrar en la India situaciones como ésas. Ya he hablado de ellas en alguna ocasión, pero sospecho que las palabras no son suficientes para describirlas. Y aunque pueda resultar algo tópico hablar de pobreza en la India, quiero dedicar este post a ilustrarla con datos e imágenes. Adelanto, de todas formas, que casi nunca me he sentido capaz de captar las más demoledoras, detenido por la combinación del horror y el pudor.

Conviene señalar, por cierto, que en la India los perros no son realmente animales domésticos. La mayor parte de ellos vagan por las calles, con aspecto enfermizo, en muchas ocasiones con patas rotas, quizás atropellados, y tratados con el mayor desprecio que uno pueda imaginar. Salvo en algún mall elegante de Kolkata, no he conseguido encontrar productos específicamente destinados a ellos, como collares antiparásitos o cepillos, pese a que los he buscado con interés, para los perros del colegio. Que por cierto eran dos cachorros hembras de lo más simpático y juguetón; al menos conmigo, porque, para mi asombro, nunca vi a ninguna de las nenas jugando con ellos: simplemente, no entienden que toque hacerlo, de la misma forma que a nosotros no se nos ocurriría ponernos a jugar, qué sé yo, con ratas o cabras. Me contaba Didi que, por ser hembras, nadie los quería, y que por eso se los quedó. Se ve que la desventaja de la condición femenina no es sólo aplicable a humanos…

Existen en la India todas las posibles variantes de pobreza posibles: no hablo de los mendigos que encuentras en las grandes ciudades, que hacen de la pobreza una profesión, pues ésos desaparecen en cuanto te alejas de las zonas turísticas, sino de la multitud de personas que arrastran sus escasas pertenencias por las calles, vagando sin rumbo, durmiendo en cualquier parte y sin otra aparente ambición que la de llegar al día siguiente. De ésas hay a miles en Kolkata, hombres, mujeres, familias enteras que tienen la calle por domicilio y las fuentes públicas como única comodidad. El de la fotografía araña en las calles de Purulia restos de comida en las hojas-plato olvidadas en el basurero. Me venía a la cabeza aquel poema de los tiempos escolares “¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo…?” Aquí siempre lo hay, recogiendo las sobras que alguien arrojó. Hasta en Jaipur, una ciudad mucho más civilizada y con un nivel de vida incomparablemente mayor, los encuentras con facilidad. Los más afortunados viven en chabolas, como en el asentamiento cercano al orfanato, en el que sólo los niños jugando a un simulacro de criquet (con palos como bates y sin pelota) parecen recordar que hasta aquí se pueden oir risas. Curiosamente, apenas cincuenta metros más allá se alza un mall imponente y una colonia de chalets de lujo. En los poblados cercanos al colegio de West Bengal la pobreza es también generalizada: la gente vive en chozas de barro y subsiste vendiendo la leche y la carne de sus cabras y de algún trabajo ocasional. El arroz y quizás algún fruto recogido de los árboles conforman en exclusiva su dieta. Esta tribal people, completamente analfabeta, que habla idiomas distintos del bengalí (en realidad, puede ocurrir que en dos poblados que disten apenas un par de kilómetros se hablen idiomas diferentes), viven una realidad aparte y su cultura, sus tradiciones y el color de su piel hacen imposible que mejoren su situación. Algunas de mis niñas favoritas de Umanivas pertenecían a esta clase olvidada.

Y luego están las viudas. Se las distingue por su prematuro envejecimiento, su absoluto abandono y por unas vestimentas que alguna vez fueron blancas (el blanco es el color del duelo en la India), convertidas ya al gris de la miseria y la suciedad, que apenas cubren su desnudez. Las encuentras sentadas en las aceras, o como la de la foto, acuclillada frente a la estación de Purulia. La viudedad es muchas veces en la India sinónimo de desamparo. Nadie las atiende, ni las familias ni las instituciones, y su destino pasa únicamente por aguardar la muerte, que algunas tratan de adelantar mediante el suicidio.

En la dura tarea de la subsistencia, la gente se gana la vida con los oficios más insospechados. Creo que fue en Kolkata donde vi cómo un hombre mayor pasaba el día ofreciendo en la calle a los viandantes los servicios de su báscula, en la que por 5 rupias medía, más o menos exactamente, el peso de los interesados. En Bokaro me topé con algunos redactores de cartas y documentos, que armados de viejas máquinas de escribir se ocupaban de poner negro sobre blanco las peticiones de los iletrados. Encontré al curioso personaje de la foto en Purulia, donde amablemente se ocupaba de limpiar los oídos de los aventureros que se atrevían a enfrentarse a su escalofriante instrumental: una aguja de dimensiones descomunales, que apenas protegía durante la trepanación con un algodoncillo. En aquellos tiempos andaba yo con mis problemas auditivos, y por un momento estuve tentado de entregarme a sus cuidados, pero deseché rápidamente la idea al pensar en las consecuencias, de entre las que la perforación de tímpanos se me antojó la más leve. A pesar de rechazar sus servicios, el tipo se me acercó, con esa gorra de béisbol que desentonaba un tanto con su atuendo, y estuvimos un rato intentando comunicarnos, aunque debo decir que no con mucho éxito.

En este reparto de trabajos inhumanos, las mujeres se llevan la peor parte, sobre todo por la arraigada costumbre de que sean ellas las que carguen con los pesos sobre sus cabezas. Resulta de lo más curioso observar cómo, en cada obra (edificios, carreteras), la mayor parte del personal es femenino: son las que se ocupan de acarrear los materiales, piedras, arena, cemento, de un sitio a otro, luciendo coloristas sarees a modo de monos. En la estación de Kolkata fui testigo de una escena alucinante: dos hijos jóvenes estaban transportando un gran baúl con ciertos apuros, y en un momento dado, se pararon y animaron a la madre, una señora bastante mayor, a que lo transportara en la cabeza. Aquello les parecía lo más normal del mundo. No recuerdo quién me intentaba convencer de que las mujeres estaban acostumbradas a cargar esos pesos en la cabeza, y que no suponía un gran esfuerzo para ellas. En fin, cómo discutir que la costumbre no siempre debe sentar jurisprudencia. Sin embargo, algunos trabajos que uno podría pensar femeninos son aquí siempre desarrollados por hombres, como los operarios de las máquinas de coser que vi ayer en un taller de ropa que visitamos en Jaipur.

Al cambio, un euro viene a ser como 60 rupias. Puede ayudar a hacerse una idea del nivel de vida el que los billetes de 1000 rupias (como 15 euros) son los equivalentes de los Bin Laden de 500 euros en España: apenas se ven, salvo en las manos de algún cliente adinerado en unos grandes almacenes. Todo el mundo se maneja con billetes por debajo de 100 rupias, con el de 10 como gran estrella. Los turistas que visitan la India suelen moverse en lo que he dado en llamar la escala de las 100 rupias: el que una cena pueda salir por 300 rupias (5 euros) nos puede parecer muy barato, pero en realidad he aprendido que se puede cenar perfectamente por 15, aunque eso sí, rebajando un tanto los estándares de higiene y salubridad. Cualquier taxi de Jaipur intentará cobrar al extranjero 100 rupias por una carrera, excepto si vas acompañado de locales o si ya te conoces el percal: entonces aceptará la negociación en torno a las 30 ó 40. Porque una gran parte de la población se mueve aquí en la escala de la rupia. Sobre todo en los poblados, en los que un sueldo medio pude ser de unas 30 rupias diarias, muy por debajo de ese dólar que, creo, los organismos internacionales marcan, un tanto arbitrariamente, como umbral de la pobreza extrema. Recomiendo aquí ver el vídeo La gente olvidada de Rarh, que grabó Rosa cuando estuvo por Umanivas, con la ayuda de un par de voluntarios británicos. Está en inglés, pero es de lo más interesante y revelador. Y, claro, esos caminos de Khatanga, esas caras, me resultan tan familiares…

Invisible

Creo haber contado alguna vez lo que daría por disfrutar, aunque solo fuera por un rato, del maravilloso talento para tejer historias de Paul Auster, de quien -los dioses me perdonen- tomo prestado para este post el título de su última novela (aunque no soy tan exigente, porque si la austerianidad me fuera negada, me conformaría de buen grado con una pizca de Eduardo Mendoza). Y es que Invisible me he sentido, en cierto modo, en este mes que he pasado en Umanivas.

Verán. La primera vez que estuve allí, el año pasado, fue una conmoción en el colegio: era el primer male volunteer que iba allí solo, sin pareja, y aquello disparó el interés y la curiosidad de las niñas. Pero en esta ocasión mi presencia ya no era una novedad. Creo que había pasado a ser algo así como ese primo de ultramar, cuya primera visita genera enorme expectación, pero que en las siguientes ya es visto como uno más de la familia, al que se tiene en cuenta en las decisiones domésticas, pero que ha perdido el aura de lo desconocido. Las nenas sabían que estaba allí, se me disputaban por las mañanas en clase (Dada, you take Class VIII?), y me convocaban (a voces, Dada, plaaaaay) para los partidos de balón prisionero por las tardes. Pero el resto del tiempo no interrumpían sus rutinas para darme cabida en ellas. Recuerdo que el primer año, a primera hora de la tarde, oía los golpecitos en las rejas con los que la brigada de las pequeñajas (Rupa, Rumpi, Chandana) solían interrumpir mis siestas reclamando jugar a las cartas, ver una peli (Mulan, Dada, Mulan!) o, simplemente, enseñarme lo que habían hecho en clase ese día. Esta vez era yo el que tenía que ir a buscarlas, para proponerles alguna actividad. También es cierto que el año pasado tuvieron vacaciones buena parte del tiempo que estuve allí, mientras que en esta ocasión tenían los agobiantes horarios del curso. Por otro lado, Didi Vratiisha se pasó casi semana y media en Kolkata, y sin su apoyo y decisión era difícil organizar casi nada. Las otras Didis, aunque son amables y hasta solícitas cuando se las requiere, no se sienten tan cómodas en mi presencia.

Pero según se iba acercando la fecha de la partida, las nenas fueron dándose cuenta de que realmente Dada se marchaba. Y entonces volvieron a buscarme como antaño, a ensayar pequeñas frases en inglés cuando se cruzaban conmigo o a reclamar mi ayuda en los deberes por la tarde. Y me preguntaban, algo incrédulas, Dada you go? El último día, como ya es tradicional, se organizó el programa de despedida, ese Farewell Pablo Dada que se ve a Sandipa escribir en la pizarra. Todas las nenas, recién salidas de clase, con sus lindísimos uniformes, estaban allí. Lo de programa debe interpretarse en sentido literal, porque hay un orden del día, una speaker que va presentando las actuaciones y finalmente agradece las sucesivas intervenciones: bailes, cantos entonados a cuatro o cinco voces, algún solo de armonía, todo bajo la atenta mirada de la mesa presidencial, que ocupaba junto con las Didis.

Aunque ya me conozco casi de memoria todos los bailes, fue lindo ver de nuevo las evoluciones de las nenas, que al terminar cada baile me dedicaban una mirada y una sonrisa de complicidad. Al finalizar la ceremonia, Didi me pidió que dirigiera unas palabras al auditorio, y a ello me puse, con la ayuda de su traducción simultánea (ay, compruebo en la foto que me he vuelto a quedar tirillas, esta dieta vegetariana… ¡y qué pedazo de peluca!, ya sé lo primero que tengo que hacer al volver) ¿Qué les dije?, creo que les hablé de los posibles futuros que les esperaban. Les conté que en este tiempo en la India he visto mujeres en los poblados con vidas inhumanas, y otras con trabajos decentes. Y que en sus manos estaba elegir un destino u otro. Que de ellas dependía conseguir una buena educación que les abriera unas puertas que en principio tienen cerradas. Ignoro cuánto de mi discurso les llegó realmente, porque sospecho que Didi optó por una traducción algo libre, aunque sólo sea por la disparidad de duración de nuestras intervenciones: a veces un par de frases mías se convertían en cinco minutos de parrafada, mientras que otros pasajes más largos eran resueltos con un breve comentario. Pero me pareció que alguna niña, bajando la mirada, entendía. Quizás acabe siendo solo un efecto pasajero.

Por la tarde, ya empaquetado todo mi equipaje, llegó la hora de marcharse. Al salir de la habitación me encontré con todas las niñas esperándome, en silencio. De entre ellas se abrió paso Rupa, que entre lágrimas se me acercó, me dio una última carta que había estado escribiendo ese día, y acabó por abrazarse a mis piernas, ya con llanto desconsolado, please, Dada don’t go. Es el llanto un sentimiento contagioso, y en apenas unos instantes todas las nenas estaban llorando, casi al compás. Hasta Sunita andaba con los ojos arrasados por las lágrimas. Las fui abrazando, una a una, aunque ellas apartaban la cara para que no las viera llorar. Ya montado en el coche, mientras me iba alejando, me puse a gritar desde el estribo, todo lo fuerte que podía, sus nombres: bye-bye, Nilima, Rupa, Anjana, Moitree! Bye-bye Pimky, Rumpi, Gita!... bye-bye a todas…




Durante los últimos días me dio por pensar que quizás mi labor en Umanivas ya se había terminado, que las niñas ya no me necesitaban, no más que a cualquier otro voluntario que se acercara por allí, y que quizás fuera mejor buscar otros sitios en los que, en el futuro, echar una mano. En el orfanato de Jaipur en el que estoy ahora siento que mi ayuda es más necesaria: aquí estoy todo el día conviviendo con los niños y las niñas, les ayudo con los deberes, nos inventamos juegos... Pero luego pienso que mi Didi Vratiisha sigue necesitando que su brother esté con ella, para ayudarle en los muchos proyectos que tiene en mente. Y, sobre todo, me paro a mirar la foto, reparo en la lágrima que corre por la mejilla izquierda de Archana… y me digo que será difícil no volver alguna vez.

One thing


“One thing”, así es como suele empezar muchas de sus conversaciones Didi Vratiisha, la protagonista de este post, al tiempo que levanta un dedo, interpelándote. Que viene a ser más o menos como aquella famosa introducción de Chiquito de “te voy a decir una cosita”. Didi Vratiisha es la protagonista en realidad no de este post, sino de casi todo el blog, porque ella es el alma de este colegio, la que lo ha levantado de la nada y la que lo lleva, junto con tantas otras cosas, con mano firme. El personaje fascinante que ha logrado que muchos voluntarios, y yo desde luego, vayan a guardar un recuerdo indeleble de este sitio. Porque ella es quien lo hace realmente especial: niñas con ganas de cariño y sonrisas deliciosas las hay en otros colegios y orfanatos; Didi Vratiisha, como si de una madre se tratara, no hay más que una. De ella he hablado ya en muchas ocasiones en este blog, y su colorido sayo naranja ha aparecido en multitud de poses: montando aguerrida en moto, pastoreando a las nenas, abrazando amorosamente a Irene… Me remito a un post anterior (abril del 2009) para los detalles de su vida, aunque en las próximas líneas añadiré algún episodio extra. Y dejo aquí la imagen de Didi a punto de montarse en su Didi-scooter, con su divertido casco tipo antidisturbios.

Al despedirme hace un rato de ella en Purulia hemos tenido que reprimir nuestras ganas de darnos un buen abrazo, moral obliga, y nos hemos limitado a un ceremonioso pero sentido Namaskar final. Aunque según se alejaba seguía dándome consejos sobre mi salud, indicaciones sobre qué hacer en cuanto llegara a Jaipur y garantías sobre que el par de asuntos que hemos dejado pendientes se resolverían sin dilación. Luego me he venido al ya famoso hotel Akash a pasar la noche en espera del tren matutino para Kolkata. El gerente, ya viejo amigo, me ha ofrecido por sorpresa una cerveza fría, y aquí estoy, apurándola y recordando sabores casi olvidados. Por cierto que he aprovechado para verme el Inter-Barca de ayer. Curiosa experiencia, verlo tras haber leído en detalle las crónicas de los periódicos, pues no me pareció que el Barca jugara tan mal como se decía, si exceptuamos la intolerable actuación de Ibra, que sigue en su empeño por parecer un bulto sospechoso, y las desafortunadas actuaciones de Keita (por irrelevante) y Alves (por errático). Pequeños detalles que cambian el signo de un partido. Tampoco me pareció que el arbitraje del portugués fuera un robo tan descarado, y lo rebajaría simplemente a la categoría de caserillo. Pero la eliminatoria se me antoja remontable, a poco que se recupere la fluidez y la precisión en el juego.

Tiene Didi un inglés trufado de giros deliciosos, del que el “one thing” es solo una muestra. Y qué decir de su pronunciación: en los meses que he convivido con ella no he conseguido que aceptara que people no se pronuncia “piupil”. Pero sus desatinos gramaticales o semánticos me resultan entrañables: mi preferido es cuando dice “I understand” cuando en realidad quiere decir que se ha dado cuenta de algo -I realize- (obsérvese lo cercanos que en castellano están los verbos entender y comprender). Pero descontando esto, las conversaciones con Didi son sorprendentemente interesantes. Es cierto que en algunos asuntos es de lo más naive, como en aquellos relacionados con la Historia, aunque esto es achacable a la falta de referencias. Como el otro día, cuando discutíamos el efecto que a un occidental le produce de primeras el símbolo de los Ananda Marga, esa impactante combinación entre la esvástica y la estrella de David. La esvástica es un símbolo tradicional hindú, que uno encuentra por todas partes aquí, aunque parecer ser que en el original las aspas giran en sentido contrario al del símbolo nazi. Se ve que a Hitler, en su búsqueda de las raíces arias por la India, le hizo tilín el logotipo y se lo apropió. Pues bien, de repente Didi se mostró muy interesada en que le contara detalles sobre el nazismo, pues sabía de algunas de las atrocidades cometidas. Cuando me las fue desgranando, resultaron ser escenas de “La lista de Schindler”, que alguien le había contado y que ella había convertido en fuente histórica fidedigna. En todo caso, me he comprometido a conseguirle la peli, pues una vez deshecho el entuerto se mostró deseosa de verla, argumentando, con excelente criterio, que estas cosas hay que conocerlas, para que no se repitan; su cabeza trabaja deprisa.

Pero para lo que somos (ella mujer, india y monja; yo, hombre, occidental y sin traza alguna de santidad), es increíble la naturalidad con la que trata ciertos temas. Ya he comentado en algún post su propensión a ilustrarme sobre las características de las menstruaciones de las habitantes de la Escuela; creo que tras este mes ya sería capaz de establecer un mapa de periodicidades y dolencias para cada una de ellas, niñas incluidas, pues aquí tienen sus primeras reglas a los 10-11 años. Y, salvo algún sonrojo ocasional, tampoco se priva de hablar de sexo, en particular de ocasionales episodios lésbicos entre las niñas. La homosexualidad no es asunto bien aceptado en el anandamarguismo, pero la versión particular de Didi (algo menos ortodoxa) es mucho más matizada (en esto y en muchas otras cosas). Me contaba un día el caso de dos chicas de Kolkata conocidas suyas, best friends, me decía, que acabaron viviendo juntas (fino eufemismo). Le pregunté que qué le parecía y, tras reflexionar un poco, acabó diciendo algo así como, bueno, si se quieren. Me gusta su flexibilidad.

Didi pertenece a una de las castas superiores, la de los guerreros. ¡Le viene al pelo!, porque Didi es guerrera y luchadora. Me contaba que, desde muy pequeña, cualquier episodio de discriminación de la mujer que presenciaba en casa le parecía intolerable, y que se juraba que ella no aceptaría nada de eso al ser mayor. Supongo que entonces no sospechaba el camino elegido para evitarlo. Pero en ocasiones, cuando me cuenta historias sobre mujeres o sobre sufrimientos menstruales, se queja, con cierto tono de abatimiento, de que Dios no ha sido muy equitativo en el reparto. Pablo, you know, life of women here is very, very hard. Qué le puedo decir.

La famosa historia de la serpiente viene a cuento aquí. Ocurrió hace años, cuando la escuela era apenas una pequeña casita con un par de habitaciones, y Didi convivía con su amiga del alma (la didi que vino a despedir a Irene al aeropuerto) y unas cuantas niñas. Una noche estaban durmiendo cuando una serpiente (de tamaño variable de narración en narración) se deslizó en la habitación y empezó a reptar por encima del cuerpo de Didi. Ella mantuvo la calma, fingió seguir dormida, y cuando el reptil se colocó en su cuello, dio un Didi-salto (tipo Matrix) y se la quitó de encima. Entonces la serpiente buscó otra víctima y atacó a Didi Novina, que se ve que no puedo mantener la misma calma, mordiéndole en un brazo, antes de que Didi consiguiera matarla a garrotazos. Novina empezaba a sentir los síntomas del envenenamiento, y tras practicarle los primeros auxilios (en plan McGyver, mordiendo la herida para escupir el veneno y aplicándole el consabido torniquete), la montó en un coche y se encaminó al hospital de Bokaro. Al llegar allí, ya por la mañana, el médico de turno en urgencias le exigió que pagara el tratamiento antes de ingresarla, pero Didi se había gastado las únicas 500 rupias que tenía en el alquiler del coche, así que rogó al médico que la tratara, que ella se ocuparía de conseguir el dinero durante el día. Pero el médico, en curiosa interpretación del juramento hipocrático, se plantaba en que la pasta o nada, argumentando además que no sabía qué tipo de serpiente era, y que en esas condiciones no procedía ingresarla. Entonces Didi, imagínense la escena, sacó de entre sus ropajes el cuerpo de la serpiente, que allí se había guardado (?), y se la arrojó a la cara, ¿no sabes cómo era la serpiente?, aquí la tienes. El médico se quedó aterrado y tras quitársela de encima como pudo, accedió a tratarla. Didi me confesaba que, a pesar de todo su pacifismo anandamarguista, se habría cargado al médico allí mismo, si hubiera tenido la posibilidad. Y así habría sido, porque Didi sabe disparar un arma. En la India, creo que a los 17 años, toca hacer una especie de mili, mujeres incluidas. Se puede optar entre un servicio social y uno de tipo militar. Como podréis imaginar, ella optó por el segundo, para desespero de su padre, que no lo veía apropiado en una señorita (recuérdese que ella pertenecía a una familia de bien). Y me contaba, con indisimulado orgullo, que en las prácticas de tiro había sido de las mejores. Qué guerrera, mi Didi.

Vive Vratiisha con un temor permanente, el temor a que la organización le pueda quitar en algún momento todo lo que aquí ha construido. En su estructura jerárquica, la organización puede decidir en cualquier momento trasladarla a otro sitio, sin más explicaciones. De hecho, a lo largo de su vida y antes de llegar aquí, ella ha trabajado ya en varios estados distintos de la India. Eso le rompería el corazón, porque siente como propio todo lo construido: su Escuela, sus niñas. Y tiene todo el derecho a sentirlo así. Alimenta también la ilusión de visitar España alguna vez, quiere conocer el mundo del que los voluntarios españoles, Rosa y yo sobre todo, le hemos hablado. Yo le digo que quizás no sería una buena idea, que luego le resultaría muy difícil volver a las condiciones de la India. Ella me da la razón, porque sabe que así les ha ocurrido a otras Didis destinadas en el extranjero, pero luego sonríe pícara y me insiste que, aún con todo, le gustaría venir alguna vez. Quizás ocurra. Sería divertido verla caminar, con su traje naranja, por las calles de Madrid.

La voy a echar de menos.

El estado del arte

Son las 11 de la mañana del domingo. Hoy, por razones desconocidas, me desperté a la 4 de la mañana, incluso antes de que el Baba nam kevalam matutino actuara como despertador. Así que llevo siete horas en danza, que no exactamente despierto, porque en este intervalo me ha dado tiempo a lavar mi ropa, quemar los residuos más allá de la tapia del colegio (fundamentalmente colillas, jejeje, para eliminar los rastros de mi delito), transponerme a eso de las 6, desayunar y responder a unos cuantos mails, para volver a caer sopa hace un par de horas. Aunque estos días hemos tenido buen suministro eléctrico, justo hoy no tenemos luz, así que me he sentado a escribir delante de mi libreta, libreta en la que registro de todo un poco: bocetos de posts, mis listas de la compra y actividades, algunos ejercicios de mates que preparo para las clases y una cierta cantidad de frases en bengalí. Mis progresos con esta lengua son evidentes, para alborozo de las nenas, que al oirme arrancar una conversación en su idioma, se vienen arriba y ya pretenden hablarme todo el rato en él. Cómo les explico que a tanto no llego. Espero que, cuando vuelva, no me suceda como el año pasado, cuando todo ufano me fui a la frutería de debajo de mi casa, regentada por un bangladeshí, y le pedí unos kilos de manzanas en bengalí. El tipo puso cara de alucinado, hizo como que no me entendía (seguro que a propósito, el muy canalla) y al final tuve que pedírselo en castellano. Mi orgullo quedó muy dolorido.

Es un día de aplastante calor, uno más, y el viento infernal no anima a salir de la habitación (y mi L’Óreal Men Expert, a punto de acabarse, ay). Buen momento para pararse a reflexionar sobre el estado del arte: lo que he hecho hasta ahora y lo que me queda. Que son apenas dos telediarios, porque el jueves me marcho ya para Jaipur.

Pretendo, en estos cuatro días, completar un montón de tareas, aunque con los conocidos ritmos locales, no sé cuántas podré llevar a buen puerto. La más importante, la de los paneles solares, no sé si cuajará. Al final ha resultado que la aparente seriedad de los tipos de Kolkata no ha sido tanta, y salvo relampagueante reacción mañana, dudo que lleguen a tiempo. Porque me gustaría estar cuando vinieran a instalarlos, que si no pueden hacer cualquier chapuza. Me daría rabia (id est, me jodería) que este asunto no se completara, con la de esfuerzo que le hemos dedicado; si no llegan a tiempo, le dejaré instrucciones precisas a Didi de lo que deben hacer. Al menos, tenemos por aquí un par de electricistas que están renovando toda la instalación eléctrica, dejándola niquelá, que dirían en mi popular barriada usereña.

Voy también a (re)arrancar lo de los madrinazgos, un programa (financiación de las clases de baile y arte para las niñas que no podían permitírselas) que ha funcionado muy bien, las nenas incluidas en él han progresado una barbaridad, daba gloria verlas bailar el otro día. Tengo la sensación, además, de que para algunas de ellas participar en estas clases les ha permitido integrarse más en el grupo. Dos por uno. La otra pata del programa, la de que las nenas tuvieran en sus madrinas a unas “pen-friends” no ha funcionado tanto, aunque debo señalar que algunas madrinas han cumplido sobradamente con su parte. Quizás tengan alguna sorpresa cuando vuelva. Mandaré en breve un mail a las madrinas del año pasado, por si quieren renovar, aunque se admiten nuevos participantes, porque hay niñas nuevas en el cole a las que esto les vendría muy bien.

Quiero aprovechar lo que queda para reunir registros visuales de algunos de los sitios y actividades que en este blog he intentado, con mayor o menor fortuna, describir con palabras. Me escaparé una tarde de “tour” fotográfico por los poblados, e intentaré grabar en vídeo qué hacen las nenas durante un día completo. Un programa agotador, como veréis. Y luego cerraré mi estancia aquí, con una fiesterilla en la que quizás haya alguna sorpresa, y los últimos preparativos: maleta, últimas compras, algún arreglo financiero con Didi…

Alguien me preguntaba por las diferencias entre esta estancia y la del año pasado. Como la otra vez, he pasado momentos malos (por el calor y las condiciones de vida, sobre todo), y momentos buenos, al volver a tener contacto con las nenas y Didi, por poder añadir a sus (duras) vidas algún ingrediente divertido. Pero tengo que reconocer que esta vez ha sido menos emotivo, aunque solo sea porque casi nada me resulta ya novedoso, salvo la presencia de Irene en las primeras semanas. Esto es casi como un romance: al principio, la excitación de la sorpresa y el descubrimiento; luego se aprende a paladear los momentos buenos y a disfrutar de lo que te gusta. Supongo que, por las mismas razones, la participación en el blog ha sido menor este año: falta la energía de lo nuevo. Aunque también ha podido ser que esta vez no he incluido ni relatos eróticos ni muchas referencias futbolísticas, jajaja, los verdaderos motores de la humanidad. Por cierto, los relatos de mujeres (quizás haya alguno más), como muchos habrán intuido, son ficticios, aunque siempre en ellos hay un trasfondo de realidad (terrorífica, en algún caso).

Oigo unos cánticos por ahí, voy a ver qué hacen.

En el museo

Tras la aventura/pesadilla del año pasado en la playa, mi ánimo para organizar excursiones con las nenas, lo reconozco, había decaído mucho. Pero aún así tenía ganas de llevarlas a algún sitio, y aprovechando que estos días han sido de fiesta aquí (justo hoy es el año nuevo bengalí), estuvimos pensando qué podíamos hacer. En algún momento se nos pasó por la cabeza, a la Didi y a mí, algún plan descabellado (Gaya en el Oeste, Darjeeling en el norte), pero afortunadamente la logística del asunto (un montón de horas en tren en cada caso) nos hizo desecharlos. En algún momento, Didi me comentó que en Purulia había un museo de la Ciencia que valía la pena visitar (¿en Purulia?, ¿un Museo de la Ciencia?, amos, no me j…), así que nos pusimos con ello.

Con la excusa de organizar los detalles (y sí, lo reconozco, para escapar un día de aquí), el lunes me fui a Purulia yo solito, adelantado al resto de la expedición. Ojo, nada de coches particulares, en tren, como todo hijo de vecino: a esperar un par de horas en el cercano apeadero de Danrughutu, para tomar por asalto el tren en el escaso minuto que para. La foto da fe de que hay que emplearse a fondo y atléticamente para subirse a él. Como era previsible, mi presencia en un tren tan popular, ocupado (petado es más preciso) fundamentalmente por gente de los poblados, causó sensación, de modo que me tuve haciéndome fotos con y haciéndoles fotos a los ocupantes hasta que casi llegamos a Purulia. Agotador trayecto, posando todo el rato para las fotos en los móviles. Desde que dejé mi prometedora carrera cinematográfica no me sentía así, quizás deba intentar relanzarla aquí, de todas maneras los galanes locales son horrorosos (¿o serán las camisetas de rejilla que suelen lucir?), y no tendría competencia.

Purulia es una ciudad de unos 100.000 habitantes, sin mucha gracia, he de decirlo, a la que quizás el roce de estos meses me ha hecho cogerle cariño. Guardo especial apego por el Hotel Akash, escenario de mis reparadoras escapadas del año pasado, y al que me dirigí nada más llegar. Porque además de la visita al Museo, el plan era que las niñas disfrutaran por un día de lujos poco habituales para ellas: aire acondicionado, ducha, tele, etc. Tras comentar los viejos tiempos con el encargado (que no me reconoció ni de coña, pero cuando le dije que había estado el año pasado, lo celebró con grandes aspavientos), me puse a repasar el catálogo de habitaciones que ofrecían. Atendiendo a mi calidad de buen y tradicional cliente, me mostraron la A/C De Luxe, que para mi sorpresa :-O no tenía nada que envidiar, en cuanto a diseño, a la de un NH de 4 estrellas. Estamos mejorando nuestra oferta, me dijo con comprensible tono de orgullo el hombrecillo. Pese a que el demonio me tentó por un rato, opté al final por ocupar una algo menos lujosa, pero con las comodidades imprescindibles: aire acondicionado y ducha. Además de organizar lo del hotel, tenía otros quehaceres pendientes en Purulia, pero en cuanto enchufé el aire en la habitación me dije, bueno, ya habrá tiempo mañana.

Y a la mañana siguiente, en el tren de las 9, se presentó en la estación la alegre muchachada, 50 y pico reclutas, comandadas por las oficiales de naranja. Las nenas estaban preciosas, engalanadas con los trajes de las mejores ocasiones. Aunque se puede ir al hotel andando 20 minutos, el calorcito que sufríamos ya no hacía aconsejable, por lo que nos pusimos a negociar el traslado con los de lo rickshaws. Pero los tipos se pusieron duros, y al ver que nuestra situación era delicada, no bajaban de las 30 rupias, cuando lo habitual son unas 15, exhibiendo en la negociación, además, maneras de sindicato organizado, pues a un par de morenos que parecían querer aceptar nuestra oferta les cayeron todo tipo de improperios (y mamporros, sospecho, si hubieran insistido).
Calculo que la diferencia entre ofertas era de unas 200 rupias en total, algo más de tres euros, pero no estábamos dispuestos a sufrir tamaño atraco (?), así que, salvo algunos privilegiadas (Didis y algunas de las nenas más pequeñas), a las que montamos en rickshaws, el resto nos pusimos en marcha, alegres los corazones, hacia el hotel. Ríete tú de la serpiente multicolor del Tour, esto sí que era un espectáculo cromático. Pero el sol apretaba de lo lindo, y cuando veía que alguna desfallecía, les preguntaba, ¿paramos?, no Dada, somos fuertes, podemos andar, respondían a coro. Qué capacidad de sufrimiento tienen, las pobres. Y así llegamos al hotel, 30 minutos más tarde. Por el camino me había fundido en agua para abastecimiento bastante más pasta de la que nos separaba de los gángsters de la estación, pero nuestro orgullo estaba intacto (no así nuestra salud).

Este hotel Akash es el más lujoso de Purulia. Me contaron los dueños, con los que entablé conversación, que sus clientes eran normalmente hombres de negocios. Así que lo de que una turba de 50 niñas apareciera por allí era toda una novedad. Os costará trabajo creer que metiéramos a las 50 y pico de la expedición en 5 habitaciones (de tres camas), pero como ya he comentado varias veces, la noción de espacio disponible es aquí algo peculiar. Inmediatamente se enchufaron el aire acondicionado y se quedaron pegadas a las teles, repasando series, viendo dibujos animados… por un momento me parecían niñas occidentales (salvo que en España protestarían si tuvieran que juntarse 15 en una habitación). Aunque lo que más las impresionó, quién iba a decirlo, ¡fue el ascensor! Creo que ninguna había montado en uno nunca, y cuando salimos de hotel (casi hubo que mandar a los Geos a las habitaciones para sacarlas) tuve que ir bajándolas, de 6 en 6, a casi todas, porque ninguna quería perderse el espectáculo. Cuando arrancaba el ascensor, las nenas se agarraban una a otras, temerosas, hasta que comprobaban que aquello no era peligroso y entonces, ya sí, disfrutaban del corto viaje. Hubo quien, pícaramente, intentó repetir, y cuando pedía 6 niñas nuevas, me decían, yo, Dada, yo nueva. Pero Santoshi, si te he visto bajar dos veces, noooo, Dada, no era yo, sería otra. Tardamos bastante en salir del hotel, jejeje, la foto recoge el río humano desde el Akash.

Y nos fuimos al Museo, montados en tres jeeps (echen cuentas, 55 en total, más los conductores). Y resultó que el Museo de la Ciencia era una maravilla. Yo ya lo había visto el día anterior, cuando me acerqué a comprobar que lo de que hubiera un museo así en una ciudad como Purulia no era una inocentada. Allí me recibió el director, que por supuesto dejó todos sus quehaceres (bueno, tampoco parecía muy ocupado) para mostrarme orgulloso las instalaciones. Es un museo muy bien diseñado, como podría ser el de cualquier ciudad española, con exposiciones bien interesantes, zonas de juegos para las nenas, un pequeño planetario, etc. Hasta tuvimos una charla Science is fun, donde un propio nos entretuvo, en un tono bastante divulgativo, con experimentos de Termodinámica, Química y Electromagnetismo. Aunque lo que querían las nenas era jugar en los columpios y divertirse con los experimentos: en las fotos las podéis ver creando música con sus manos o viendo un paisaje tridimensional de la superficie de Marte. Y aunque por supuesto la mayor parte del conocimiento que allí se exhibía está fuera del alcance de estas nenas, creo que se lo pasaron bien.


Ya era de noche cuando volvimos al hotel, aunque por el camino tuve que dar respuesta a esa sentida petición que las nenas me hacían con sus miradas: Dada, icecreams! Y en una tienda compramos helados para todas. No deja de sorprender que abastecer a la tropa me saliera por unos siete euros. O que darles de cenar a todas (arroz y vegetales, claro, las Didis vigilaban que no nos desviáramos de la ortodoxia) no pasara de los 12 euros. Claro, que tuvo que ser en un restaurante de la calle, porque las tarifas del hotel (un euro por persona) les parecieron intolerables a las Didis, que cuchicheaban entre ellas como diciendo, qué barbaridad, qué precios, a dónde iremos a parar.

Las niñas se subieron a las habitaciones, volvieron a enchufar el AC y la tele, y así estuvieron hasta altas horas de la noche. Didi pretendía poner algo de orden, pero creo que la convencí con lo de déjalas, por un día… Me mandaron cuatro de las nenas más pequeñas a dormir conmigo, sleeping, OK?, les dije, mientras yo me conectaba a Internet. OK, Dada, y se tumbaron obedientes. Aunque al rato una de ellas levantó la cabeza y, con sonrisa pícara, me dijo, Dada, TV? Me derretí y les dejé un ratillo viendo dibus, hasta que poco a poco se fueron quedando dormiditas, las cuatro en la misma cama.

A la mañana siguiente las dejé en la estación (tras una nueva caminata) y yo me quedé en Purulia haciendo algunas gestiones, como la de ir al otorrino para que mirara los oídos, que desde hace una semana tenía taponados, seguramente por el agua que se me mete al lavarme cada mañana. Evitaré al lector la descripción detallada de lo que de allí pudo sacar el galeno, pero su trabajo fue eficaz, porque de repente volví a oir perfectamente. Justo entonces descubrí que Purulia no era la ciudad calmada y silenciosa que me pareció el día anterior, sino un infierno de pitidos y ruidos insoportables. Al salir del hotel y contar en la habitación hasta 12 botellas de agua vacías, me di cuenta de lo increíblemente calurososos que habían sido los días, y del tute que se habían pegado las nenas. Pero creo que les valió la pena. A ellas... y a mí, claro.

Historias de mujeres indias (II)

Informe de la Policía de la ciudad de Purulia, 10 de marzo de 2010

Tras haber recibido diversos avisos por parte de los vecinos, una dotación de la Segunda Comandancia se desplazó a Karavad Road 32, donde encontró en la cocina del domicilio el cuerpo sin vida de Momita Kumar, de 22 años. Presentaba múltiples quemaduras por todo el cuerpo. Se desconocen por el momento más detalles sobre el incidente.

Me llamo Momita Kumar y tengo 22 años. No tengo recuerdos de mis primeros años de vida, pero me contaron que mi madre se suicidó cuando yo tenía seis años y que mi padre me dejó al cuidado de las Didis de la Escuela de Umanivas, en el Distrito de Purulia. Guardo recuerdos deliciosos de aquellos tiempos, sobre todo de Didi Vratiisha, que fue como una segunda madre para mí. En los diez años que viví allí vi pasar un buen número de voluntarios extranjeros, y fui testigo de cómo, con sus aportaciones, la pequeña casita de los primeros tiempos se fue convirtiendo en un edificio de tres plantas donde llegamos a convivir más de 50 niñas. Desde muy pequeña se me dieron bien los estudios, y Didi Vratiisha me animó a que prosiguiera con ellos. Así que fui al college, donde obtuve una calificación entre las 10 mejores de mi promoción, lo que permitió acceder a la Universidad para estudiar enfermería, que siempre había sido mi sueño.

A los 19 años se concertó mi boda con Dilip Kumar, un hombre de 50 años dueño de un negocio de compraventa de automóviles y motocicletas. Como pertenecía a una de las castas superiores, mi familia tuvo que hacer un gran esfuerzo para reunir la dote que se exigió. Aunque no lo había visto nunca antes, en la boda me pareció un buen hombre y creí que sería un buen marido para mí. Y así fue los primeros años, en los que me permitió seguir con mis estudios de enfermería. Ya estoy en penúltimo curso, y mis profesores están muy contentos conmigo: la mejor estudiante que recuerdan, me dice alguno. Cuando se lo cuento a Didi Vratiisha, noto que su corazón se alegra, como una madre se alegraría por los éxitos de una hija.

Pero desde hace unos meses Dilip ha cambiado mucho. El negocio no acaba de ir bien, y la mayor parte de las noches viene a casa borracho, me grita por cualquier cosa y me acaba pegando. En casa, mientras preparo la cena, sigue bebiendo y tomando drogas. Luego toma también unas pastillas azules, y esto es lo peor de todo: no soporto cuando quiere montarme una y otra vez. No soy un animal.

Algunas noches ayudo a Dilip a repasar los estadillos del negocio, corrigiendo los muchos errores que comete, a él no se le dan bien los números. Pero cada vez que le señalo alguno, me grita y me dice que qué me creo, que no tengo ni idea. Aunque luego, cuando me voy a la cama, le oigo corregirlos en secreto. Alguna vez, como sé que se lo toma a mal, evito señalarle algún error que detecto. Pero entonces es peor, porque al día siguiente sus socios le reprenden, y entonces viene hecho una furia a casa, gritándome que para qué me pide que le ayude con las cuentas, si no soy capaz de hacer nada bien.

No puedo seguir así. Pero no tengo dinero para proseguir mis estudios por mi cuenta: mi familia gastó todos sus ahorros en la dote, y lo que he ido ganando cada mes haciendo unas sustituciones en el Hospital Estatal se lo he dado íntegramente a Dilip. Él me dice que cualquier día dejará de pagarme los estudios, que mi sitio está en casa, y que no le gusta que ande todo el día rodeada de hombres, puta, me dice.

Le he contado mis problemas a Didi Vratiisha, y ella me ha animado a que pida el divorcio. Dice que ni siquiera los perros son tratados así. Me ha prometido que me ayudará económicamente; creo que con su ayuda podré completar mis estudios y conseguir un buen trabajo. También yo tengo derecho a ser feliz.

Sí, hablaré con él y le diré que quiero el divorcio. Parece que le oigo llegar.

Informe de la Policía del Distrito de Purulia, 10 de abril de 2010

En relación al fallecimiento de Momita Kumar, de 22 años, el pasado 10 de marzo de 2010, el equipo encargado de la investigación ha procedido a interrogar a posibles testigos del hecho y a los familiares de la fallecida, además de recoger todo tipo de pruebas en el lugar del deceso. En particular, el marido de la Sra. Kumar, reputado hombre de negocios de la ciudad de Purulia, informó que desde hace tiempo sufría episodios de locura transitoria. Según él mismo nos transmitió, estaba realizando gestiones para que la Sra. Kumar visitara a un especialista psiquiátrico.

Tras el análisis de estas evidencias, se declara, como causa oficial del fallecimiento, el SUICIDIO.

Historias de mujeres indias (I)

Mi nombre es Suseetra y tengo 12 años. Vivo en la aldea de Sistum, junto con Ma, Baba y mis dos hermanos. En realidad le llamo Baba pero no es mi padre, el mío murió hace unos años y Ma tuvo que volver a casarse. No soy muy feliz en casa, porque creo que Baba no me quiere: sólo tiene ojos para mis hermanos pequeños y siempre está quejándose de lo que tiene que trabajar para cuando tenga que pagarme la boda. Algunas noches viene muy alterado y me tengo que esconder en mi habitación para que no me pegue. Me gustaría que Ma me defendiera, pero creo que ella también le tiene mucho miedo.

Cada mañana cojo la bicicleta y pedaleo 20 minutos hasta la Ananda Marga High School, para asistir a mi Class VIII. No puedo decir que allí me divierta mucho, porque no se me da bien el inglés ni el bengalí. Sin embargo, los números, ¿cómo podría explicarlo?, con ellos todo es mucho más fácil: cuando hay que hacer una suma o una división, los números empiezan a bailar en mi cabeza, girando entre ellos, hasta acabar colocándose cada uno en su sitio, en la respuesta final. Lo malo es que no sé explicar cómo sucede esto. Y mi profesora no me entiende, me exige que haga los cálculos como las demás compañeras, pero eso no sé hacerlo. Entonces la profesora me sienta en las filas de atrás, me grita y a veces me castiga fuera del aula, porque cree que he copiado. Cada día, de vuelta a casa, en la bicicleta, me digo que la próxima vez lo haré como las demás, y que no volveré a dejar que los números bailen en mi cabeza.

Hace unos días apareció un nuevo profesor de matemáticas, un Dada de piel muy blanca. Él no es como las otras profesoras: nos habla mucho (aunque yo no le entiendo bien), a veces se sienta entre nosotras y nos hace bromas, y me divierte mucho ver cómo acaba manchado de tiza cada clase. Un día nos pidió que hiciéramos una multiplicación de números muy grandes. Sin darme cuenta, se me escapó la respuesta, aunque en voz baja. Pero, ¡ay Baba!, justo Dada me estaba mirando, y me pidió que lo dijera en voz más alta. No Dada, no Dada, le dije, pero él insistió y tuve que contestarle. Se me quedó mirando fijamente y me preguntó How? Se acercó a mi pupitre y buscó en mi cuaderno, pero allí no había nada escrito. How?, tell me, Suseetra. Yo temía que me fuera a castigar y no sabía qué hacer: me encogí de hombros. Dada me seguía mirando fijamente y empezó a preguntarme más cosas: Suseetra, 353*127. Dada, 44831, contesté. 94192/3276. Dada, cut, and 3364/117. Estaba segura de que acabaría castigada a la pata coja en el pasillo, pero Dada sonreía cada vez más y me hacía preguntas cada vez más difíciles. But how?, tras cada respuesta, y yo seguía encogiéndome de hombros. Pero no me castigó, y sólo me dijo al acabar: see you tomorrow, Suseetra.

Desde ese día, Dada se queda conmigo al final de las clases para ayudarme en las otras asignaturas. Me ayuda a leer en inglés, me enseña Geografía e Historia, me cuenta dónde está su país y cómo es la vida allí. Con su ayuda estoy mejorando mucho. Me dice además que nunca tenga miedo de decir las cosas que se me ocurren. Esto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Ma, porque creo que no lo entendería. Pero cada mañana pedaleo con fuerza para llegar la primera a clase. Dicen las compañeras que se irá pronto, y eso me entristece. Cómo me gustaría que fuera mi Baba...

Sin embargo, nunca me enseña matemáticas. Sólo al final de cada sesión me propone tres o cuatro cálculos difíciles y a veces da un palmetazo, se ríe y grita “incredible!” cuando le contesto. Creo que disfruta viéndome pensar, que entiende lo que pasa en mi cabeza y que no quiere que los números dejen nunca de girar en ella.

Y la luz se hizo

Debe de ser el contacto con este mundo espiritual del anandamarguismo el que me lleva a títulos con tantas consonancias bíblicas, pero no tema el sufrido lector, que no voy a hablar en este post de creaciones divinas ni de súbitas conversiones, sino, simplemente, de que la corriente eléctrica volvió al cole hace una semana.

Han sido diez meses sin luz, se dice pronto, desde que por accidente se quemara un transformador en el tendido eléctrico. Parece ser que el gobierno se negaba a arreglarlo porque los de los poblados se enganchaban a la línea por la patilla y no pagaban las facturas (de dónde esperarían que pagaran, me pregunto, si no tienen dónde caerse muertos). Y así han estado muchos meses, en un tira y afloja en el que Didi llegó a organizar multitudinarias protestas, ella en plan líder de los sublevados, frente a la oficina del encargado. Hace un par de semanas fui a visitarlo yo también, y le largué tremendo rollo sobre la importantísima misión que me había traído aquí (?) y lo imprescindible que era disponer de corriente eléctrica para desarrollarla, al tiempo que recurrí a mi ya algo manida reflexión acerca de que el prestigio de la India estaba en juego, etc. Aquello pareció impresionar mucho al tipo, que aceleró las gestiones y a los cuatro días teníamos corriente en el cole.

Lo que resulta muy útil, porque estamos teniendo días de entre 40 y 45º (llevo ya varias noches durmiendo en el tejado) y un ventiladorcito y el agua fría del frigorífico bien que se agradecen. El calor viene acompañado de un viento que quema y reseca la piel. Menos mal que tengo conmigo mi salvadora crema L’Oréal Men Expert (pronúnciese con voz de producto de teletienda, tipo Vibropower), ¡ojo!, de diseño sumamente varonil y masculino, no confundamos las cosas, que me aplico a discreción mañana, tarde y noche. Lleva esta crema como subtítulo un epatante Hydra Energetic Turbo Booster, ¡toma ya! Y es que siempre he creído que existe un oficio, el de inventor de propiedades de cosméticos, cuya misión fundamental consiste en pergeñar todo tipo de palabros, en continuo alarde creativo cuya cumbre, en mi opinión, fueron aquellas famosas nanosferas (¡qué chulis!) que glosaba la publicidad de una cierta crema de noche. Sostengo que ése y el de redactor del Cosmopolitan son los oficios más divertidos del mundo: cualquier mamarrachada que se te ocurra cuela, y además queda de lo más cool.

Cómo aguantarían diez meses sin electricidad es algo que se me escapa. Aunque quizás tenga explicación en el asombroso estoicismo de que hace gala esta gente, quizás sea producto de la costumbre: si el tren llega tres horas más tarde, pues se le espera; si el tipo con el que quedamos no aparece, pues volvemos mañana; si un par de profes no aparecen hoy por el cole, pues las niñas se pasan la mañana metidas en el aula sin hacer nada. A mí se me llevan los demonios. Pero el tiempo tiene aquí otro significado.

Sin embargo, la Didi, pizpireta ella, además de organizar las revueltas populares, encontró tiempo para montar un sencillo sistema de paneles solares, comprando uno, pidiendo prestado otro par… con ellos, al menos, se ponían en funcionamiento 4 o 5 bombillas de bajo consumo que iluminaban el corredor donde las nenas estudian y pasan la mayor parte del tiempo cuando oscurece. Al menos hasta que un estridente pi-pi-pi anuncia que las baterías cargadas durante el día se están agotando. Uno de los primeros días se me ocurrió poner el portátil a cargar por la tarde, y conseguí que por la noche el pitido llegara un par de horas antes de lo habitual. Nadie supo por qué, y tampoco yo, cobardemente, confesé mi culpa, pero los remordimientos me acosaron un buen rato. De todas formas, la instalación actual, además de prestada, es medio cutre, y tengo idea de sustituirla por una más apropiada. Para eso estuve en Kolkata hablando con unos fabricantes, cuya seriedad y profesionalidad me parecieron muy por encima de lo habitual en estas tierras, así que quizás en breve tengamos una instalación como Dios manda.

Y que servirá de backup a la corriente eléctrica, porque los cortes de luz son continuos. Aún con ellos me da tiempo a seguir la actualidad de los periódicos, y no por habitual deja de asombrarme la cara de cemento que muestran algunos ante la tormenta: cuanto más contundentes los hechos (vaya tela, Matas, Gürtel, Fabra), más mirada al frente, prietas las filas, que ya escampará. Alucinante. Ocurre siempre que, cuando uno no dispone de algo, no lo echa de menos; pero cuando ha mordisqueado la manzana, ya no puede vivir sin ella, de forma que los cortes de corriente me causan ahora profunda irritación y ansiedad. Así, maldiciendo la línea cada vez que se cortaba, y mirando de reojo la batería del ordenador para comprobar si aguantaría hasta que ésta volviera, pude seguir anoche en el Carrusel la ya inadjetivable nueva exhibición de Messi. Y el sábado, el clásico, ¡uy!

Apuntes de Kolkata

Tras tres o cuatro estancias en ella, Kolkata sigue siendo una ciudad que me esquiva, a la que no acabo de coger el punto, o mejor, el gusto. Kolkata sabe a humedad, a calor y a sudor, el sudor de las más de 15 millones de personas que se agolpan en sus calles, asfixiando al viajero que se aventura en ella. Claro que no me imagino quién en su sano juicio puede venir a Kolkata como turista, salvo algún británico con nostalgia incontrolada (la ciudad, antes llamada Calcutta, fue capital del Raj –el dominio colonial británico- hasta 1912, y aún conserva algún edificio victoriano digno de verse), y los inevitables japoneses que se ven pasear por el centro de la ciudad, medio aturdidos y timados sin compasión en las tiendas. Pero a diferencia de la zona de Purulia, en el noroeste de West Bengal, donde un extranjero y un marciano son la misma cosa, en el centro de Kolkata, en la zona de Park St. y Sudder St., se ven bastantes extranjeros, casi todos voluntarios que colaboran en las casas de la Madre Teresa o similares. Curioso ambiente el de esas calles, donde conviven estudiantes yankis en pantalones cortos, francesas, británicas o nórdicas en viaje espiritual que pretenden camuflarse con coloridos kurtas, y algún hippie con rastas, que se juntan en los varios cybercafés de la zona, donde por cierto he observado, fisgando a los demás ciberadictos, que el correo electrónico ha dejado de ser el rey, destronado sin aviso por el facebook. O tempora, o mores!

Aunque decir que uno ha captado la esencia de una ciudad tan enorme tras unos cuantos paseítos es pretencioso, claro. Porque si el año pasado sí que me decidí a visitar algunas de las zonas más deprimidas de la ciudad, con grave menoscabo de mi ánimo y de mis esperanzas de un mundo mejor, esta vez, lo reconozco, hemos llevado una vida algo más burguesa; aunque sin excesos, que la conciencia está aquí en alerta permanente. Hay cierta diferencia entre la pobreza de la zona donde vivo y la de Kolkata: la primera es rural, de páramos polvorientos y chozas de barro; mientras que la segunda está hecha de plásticos y andrajos, y las aceras de las calles son su domicilio habitual. A mí me impresiona más la segunda, qué quieren. Dicen los entendidos que la superpoblación de Kolkata se debe al flujo incontrolado de bangladeshíes, que pasan la frontera ilegalmente (imagínense cómo estarán al otro lado) y se instalan en la ciudad a la espera de un trabajo que en algún momento les lleve a la nacionalidad. Pero ni una ni otro suelen llegar, y entretanto sus cuerpos tapizan las calles por las noches. Lapierre la llamó la Ciudad de la Alegría, por el suburbio donde se instalaba el protagonista de la historia, pero a mí me cuesta encontrar en ella cualquier atisbo de felicidad. Será que miro sin fe.

Pero como decía, esta vez, quizás como compensación por las penurias domésticas vividas en el cole, nos hemos dado un fin de semana de vida algo más regalada, que incluía la estancia en un hotel medio decente, el Sunflower, con ducha y aire acondicionado, y la manutención diaria en alguno de los sitios finos de la ciudad. Sí, lo reconozco, y me fustigo por ello: fuimos un par de veces al McDonalds. Gravísimo pecado que seguramente pagaré reencarnándome en algún infame bicho en próximas vidas, pero es que había llegado el momento en que un miligramo más de picante en nuestro organismo habría causado daños irreversibles. El pecado es doble: frecuentar tal establecimiento en la India ya tiene delito; pero en mi caso, con mi bien conocido y exacerbado amor por las hamburguesas del Burger King (o burriquín) y mi repelús por la competencia, el asunto se convierte en pecado mortal. Aunque para ser justos, debo reconocer que la hamburguesa vegetariana estaba de lujo.

Allí sentados, consumiendo el correspondiente menú (gigante, claro, porque hay que ver lo canijas que son las hamburguesas del MacDonalds), o en el Flury, degustando el sándwich de pollo más sabroso que he probado en mi vida (y no es efecto secundario de la abstinencia, es que estaba preparado con un cuidado exquisito), vimos otra versión de Kolkata, la de los ricos, la de los pijos. Creo yo que no debe de ser fácil ser rico o acomodado en Kolkata (o en la India en general). Ocurre aquí que la extrema riqueza y la pobreza abismal comparten el mismo espacio, no hay transición entre ellas. Frente al más reluciente centro comercial encuentras mendigos, harapientos conductores de carretas o familias lavándose en una fuente de la calle: no hay posibilidad de evitarlos. Aunque un ejército de securatas se ocupa de que ninguno de éstos ose traspasar los umbrales del lujo. Y de hecho, los pudientes parecen pasar junto a ellos como si fueran invisibles, quizás el hábito crea ceguera. En todo caso, no puedo evitar que me caigan mal: ser rico aquí me suena más pecaminoso que en otros lugares. Como el domingo por la mañana, cuando estábamos disfrutando del desayuno en el Flury, y entraron cuatro pijorros vestidos de deporte, con innegable pinta de haber estado jugando una partida de pádel (o bueno, lo que jueguen aquí). No pude evitar dedicarles una mirada de desprecio. Aunque claro, nosotros también estábamos allí.

Pero entre la inmensa mayoría de pobres de solemnidad, y la minúscula proporción de ricachones, he detectado también en Kolkata (y en mayor medida en otras ciudades, como Delhi o Jaipur) una cierta clase media, que disfruta de algunos de los lujos del consumo y de la vida moderna, sin llegar a las obscenas exhibiciones de riqueza de algunos. Dueños de pequeños negocios, trabajadores del mundo de la electrónica o de la informática, médicos, etc., que disponen de una vivienda razonable, un pequeño utilitario (Tata o Suzuki-Maruti), y cuyos hijos tratan de labrarse un porvenir estudiando en Universidades (algún día os hablaré de ellas y de la importancia que está adquiriendo la formación aquí). Una clase media que quizás consiga enjugar los enormes desequilibrios del país. Aunque, por lo que cuentan, el avance económico de la India no parece encaminado en ese sentido, y no hace sino ahondar las diferencias.

Paseando por Kolkata te encuentras, o se te juntan, todo tipo de personajes. El primer día, nada más llegar, nos chocamos con una pareja de alemanes, un par de médicos que una vez al año se vienen para acá con una ONG tipo Médicos sin Fronteras, que con desbocado (y agotador) trote prusiano nos pasearon por lo que ellos consideraban los comercios más destacables del centro. En un inglés con rocoso acento de Hannover, al tipo le dio tiempo (pese al ritmo de 1500 que llevábamos, nosotros jadeando, ellos Deutchland über alles) a contarnos lo que hacían allí, que conocían Ávila y Toledo, y hasta a reconocer a un mendigo, un mutilado que pedía tumbado en una sábana, decía que lo ve allí desde hace 10 años. Otro día, saliendo de un mall, nos montamos en un autorickshaw en el que coincidimos con un periodista local. Al oír lo de journalist se me hizo la boca agua, así que me puse a preguntarle por un montón de cosas sobre el Gobierno y la situación de la India. Lo curioso es que en 10 minutos de charla, en la que enumeró muchos detalles sobre Sanidad, Educación y seguridad, no llegué a entender si estaba muy a favor o muy en contra de la gestión gubernamental. Pero bueno, salvo el signo, un más o un menos, la ecuación me quedó clara.

Cuando Irene se fue, decidí bajar mi ritmo de vida, y dejé de tomar taxis y de comer en sitios occidentalizados, más por el peso de la conciencia que por deseo, y me dediqué a viajar en metro y en autobús. En el tráfico caótico de Kolkata, montar en autobús es de lo más divertido: por dentro muchos son de madera, y hay un tipo asomado al estribo que canta a voces el destino, “Howrah, Howraaaah!”. La gente se sube en marcha, pero observé que el único que pagaba nada más entrar era yo. No funciona así: se sientan y al rato el vociferante cobrador abandona su tarea de reclutamiento, mira fijamente a los pasajeros, y se dirige a alguno diciendo algo así como “chato, suelta la pasta”; es entonces cuando pagan. El último día, camino de Howrah, decidí evitar otra vez el taxi, así que cogí el metro hasta la estación MG Road (MG es Mahatma Gandhi, claro). Howrah quedaba aún algo lejos, y a la salida del metro me quedé pensando cómo llegar: andando, en rickshaw. En esto que se me acerca un niño como de 12 años y me ofrece su ayuda. Cuando le comenté que estaba pensando tomar un rickshaw, me miró con cara extrañada y me dijo que nanay, que a coger el autobús. Acepté sumiso, y mientras me llevaba a la calle donde pasaban los autobuses para la estación, a unos cinco minutos andando, al chavalín le dio tiempo a contarme en un estupendo inglés que iba a estudiar aeronáutica porque quería ser astronauta. Viendo la decisión con la que me lo contaba, comprendí que aquello no era la típica fantasía infantil, sino firme decisión que no dudo se hará realidad.

Dicen que el nombre de Kolkata proviene de Kalikata, la morada de Kali, la diosa negra de la muerte y la destrucción. Quizás su destino estaba escrito ya en el propio nombre. Yo sigo siendo incapaz de tomar fotos de ella, aunque escenas para guardar las hay a millones. Sólo al llegar a la estación de Howrah, justo antes de partir, me siento liberado de esa prohibición y tomo alguna instantánea nocturna y furtiva. Quizás para recordar que no fue una pesadilla, sino, simplemente, Kolkata.

La despedida

El viernes, Irene se despidió del colegio de Umanivas. Dos despedidas (ésta y la de Jaipur) en quince días, ambas precipitadas (lo son siempre que uno está a gusto en algún sitio), y por supuesto emocionantes. Aunque creo que, para ella, la de Jaipur lo fue más, por ser la primera y porque en cierto sentido las nenas de Jaipur llegaron más a su corazón. Es aquél un lugar más habitable: estar en la ciudad conlleva ciertas comodidades (agua corriente, electricidad), en comparación con el sobrecogedor aislamiento de Umanivas. Sin embargo, el que todas las nenas sean huérfanas en Jaipur (por desaparición física de los padres o por simple dejación de funciones) nos hace verlas con mayor aire de desvalimiento.

En todo caso, la despedida de Umanivas fue de lo más touching, en los dos sentidos del término: por su ternura, y por lo táctil. Ser hombre en el anandamarguismo tiene sus desventajas: aunque tengo una relación fantástica con las nenas, los contactos físicos están muy limitados, salvo con las más pequeñas. Y no digamos con las Didis. Pero con Irene no ha sido así en ningún momento: siempre que iba por el cole la veía acompañada (rodeada, asaltada) por un montón de nenas, en especial por las de la última promoción que se ha incorporado a la escuela, para las que era la primera voluntaria, lo que disparaba su interés, excitación y deseos de contacto físico (las demás ya tienen cierta veteranía en estas lides). El último día, como era previsible, aquello acabó convirtiéndose en puro tumulto, con algún peligro de avalancha.

Pero antes, la noche del jueves, tuvimos la habitual ceremonia de despedida, en la que las nenas se turnaron para mostrar sus habilidades en el baile y la canción (algún día os contaré cómo han mejorado sus prestaciones las nenas incluidas en el amadrinamiento del año pasado). Aunque la guinda final fue un baile de Irene Didi con Chandana, un pas de deux que quedó de lo más mono (ajá, con que ensayando a mis espaldas, ¿eh?), véase en la foto un momento de la memorable actuación. Quiso la casualidad que el jueves fuera también el cumple de Jui, la nena amadrinada por Irene, así que le habíamos comprado como regalo una muñeca (horrorosa, por otra parte, aunque la mejor que encontramos), que Jui recibió entre incrédula y maravillada. Tanto, que tras un momento de duda, decidió lanzarse en los brazos de Irene, ella, que es medio esquiva (y algo majareta, añadiría). Doy fe de que fue difícil desatarlas del abrazo.

El viernes, las nenas se dedicaron a preparar los regalos de despedida, cartas con primorosos dibujos de flores y con mensajes que, aunque redactados en un inglés que ignora (o agrede) algunas de las reglas más elementales, sonaban de lo más amorosos. Con el inevitable “come back soon” que, yo lo sé bien, se queda grabado en el corazón. Las fotos que adjunto recogen algunos momentos de la despedida, con las nenas rodeándola para hacerle entrega de sus regalos, reclamando cada una de ellas una lectura individualizada, Irene Didi, don’t forget, Irene Didi, see you again. Cómo las va a olvidar… Luego corriendo para poder asistir a la salida del jeep, y finalmente saludando con sus manitas desde la puerta del colegio.

En el jeep, camino de Purulia, Didi Vratiisha agarró a Irene del brazo y creo que ya no la soltó hasta Kolkata. Así, agarradas del brazo, besándola a cada rato, pasaron las muchas horas del camino, que, como se verá en un momento, fue de lo más accidentado. Compartiendo confidencias al oído, mirándome divertidas, cosas nuestras, parecían decirme. Didi se justificaba con lo de que su cultura no le permite esas licencias conmigo, y se mostraba comprensiva ante mis evidentes celos, al tiempo que establecía la incontestable relación familiar: como yo soy su brother, Irene pasa a ser inmediatamente su sister, así que venga arrumacos.

El plan de viaje era sencillo: teníamos que tomar el tren nocturno a Kolkata, que salía de Purulia a las 8:15. Como yo había sido –merecidamente- despojado de todas mis funciones de organizador, la Didi decidió que tomáramos un tren en Kotshila a las 6, que nos dejaría en la estación media hora más tarde. Pero he observado que este año los ferrocarriles indios han decidido no seguir fieles a la legendaria puntualidad de los análogos británicos (¿más síntomas de descolonización?), y suelen llegar y partir con unos retrasos considerables. En nuestro caso, el tren llegó una hora tarde, lo que sumado a lo pausadamente que recorrió el trayecto, nos hizo perder el tren a Kolkata. Momentos de confusión, qué hacemos ahora, hasta que a Didi se le ocurrió la peregrina idea de volver a montarnos en el tren, que seguía hasta Adra, donde aparentemente el expreso de Kolkata hacía una parada prolongada para esperar pasajeros de otros trenes. El plan sonaba algo descabellado, porque el tren en el que íbamos exhibía obvias dificultades técnicas, pero entre que yo estaba castigado a guardar silencio por mis abundantes errores organizativos del pasado, y que Irene no se atrevió a protestar, decidimos seguir su consejo. Como era previsible, la persecución no resultó exitosa, y dos horas más tarde llegamos a Adra, donde el tren de Kolkata acababa de partir. El desconcierto para entonces se había convertido en cabreo, y por una vez agradecí no haber tenido nada que ver con el plan, porque Irene me miraba con cara de “esta vez te salvas”, aunque sospecho que aún andaba pensando que “seguro que has tenido algo que ver”. Pero, ¿qué hacíamos?: las 11 de la noche, una estación de una ciudad desconocida; el panorama era desalentador.

Así que fuimos a hablar con el manager de la estación, luego con el de la taquilla, luego con… en cada caso apelando a nuestra condición de extranjeros y a que la responsabilidad de nuestra situación era de la propia compañía de ferrocarriles, llegando a asegurar, algo hiperbólicamente, admito, que la propia imagen de la India estaba en juego en aquel envite... hasta que por fin conseguimos que nos embarcaran en el tren de la mañana siguiente, sin (más o menos) costes añadidos. Pero había que esperar hasta las 6 de la mañana, y como al preguntar si había un hotel cercano para pasar la noche nos contestaron que sí, pero que les parecía que el trayecto hasta él no era muy seguro a esas horas (ups), decidimos seguir su recomendación de dormir en la waiting room, pero first class waiting room, oiga, como se encargó de enfatizar el encargado. La no first class consistía en que la gente, a docenas, se distribuía por el suelo de la estación, durmiendo de aquella manera. La sala VIP, al menos, tenía unos ventiladores, estaba limpia y disponía de unas sillas de plástico (la de los gents, la de las ladies era algo más lujosa, con unas tumbonas que para entonces ya estaban ocupadas) para descansar. La opción de dormir en el suelo se impuso por goleada, y así pasamos la noche (total, tampoco se diferencia mucho de las camas de madera de Umanivas). Aunque antes de quedarme sopa tuve tiempo de entablar conversación con un ingeniero químico que viajaba hasta Mumbai, con el que acabé discutiendo sobre un dispositivo de espectrografía con el que él andaba trabajando últimamente. Qué cosas más extrañas pasan por estas tierras. Guardo por ahí su tarjeta, porque aquí, en cuanto te encuentras un tipo educated y trabas conversación, te encasqueta su tarjeta junto con el compromiso de mantener relación epistolar y, quizás, establecer lazos de amistad eterna.

Tras el fin de semana en Kolkata, del que hablaré en un próximo post, Didi nos llamó el domingo para preguntar detalles sobre la salida del vuelo, sin ocultar su deseo de estar presente en la despedida. Y allí se presentó, junto con una Didi amiga suya, su best friend, la única que puede dar fe de si la historia de la serpiente era verídica o no. Hubo muchas risas con el asunto, y raciones extra de Didi-achuchones… hasta que por fin Irene desapareció más allá de los mostradores de embarque, despacio, muy despacio, como queriendo prolongar el momento...