Punto y final

Abro el ordenador en el hotel de Nueva Delhi en el que apuro mis últimas horas de estancia en la India. Esta noche tomo el avión de vuelta: se cierran estos tres meses de aventura india, y parece razonable dar también finiquito a este blog que me ha acompañado y os ha acompañado durante este tiempo.

Me resisto a hacerlo, lo reconozco, porque me he divertido muchísimo escribiéndolo y -casi más- leyendo vuestros comentarios. No sé si tendré otra oportunidad de escribir tan de continuo. Quizás debería pensarme si prolongarlo con un sucedáneo del tipo “Pablo en Embajadores”; concedo que tendría menos glamour, pero oye, pasan también cosas fantásticas en mi barrio. Solo hace falta estar atento. Apenas estamos atentos a lo que pasa a nuestro alrededor, y es una lástima. Miramos y no vemos.

Casi tanta como reincorporarme a mis tareas habituales en España, me da muchísima pereza ponerme a escribir balances (no me cuadrarían, en todo caso), resúmenes o miradas atrás. Lo vivido está vivido, y parte de ello ha quedado reflejado en este blog. Ponerse ahora a cuantificar sentimientos o catalogar recuerdos sería, como decía la canción, someterlo todo al sistema métrico.

Seguramente, tras estos tres meses, se me quedan bastantes posts en el tintero. Hay muchos asuntos sobre los que no he conseguido la suficiente información como para atreverme a componer un post al respecto: el papel de las castas, asuntos religiosos, etc. Recuérdese que he vivido encerrado en una comunidad que no sigue muchos de los dictados (religiosos o de costumbres) del resto de la India. Pero, además, ¿qué India? En estos últimos diez días de viaje he comprendido que hay muchas Indias, lo que no debería sorprender en un país de más de mil millones de habitantes, más de 300 idiomas distintos y tan grande como Europa. Y la India que he vivido, West Bengal, casi en el borde con Jarkhand, es una de las “peores” caras de esa India. Al menos eso dicen los indios de otras partes, con notable desprecio, por cierto. Lo poco que he visto en Delhi, Agra, Jaiur o Rishikesh, los sitios donde he estado, me han convencido finalmente de la inutilidad de redactar un post con una impresión general sobre los indios. Por un lado, no sabría de quién tendría que hablar: acaso de la tribal people que habitaba los poblados alrededor del colegio, o de las mujeres con burkha que pasean por Jaipur, o de los sijs coronados con turbante, de los jóvenes cosmopolitas de New Delhi, de los sadhus harapientos (y fumados) que mendigan por Rishikesh… E incluso si existiera esa noción de “indianity” de la que algunos hablan por ahí, no creo que tuviera palabras muy positivas para con las trazas que, según mi experiencia, la caracterizarían. No sé, quizás me perdí algo, o no supe verlo, así que mejor no entrar en detalles.

A cambio, como imaginaréis, salgo de aquí con un sólido y creo que duradero vínculo sentimental con algunas de las personas que he conocido aquí, mis Didis, mis niñas. Se queda un pedazo de mi corazón, así que quizás tenga que volver en alguna ocasión, bien a recuperarlo, bien a comprobar cómo le va por estas tierras.

En estos diez días de viaje apenas he alimentado este blog, salvo alguna esporádica (y gamberra) incursión de K. He visitado los lugares imprescindibles, aunque sin ningún afán de abarcarlo todo: New Delhi, Agra, Jaipur, luego al norte hasta Risikesh. Aviso ya de que no con la minuciosidad que quizás merecían esos lugares. Lo digo a modo de protección frente a esa extraña costumbre (que quizás tenemos todos) de someter a competición las experiencias viajeras: “¿Qué has estado en … y no has visto…? ¡Pues te has perdido lo mejor!”. Pues nada, gracias por informarme de mi estupidez, dan ganas de responder. Pero es que me apetecía más disfrutar de los paseos al atardecer, entre el tumulto de los comerciantes, de los rallies en rickshaw por las callejuelas, o incluso de ciertos lujos (ducha, masaje) en alguno de los hoteles en los que hemos estado, que seguir un meticuloso programa de visitas. Aún así, me ha dado tiempo a disfrutar de la belleza color salmón de Jaipur o a quedarme maravillado (clavado en el suelo, hipnotizado durante más de una hora, abrumado, sería más preciso) por la increíble majestuosidad del Taj Mahal. Por su asombrosa simetría. Por su blancura indescriptible. Uno cree que lo conoce, lo ha visto mil veces en fotografías, pero oigan, no se lo pierdan en directo: es una experiencia casi mística, una inmersión en la belleza absoluta. También tuve tiempo de visitar Risikesh, el lugar donde el Ganges (la madre Ganga) abandona la montaña para pasar al llano. Un lugar sagrado para los hindúes, en el que te ves rodeado de sadhus (los anacoretas que se pasan la vida vagando por los caminos, viviendo de la misericordia ajena y fumándose todo lo fumable) y de pseudo-hippies occidentales, quizás un poco trasnochados, que acuden allí no sabe uno bien en busca de qué. También he tomado contacto con otra India, una más moderna, no sólo en cuestión de infraestructuras, sino también en usos y costumbres. Como la que representaba la encantadora familia de Gyka, madre separada de una niña preciosa, con la que coincidimos en el tren nocturno camino de Rishikesh y cuya forma de ver la vida me hizo reconciliarme, de alguna manera, con la India, y albergar esperanzas de que algunos cambios son posibles, aunque serán lentos.

Completo este post en Madrid, rodeado ya de los lujos y comodidades a los que, reconozco, no me ha costado mucho (re)acostumbrarme. Aunque confieso que sigo manteniendo una cierta sensación de irrealidad, de no saber bien en qué mundo estoy. Supongo que la vorágine de la actividad diaria me pondrá rápidamente en mi sitio.

Me paro a pensar y me entretengo con un rápido recorrido mental por lo que he vivido: quizás no haya visto arder soles más allá de Orión… pero he visto mucho. Y he sentido tanto o más. Aún así, siento que me queda mucho por aprender y descubrir de este país. Así que sospecho que será ineludible volver alguna vez. Quizás sea entonces la ocasión de continuar con este blog. Pero, por ahora, salvo que al organizar la enorme colección de fotos que me he traído descubra que puede ser divertido compartir algunas de ellas con vosotros, lo doy por cerrado. ¡Qué divertido ha sido! Gracias por compartirlo conmigo.

Ahora, como corresponde a su virtualidad, este blog se irá deshaciendo en el ciberespacio, poco a poco, llevándose con él todos los sonidos, colores y olores; sonrisas y llantos; recuerdos y emociones; de los que aquí he disfrutado.

En Madrid, a 8 de junio de 2009.

La versión de K.

Llegué a Purulia al mando de mi grupo de ninjas, bien entrenadas en el arte de la guerra, expertas en la preparación de venenos y pócimas, y habilidosas en el uso del disfraz.

Habíamos sido contratadas por los Dadas de luengas barbas (luengas: para los de la LOGSE, largas) para borrar de la faz del poblado a un enclenque Dada occidental, del que se rumoreaba que estaba introduciendo peligrosas costumbres en la vida de las nenas del colegio: pinzas de plástico para tender la ropa, extraños juegos de pelota cada tarde… ¡Intolerable!

Vestidas con nuestros sarees amarillos, bien ajustaditos, ocultando los shurikens dorados en las tablillas de la cintura –nuestro código guerrero nos enseña que un aspecto sexy pude ser extraordinariamente útil en la batalla-, nos presentamos a las Didis como voluntarias, además de voluntariosas profesoras de bailes de Bollywood para las nenas. Al entrar al colegio nos encontramos con el Dada occidental -¡vaya!, pues no era tan enclenque como nos habían asegurado-, entretenido en el lanzamiento de pedruscos de barro. Mmm, ¿eso que se intuye por debajo de la camiseta son unos abdominales bien formados?

No cabía duda, se trataba de un elemento perturbador en la pacífica existencia del colegio... había que eliminarlo.

¿Pero cómo? Dada parecía poseer el don de la anticipación, así como un irresistible poder hipnótico, con el que reunía embobadas a las nenas cada tarde leyéndoles relatos fantásticos. Para conseguir dominar su voluntad, sólo me quedaba recurrir a una solución extrema: la pócima de la Ciudad de las Siete Torres de Nácar, cuya fórmula secreta se ha transmitido por vía oral a lo largo de las generaciones de mi familia. No me fue difícil administrársela, pues es incolora e insípida, y bastó diluirla en un batido de yogur y banana que le ofrecí, solícita, al finalizar el partido de la tarde. Pero su efecto fue de lo más sorprendente: Dada trepó medio desnudo al tejado de la casa y allí empezó a recitar extraños mantras en un idioma desconocido, como aquél que sonaba algo así como: ¡Iniesta, olé tus cojones!, al tiempo que se contorsionaba describiendo peculiares figuras en el aire. ¿No me habría pasado con el jengibre?

¡Baba me asista!, los habitantes de los poblados cercanos empezaban a congregarse para asistir al espectáculo, había que terminar inmediatamente con aquello. Así que decidí resolver la cuestión personalmente. Ordené a mis guerreras ninja que prendieran fuego a la sala de meditación, astuto ardid para mantener a las Didis y a los aldeanos ocupados apagando el incendio mientras yo me encaramaba al tejado.

Hummmm, pues sí que eran abdominales lo que ocultaba la camiseta sudada...

Dada se había quedado dormido desnudo en el tejado de la casa. Embobada por su piel blanquísima, me eché a su lado para mirarlo con tranquilidad. Mi mano se acercó y rozó su brazo izquierdo: deslicé los deditos con suavidad, pero no se despertó. Definitivamente, me había pasado con el jengibre. Así que continué: primero, deteniéndome en su costado, luego la cadera, los muslos, las rodillas y gemelos, hasta llegar al tobillo.

No me pasó inadvertido que algo en el cuerpo de Dada se estremeció. Pero todavía no se despertaba del todo. Así que me senté sobre él, a horcajadas, desde donde podía maniobrar con más precisión: saqué mi lengua y comencé a pasarla desde la aorta, que latía fuertemente, hasta la ingle izquierda, que latía a la par. Y por allí me entretuve, un buen rato. Mmm, Dada sabía a batido de mango y yogur. ¿Será esto el dadaísmo?

Entonces sentí su mano en mi hombro; me levantó la cara y me miró a los ojos. Con agilidad gatuna, se incorporó, me atrapó y empezó a intentar quitarme el saree. Pero lo llevaba bien sujeto, y como opuse resistencia, acabamos los dos enroscados en el saree y rodando por el suelo del tejado… los shurikens y sus fundas por los aires…

De alguna manera logramos salir del enredo amarillo en el que nos habíamos convertido y entonces fue Dada quien empezó a chuparme todita entera, y a morderme suavecito... hummm.... lo que tiene que hacer una guerrera ninja para anular la voluntad de su presa... menos mal que mis años de duro entrenamiento me han preparado para estas situaciones... Agggggghhhhhhh... huasaaaaaaaa............ Hasta que por fin caímos agotados, tumbados en un lado del tejado.

Estoy dudando. Por ahora, la pócima mantiene prisionero y a mi merced a Dada. Pero pronto se diluirá su efecto. Una guerrera ninja nunca vuelve sin haber completado con éxito su misión, borrar todo rastro de Dada del poblado... ¡Ya está!, creo que lo raptaré y me lo llevaré a algún recóndito lugar de España, donde cada tarde, con una sensual danza del vientre, renovaré mi control sobre él. Es posible que hasta deje esta dura vida de guerrera. Sí, eso haré, sin más dilación…

Pero, ¿qué ocurrió con SuperDada?

(de nuestro enviado especial, Purulia District, West Bengal)

En los mercados, tiendas y bares, por los pueblos del distrito de Purulia no se habla de otra cosa: ¿cómo fueron los últimos días de SuperDada en la zona, qué pasó? Los hombres anuncian vehementemente las últimas versiones en sus charlas al atardecer, esto es lo que pasó, hacedme caso, lo sé de buena tinta. Las mujeres, por su parte, añaden nuevos detalles mientras friegan los cacharros en los pozos. Los viejos tratan de fijar la historia que circulará entre las próximas generaciones. Los niños, ajenos a todo eso, fantasean y se retan los unos a los otros a inventar nuevas aventuras.

Este corresponsal, curtido en los más variados destinos periodísticos, reconoce que en pocas ocasiones se ha visto enfrentado a un caso tan peliagudo, y que ha tenido que pasar unos cuantos días reuniendo testimonios, contrastando fuentes, descontando fantasías, hasta llegar a la historia que a continuación se escribe.

Sostienen algunos que, unos días antes de su partida, el por estas tierras conocido como SuperDada asistió a la reunión anual de los Ananda Marga, una multitudinaria y colorista asamblea de monjes y monjas que duró tres días, con un programa repleto de actuaciones, cánticos y bailes. Parece ser que, a la vista de la gran cantidad de niñas y monjas que habían de subirse al jeep que los conducía al festejo, SuperDada optó por encaramarse al techo del vehículo, llevando así a la práctica una de las últimas costumbres indias que le faltaban por experimentar. Ciertas fuentes aseguran que SuperDada padeció todo tipo de calamidades allí arriba, y que ciertas partes traseras de su anatomía sufrieron notables dolores en días sucesivos. Sin embargo, testigos oculares afirman que, si así fue, SuperDada consiguió disimularlo de maravilla, cambiando cualquier hipotética cara de dolor por una sonrisa impecable. Se dice que, en la citada reunión, SuperDada ejerció de improvisado periodista, y que tomó fotos y grabó videos del ambiente, del mar de túnicas naranjas que llenaba el recinto y de los bailes de las niñas de la escuela y el orfanato de Umanivas. En algún momento se le vio entre bambalinas, pendiente del proceso de maquillaje de las nenas, que casi resultaban irreconocibles con sus sarees rojos y blancos, sus ojos y labios pintados. Se dice también que en algún momento fue abordado por el reputado intérprete de tabla Kishore Gupta, con quien mantenía cierto tipo de amistad de carácter nada claro, pero al parecer la citada reunión no duró mucho, por los evidentes síntomas de intoxicación etílica que el maestro musical presentaba.

Se cuenta que la última mañana de SuperDada en el colegio fue de lo más ajetreada: se le vio ultimando detalles en el ordenador, luchando por meter todas sus pertenencias en la mochila, discutiendo con las Didis el destino de las cosas que allí dejaba, repasando la lista de tareas que se había propuesto completar… En algún momento se le vio sentado debajo de un árbol, repasando con detenimiento los dibujos y dedicatorias que las niñas le habían entregado. Hay quien dice que alguno de ellos consiguió ponerle un nudo en la garganta, y hasta se le vio besar alguno de esos papeles repletos de color y tiernas e inocentes palabras de amor.

Sobre los últimos momentos en el colegio hay disparidad de testimonios. Los más fiables apuntan a que las niñas que aún permanecían allí (una buena parte de ellas se había ido en días anteriores, camino de sus vacaciones estivales) deambulaban inquietas por los alrededores, expectantes, esperando a su Dada, quien salió de la habitación con rostro tranquilo. Pero todos afirman que, poco a poco, su rictus fue cambiando con la emoción del momento. Este enviado especial ha llegado a ver testimonios gráficos de alguno de esos momentos, como aquél en el que Dada levantó los escasos kilos del cuerpo de Chandanna y los mantuvo apretados fuertemente contra su cuerpo durante un buen rato, apagando contra su pecho los sollozos de la nena. O aquellos en los que fue abrazando, una a una, a las niñas que aguardaban en la puerta.

Algunos sostienen que mantuvo la compostura en todo momento. Otros, sin embargo, afirman sin lugar a dudas que, cuando vio a Shurabi, la imperturbable, la siempre enérgica Shurabi, tapándose su rostro con las manos… cuando percibió los ojos miopes de Sandipa anegados en lágrimas… cuando la pequeña Priyanka se le acercó y le cogió de la mano, para decirle al oído “Dada, please, please, come back soon”… entonces Dada lloró. A escondidas primero, ya inconsolablemente después, cuando el jeep se alejaba y las figuras de Didi, Sunita y las nenas se iban haciendo cada vez más pequeñas…

Todo lo anterior son datos y detalles que este corresponsal puede dar por contrastados. Sin embargo, por la zona circula un rumor… una historia absolutamente increíble que se transmite en voz baja, en las noches sin luz de los poblados. Un relato que maravilla a niños y mayores y que despierta entusiasmo y asombro. Quizás algún día esa historia pueda llegarse a conocer. Pero el código profesional de este periodista no permite ponerla por ahora en negro sobre blanco.

Sunita

Mantra:
Babanam kevalam.
Sunita es de seda.

Sunita ha sido un personaje central en este tiempo que he estado aquí, ya lo sabéis. Su nombre ha aparecido en varias ocasiones en este blog, y al menos una vez, ¡con ella llegó el escándalo! Pero, licencias literarias aparte, hoy llega el momento de contaros quién es realmente Sunita. Nuestra cocinera, mi cocinera. Aunque en realidad ella es profesora de costura, pero ahora no tiene clases, así que cuando hay voluntarios en el colegio, ella se ocupa de alimentarlos. En realidad me dicen que no ha ocurrido así con todos, depende de cómo le caigan. Se ve que yo le he caído bien, porque me ha cuidado, me ha alimentado: ha sido una madre para mí. Cada mañana, a mediodía, o ya por la noche, me llegaba su grito, agudo, PabloDada!!, convocándome a la comida correspondiente. Y allí acudía, gustoso, a deleitarme con las excelencias que para mí había preparado: arroz siempre, combinado a veces con patatas (casi siempre, reconozcámoslo, pero, ¡ay!, qué patatas fritas), vegetales variados, algún toquecito de mango dulce, o los maravillosos puris, una especie de crepes que me han enloquecido. Tanto, que he llegado a batir el record mundial (o al menos el regional, Khatanga village, Purulia District): creo que lo dejé en 34 una noche. Porque Sunita me los cuenta: en silencio, como distraída, sentada frente a mí, desgrana la cuenta mentalmente: uno, cinco, diez… How many, Sunita? Noooo, Dada, no counting. Sonrisa avergonzada. Hey, Sunita, come on, how many? Dada, thirty! Sonrisa desplegada. Orgullo de cocinera. Dada, more? Sonrisa pícara. Sure, Sunita, give me three more!

Sunita es elegante. Es guapa. No camina, se desliza por los pasillos. Pero una sombra de tristeza la persigue.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.


Creo que Sunita tiene como 35 años. Y por lo que me han contado, una vida dura a sus espaldas. Lo que sé de ella me lo ha contado Didi, porque Sunita no sabe mucho inglés. Nos manejamos con un vocabulario básico, muchas sonrisas, abundantes gestos, varios sobreeentendidos y unas pocas complicidades. Su desgracia empezó a los 15 años, cuando la casaron con un hombre de casi treinta. En fin, nada extraño en aquellos tiempos. Unos años después, al tipo le dio por encapricharse con otra, creo que Sunita los llegó a pillar juntos un día que volvía a casa. Ella, claro, exigió que la echara de allí. ¿Saben cómo se resolvió el asunto? Unos días después, el marido intentó matarla en la cocina, lanzándole ácido a la cara. En esta tierra va todo al revés: la traicionada paga el precio de la traición. Pero sobrevivió, o escapó, qué sé yo, sin aparentes heridas. Y pudo divorciarse. En la India el divorcio, aunque es legal, es sinónimo de vergüenza y desgracia. Sobre todo, entre la casta de los brahmines, la superior, a la que Sunita pertenece. Solo en casos flagrantes como éste parece ser –más o menos- aceptable. El resto de la historia es algo confusa, me la contó Didi muy al principio, cuando aún no le había cogido el truquillo a su extraño inglés. Parece ser que Sunita se casó de nuevo, pero su segundo marido se volvió loco al poco tiempo, y por ahí anda, no sé si encerrado o qué. Los renglones de la vida de Sunita se torcieron en un cierto momento. Quizás Baba interceda y consiga algún día que recupere la sonrisa. Yo creo que sería lo justo. Pero por si acaso, lanzo desde aquí mi maldición al canalla que llevó la desgracia a su vida.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.
Solo a veces sonríe.

Cada mañana, mientras remoloneo en la cama, o desde el tejado, mientras el colegio bulle de actividad, aguzo el oído para intentar captar el espíritu de Sunita. Hay algunos días en que me llega desde la cocina su canto suave y alegre, mientras prepara el desayuno. Entonces me visto rápido, corro a la cocina y desde la ventana la saludo, good morning, Sunita, good morning, Dada. Happy today?, y ella me devuelve una sonrisa por respuesta. No hace falta más. Otros días, sin embargo, por mucho que me esfuerzo, no me llega nada. En esos días no vale la pena correr. Luego, ya en el desayuno, la miro, le pregunto, y me dice bad, Dada, headache! Ella lo llama dolor de cabeza, pero yo sé que es tristeza. A pesar de eso, le suministro, a escondidas y con precaución, mis paracetamoles y mis ibuprofenos. A escondidas de Didi, que no es mucho de medicina moderna. Con precaución, porque sé que, pese a que le insisto en que los dosifique, ella se tomará dos o tres a la vez. Quien sabe, quizás sirvan también como analgésicos para el alma.

Sunita es dual. A veces es como una niña feliz. Como cuando jugamos al parchís (Ludo, lo llaman aquí), y a sabiendas dejo pasar una oportunidad de comerme una de sus piezas, haciendo como si no me hubiera dado cuenta. Dada, look!, señala la oportunidad perdida, y se ríe feliz, como la niña que quizás no le dio tiempo a ser. Le pido explicaciones, Sunita!, abro los brazos, como diciendo eeh, eso se avisa, y pongo cara de indignado. Aaahh, Dada, no, no, y se ríe más, echando la cabeza para atrás y achinando los ojos. O como hoy mismo, cuando le di mi regalo de despedida. Una armonía, o como se diga en castellano, ese teclado-acordeón que usan aquí para acompañar los cánticos. Fue, por cierto, sabio consejo de Didi, cuando le pregunté que podía regalarle: será para siempre y le podrá servir para dar clases; ¡convencido! Porque Sunita canta muy bien, y quizás con esto pueda ganar algo de dinero enseñando a las niñas. Sus ojos chispeaban acariciando las teclas relucientes.

Pero en otras ocasiones la veo vagar por el colegio, alimentando con desgana a los perros, o frente a los fogones, dejándose llevar por la melancolía. Yo no sé si es feliz aquí. Creo que echa de menos su casa, su té, sus tortillas por la mañana. En algún momento Didi la rescató, pero no sé si al final esto acabará convirtiéndose en una cárcel, en la que tiene que seguir los hábitos de los Ananda Marga, sin compartirlos. Didi y ella son amigas hace mucho tiempo, una de esas amistades que crecieron por azar, coincidiendo cada día en el autobús, camino del college Didi, de la academia de costura Sunita. De las que se construyen primero con sonrisas furtivas, luego, un día, compartiendo asiento, una conversación intrascendente; finalmente descubriendo afinidades y simpatías. Me gustan ese tipo de amistades, tan improbables. Didi quiere que se vuelva a casar, y bromeamos mucho con ello. Yo le ofrezco al inefable profesor de tabla, Sunita se ríe, nooo, Dada, no good smell (el tipo es verdad que canta de lo lindo). Didi está pensando en el padre de Rupa. Al fin y al cabo, ya es como una madre para Rupa, así que sería solo añadir una ceremonia y una firma. Por cierto que desde hace un par de días el padre de Rupa anda por el colegio de visita. Parece un buen tipo, Rupa no se ha despegado de él, y me lo muestra orgullosa, Dada, my dad, cogida de su mano (quizás después de todo no tenga que raptarla).

Si Baba juega realmente a los dados, quizás sea hora de que la suerte le sonría a Sunita. Para que así ella pueda sonreir el resto de su vida. Se lo merecería.

Babanam kevalam.
Sunita es de seda.
Pero hay tristeza en su corazón.
Solo a veces sonríe.
Debería hacerlo siempre.

En la playa (II)

Pros y contras, yin y yan, haz y envés, la fuerza y su reverso tenebroso… materia y antimateria, lo blanco y lo negro… ¡incluso tigres y leones! (los de Torrebruno, digo, todos quieren ser los campeones)… los opuestos, la contradicción que mueve el mundo… Uy, ¿pero qué llevan estos cigarrillos que me han dado?

Como cualquier ente pensante sabe, todo episodio de felicidad viene siempre acompañado de algún detalle no tan placentero. Y a esas circunstancias, que adelanto ya que consiguieron hartarme -o, en versión más precisa, que estuviera hasta los huevos-, voy a dedicar esta segunda parte. Aunque antes permitidme que me recree en alguno de los momentos agradables que apenas esbocé en la primera parte.

(Por cierto, ya sabéis por qué no pude terminar el post, K. se ha encargado de desvelarlo. ¡Pero es que venía acompañada por sus secuaces, todas ellas vestidas tan provocadoramente! Y, claro, no iba a dejar de atender como se merecían a tan excitantes visitas. Vaaale, mejor dejo de darle caladas a esto, pero oye, de primera calidad, ¿eh?…)

Retomo la narración, más que nada porque quiero incluir un par de fotos que se quedaron pendientes, como ésa en la que se ve a Rupa girando a velocidad endiablada y feliz en su columpio. O la de la colorista tripulación de una de las barcas que participaron en la que la Historia conocerá como la Gran Batalla Naval de Digha, ríete tú de Salamina o Lepanto. No me diréis que no impresiona la estampa del Capitán Kenny arengando a la tripulación, vamos, mis valientes, que son pocos y cobardes. Por cierto que, aprovechando la impericia de Didi al timón, no hacían más que dar vueltas en torno a sí mismas, les hicimos un par de abordajes traicioneros que casi las llevan al naufragio. Didi me miraba medio sonriendo, aunque seguramente se estaba acordando de mis antepasados, mientras mis marineras se tronchaban de risa. Para algo tenía que servir mi instrucción naval en las barcas del Retiro. O esa última foto en la que se puede apreciar la entrada a la playa, a primera hora de la mañana, con las dos deidades saludando ceremoniosamente a los posibles bañistas.

¿Y por qué hasta los huevos? Por la misma razón por la que hemos estado ¡seis! días sin luz en el colegio, y nadie ha movido un dedo para arreglarlo, llamar o protestar… ya volverá, parecen pensar. Por la misma por la que ya he dado por perdida definitivamente la batalla de las pinzas: salvo en la mañana en la que nos íbamos a Digha, cuando las amenacé en broma con no llevarme a quien no las usara, y las niñas se lo tomaron en serio, apenas unas cuantas las usan con regularidad… y la ropa sigue cayendo al suelo. Por exactamente la misma que un simple embudo que compré para que llenaran las botellas con el agua que sacan del pozo ha dejado de usarse, pese a que allí al ladito lo tienen. Porque no hay quien luche aquí contra la inercia, la rutina o la costumbre. Da igual que la novedad sea objetivamente buena o mejor, no es parte de lo habitual, así que para qué.

En el viaje tuve varios episodios de desesperación. Cada decisión, cada negociación que emprendíamos, era una pesadilla. Sería largo y aburrido detallarlas todas. Pero me encrespé cuando las Didis no perdonaron ni una sesión de meditación (¡pero acortadla al menos!), restando así horas de disfrute de playa. Me irrité cuando algunas de las niñas se quedaron durmiendo en lugar de ir el sábado por la mañana a jugar a la playa (seguramente será la única oportunidad que tengan en sus vidas). Me cabreé cuando los conductores trataron de decidir qué sitios y en qué orden debíamos visitar (pero coño, ¿aquí quién paga?). Me enfadé cuando tuvimos que irnos al otro lado de Digha una día para comer porque las Didis no se fiaban de que otros sitios fueran fully vegetarian (es decir, que no usaran ni cebolla ni ajo), cuando en sus casas las niñas comen de todo. En fin, me molesté con todas las decisiones que se tomaron atendiendo a costumbres, hábitos o rutinas en lugar de pensar en lo que a las nenas les haría felices en esta oportunidad única.

Mención especial merece el “acoplado”. El tipo en cuestión es un chaval de unos veintitantos, que hace unos años estuvo dando clases en el colegio; ahora creo que trabaja en la escuela primaria. Yo lo había visto un par de veces, se manejaba con el inglés y parecía tener buena pinta. Su mujer, que por cierto está como un queso, sí que es profesora aquí. Y como mi idea era llevar a la playa a todos los que forman parte del colegio, le dije a Didi que podía invitarla también (espero que ningún malpensado deduzca que sus cualidades queseras tuvieron algo que ver con mi oferta). Como ella no podía ir, porque tiene un nene pequeño, le pidió encarecidamente a Didi que se llevara a su marido. Pues venga, vale, no viene a cuento, pero que se apunte, al menos echará una mano. Por cierto que durante la preparación del viaje, en algún momento me comentó Didi que si nos podíamos llevar al padre de Shibani, un matusalén que hace guardias por la noche en el colegio. El hombre argumentaba que le habían dicho que Digha era muy bonita y que no quería perdérselo. Me costó cierto esfuerzo convencer a Didi de que, aunque el razonamiento del tipo era plausible, allí no pintaba nada. Volviendo al marido de la profesora (que no de la peluquera): el pollo dio toda una lección de cómo son los hombres hindúes. Recuérdese que iba allí para echar una mano. Pues no, con tantas mujeres alrededor, para qué hacer nada. Y en lugar de ocuparse de ayudar en la organización, cuidar de las nenas o tareas semejantes, el tío, con todo el morro, se metió en la habitación, enchufó la tele, y allí se pasó los dos días. Sin moverse. ¡Si es que hasta hubo que llevarle la comida y la cena a la habitación! Cuando al día siguiente de una de las cenas se quejó de que no le habíamos llevado suficiente comida, Didi me tuvo que parar, porque me lo comía. Uff, me estoy irritando sólo de recordarlo, no he visto nunca un morro semejante. Me quedé con las ganas de tirarlo al mar, hala, majete, hínchate a Digha.

El esperpento final sucedió en Purulia, cuando volvíamos. El autobús que nos llevó a la playa era demasiado grande para surcar los caminos que llevan al colegio, así que teníamos un problema. Llegamos a la estación y nos pusimos a negociar con el dueño del artefacto, a ver si podía conseguirnos un autobús más pequeño. Curiosamente, aunque ambos hablaban inglés, Didi y el tipo se pusieron a discutir los detalles en bengalí. ¡Pero si era yo el que pagaba y el que tenía que decidir! Al rato, el acoplado decidió que ése sí que era un buen momento para participar en la excursión y se metió por medio. Lo mato, quítadme a este tipo de enmedio o lo mato. Me alejo un rato, para no cabrearme, y cuando vuelvo descubro al tipo del autobús clamando a gritos: ¡yo llevo 20 años en este negocio y aquí se está dudando de mi honestidad! ¿Pero qué había pasado entre medias? A todo esto, como es costumbre aquí, en torno a nosotros se habían arremolinado como diez mil indios, a ver qué se cuece. Para cocciones, las de las niñas, que mientras tanto seguían metidas en el autobús. ¿Pero es que nadie piensa en ellas? Así que tuve que coger al tipo, llevármelo a un lado, y decirle tío, esto me lo resuelves pero ya, búscame un autobús inmediatamente que las niñas ya no pueden más. Y así fue, al rato teníamos el vehículo. Pero creo que si no hubiera intervenido aún estaríamos discutiendo de honras, dineros y autobuses.

Todos estos episodios, y alguno más que os ahorro, consiguieron que volviera de Digha echando chispas. Y lo que siguió no hizo sino aumentar mi irritación. Por ejemplo, al día siguiente llevé a Rina al médico a Purulia. Rina es una preciosidad, pero tiene un ojito con el párpado un poco cerrado. Cuestiones estéticas aparte, se me ocurrió que quizás eso podía estar afectando a su visión, así que la llevé al oculista. Después de hacer una cola interminable (yo ya iba flamenco, os recuerdo), tras pagar 150 rupiazas por la visita (que en euros no es nada, pero aquí es una pasta), entramos a la consulta, el tipo la mira, medita un instante y declara, satisfecho: es un problema de nacimiento. ¡Coño con el Sherlock Holmes!, a que le meto una hostia encima, que eso ya lo sé yo, ¿quieres mirarla con los aparatos? Y nada de comprobar si ve bien las letritas de los carteles, anda, pon en marcha la maquinita de los rayos, que para eso la tienes. Así, persiguiéndolo, casi amenazándolo, conseguí que nos atendiera como Dios manda. Por cierto, Rina no tiene nada, ve estupendamente, y su problema se resuelve con cirugía, claro. Quizás le eche una mano con eso, ya veremos, porque requiere que los padres la lleven a Kolkata, que la vean médicos, etc. No será tanto cuestión de dinero como de interés e implicaciones paternas. Así que dudo mucho que se acabe haciendo nada.

Toda esta irritación tiene mucho que ver con la sensación que me han dejado indios en este viaje. Como tengo intención de escribir un post al respecto, no seguiré, pero ya os podéis imaginar de qué va. Me cuenta Andy, el voluntario americano, que durante el tiempo que ha estado en la India, llevan un año de aquí para allá, ha aflorado un lado violento que no creía tener. El tipo va muy en plan hippy, mucho oooommm, pero me cuenta que más de una vez ha tenido que contar hasta cien para no liarse a piñas (el pollo mide como uno noventa y tantos, así que se iba a quedar solo si se pone a repartir). Me dice que no me sulfure, que así es como funcionan las cosas aquí y que no hay manera de cambiar nada. Y tiene razón. Pero si no hubiera sido por mi balsámica escapada al hotel de Purulia, lo mismo había hecho algún disparate y ahora estaría en líos con la justicia india.

Pero bueno, ahora lo que estoy es en plena cuenta atrás. Apenas me quedan tres días aquí, porque el domingo salgo para Kolkata. Al final no tendremos una fiesta de despedida como había imaginado, porque justo ayer empezaron las vacaciones estivales y las niñas se están empezando a ir, en lento goteo. Se quedarán unas cuantas, porque mañana empieza un festival anandamarguero, en el que van a bailar y cantar. Será un bonito fin de fiesta. Aunque, entre los líos del festival y los posibles apagones, dudo mucho que me dé tiempo a terminar todo lo que tenía pensado. Al menos lo de los madrinazgos musicales ya está en marcha, las interesadas habéis recibido el mail correspondiente, y lo que no pueda completar aquí lo haré a mi vuelta a España. Mi plan para esta última semana era ponerme a escribir como un loco los diversos posts que tengo pendientes, pero las condiciones no me lo han permitido. A partir del lunes que viene estaré missing por la India, así que no sé si tendré oportunidad de colgar muchos más posts. Pero estén atentos a esta pantallita, habrá sorpresas, a este blog aún le queda cuerda. No se despisten, que ya han visto que casi nunca decepciono.

En la playa

Habitación 101, Hotel Akash, Purulia. Oculto aquí, fugado del colegio, escribo este tardío post. Siento el retraso y la consiguiente impaciencia, pero es que en el cole estamos sin luz desde el sábado pasado, cuando volvimos de la playa. Y como sospecho que aún estaremos algún día más en la misma situación, he decidido escaparme, registrarme con nombre falso en un hotel y completar aquí la narración de éstas y algunas otras aventuras. Por cierto que este hotel es uno de los más lujosos de Purulia. Y debo decir que, para los estándares locales, está muy bien. ¡Ducha!, ya vuelvo a recordar lo que es, e incluso aire acondicionado. Tanto lujo, a un precio que no daría ni para una habitación por horas en pensión de mala muerte (Tía Paca, por ejemplo) por los aledaños de la Puerta del Sol, ya sabéis, de las de desfogue rapidillo (¡ah!, ¿que vosotros nunca…?). A pesar de sentir una casi irresistible tentación de quedarme aquí, me volveré mañana, que empiezan las vacaciones en el colegio y quiero estar con algunas de las nenas antes de que se marchen. Pero aprovecharé el día para completar algunas tareas que tenía pendientes y, también, para dedicármelo a mí, que estaba necesitando un rato on my own, ya entenderéis por qué a lo largo del post.

Pues sí, nos fuimos a Digha, a la playa, ¡y conseguimos sobrevivir! A pesar de que en ocasiones llegué a dudarlo. Pero… ¡orden!, pongámonos cronológicos. Y acompañémoslo con muchas imágenes, que ilustrarán más que lo que yo pueda contaros.

Salimos el jueves pasado, por la tarde. El autobús que habíamos reservado nos esperaba en Purulia, más que nada porque no hay manera de que un vehículo grande llegue al colegio, los caminos no dan de sí. Así que, tras sopesar las distintas posibilidades, decidimos que lo mejor era ir andando hasta la estación de tren más cercana, Dangrutu, y desde allí ir a Purulia. Las nenas, por supuesto, estaban ya preparadas un par de horas antes de la prevista, revoloteando por ahí, reclamándonos, Dadaaaaa!, no solo a mí, también a Andy y a Jennifer, la pareja de voluntarios (él, americano, ella canadiense) que ahora están por aquí. Nosotros tres, junto con dos Didis, Sunita y un tipo del que hablaré luego, éramos el staff; unas 45 niñas completaban la excursión. Nos pusimos en marcha, ¡vaya una comitiva colorista!, para recorrer el par de kilómetros que nos separan de la estación. Didi Vratiisha se quedó arreglando un par de cosillas en el colegio, pero al rato nos pasó velozmente montada en su Scooter, ¡paso al demonio naranja!, Kenny motorizado. En la foto la veréis, a los mandos del bólido. En realidad, llamar estación a la de Dangrutu es mucho decir, es apenas un apeadero en el que el tren no para si no se avisa con anterioridad, como habíamos hecho nosotros. Y menos mal que paraba, porque casi tuvimos que subir en marcha, a empujones, a alguna niña hubo que lanzarla en volandas. Creo que voy a rebajar la categoría de la estación, que apeadero es también excesivo, porque nos montamos el tren desde las mismas vías, en una de las fotos podéis ver a Anupriya, míralo, míralo, por ahí viene el tren. Cada uno de los mayores teníamos asignado un grupo, a mí me tocó la Class 5, a algunas de las cuales veréis en la foto junto a Anupriya: en el tren jugamos a bautizar al equipo (beautiful team, decidimos), a numerarnos… En la estación de Purulia nos esperaba el autobús, el trasto que podéis ver en las imágenes, ¡oye!, el más lujoso que encontramos, que algunos de los que vimos eran para troncharse de risa (o morirse del susto). Por cierto que no fue propósito del fotógrafo sacar a la vaca que cruza por delante en la foto, simplemente, es que son ubicuas: las encuentras por las carreteras, por supuesto, metidas en alguna tienda, una vez una se coló en el colegio y estaba zampándose algo en la cocina… ¿Qué es Digha? Pues la playa por excelencia de la región, el lugar de turismo de alto standing (o alto starling, como se prefiera) de los bengalíes. Está al suroeste de Kolkata y como a unos 300 y pico kilómetros de Purulia, lo que, a los ritmos locales, se traduce en unas 10 horas de viaje. Bastante pesado. Aunque los asientos del autobús no estaban mal del todo, eran rechinables (y estas nenas son pequeñitas y flexibles, ya sabéis), y contábamos hasta con “aire acondicionado” (esto es, ventiladores que apuntaban a cada fila de asientos, modelo taxista madrileño, para daros una idea). La decoración, un tanto kitsch, como la de todos los vehículos de aquí, pero no era cuestión de fijarse en minucias. Como además teníamos tele, las nenas se pasaron el viaje entretenidas, ora atendiendo a las pelis que les iba poniendo (yo me colé en la cabina del conductor, a manejar el cotarro, bien sabéis de mis aficiones de pinchadiscos, Horacio Pinchadiscos, para más señas); ora planchando la oreja, que no hay niña, india o española, que no se quede roque con el traqueteo de un autobús, ahí no hay distinciones.

Llegamos como a las 3 de la mañana, con algunos problemas articulares, al menos en mi caso, y nos pusimos a buscar alojamiento. Hay hoteles medio lujosos en la zona, pero ya sabéis que aquí impera la austeridad, así que reservamos unas cuantas habitaciones medio cutres para dormir. Todo ello tras una ardua y muuuuy lenta negociación, ay, qué lenta, que ya amanecía, por Dios, Didi, cierra el trato cuanto antes. No es que saliera muy caro, porque con la capacidad de amontonamiento que lucen por aquí, conseguimos meter a los 50 de la expedición en seis habitaciones (cada una con dos camas grandes). Teniendo en cuenta que una la compartíamos el acoplado (al que volveré luego) y yo, podéis echar las cuentas (bueno, restad a Andy y a Jennifer, que se cogieron una para ellos). Cerrado el trato, me encaminé gozoso, liderando a mi grupeto, hacia la playa. Una playa espléndida, el sol saliendo por el horizonte, vamos beautiful team, vamos pa’dentro. Pero, ¿y los demás? Vuelvo la cabeza y las veo a todas al principio de la playa, dos puntos naranjas y un fondo de cabecitas, ay, ¡sesión de meditación! ¿Pero será posible, a unos metros de una playa que no han catado nunca, y ni hoy perdonamos la sesión? Pues no, no hubo manera. Así que, cuando mi grupo ya había saltado todas las olas posibles y estábamos completamente empapados (huelga decir que aquí se bañan vestidos), se unieron los otros. Al principio, temerosas, pero entrad, que no pasa nada, no, Dada, very big waves!... un rato después, ya imparables, locas, brincando, remojándose, hasta nadando alguna. De risas, caras de felicidad. Mejor ver las fotos. Salvo una o dos de las niñas, ninguna había visto el mar antes. Tampoco las Didis, ni Sunita. A las Didis hubo que sacarlas con ayuda de los GEOs del mar.

¿Qué decir del resto de la excursión? Pues que tuvo pros y contras. Para no alargar esta narración con detalles, os diré que los pros coincidieron siempre con los momentos en que fuimos a la playa, para bañarnos, o simplemente para quedarnos hipnotizados con el sonido de las olas. Mirad las caras de Anjanna, de Piyali o de Rupa. O cuando visitamos, ya por la tarde, un parque, y nos montamos en los columpios, para luego organizar batallas navales con las barcas de pedales del pequeño lago, ¡a por aquellas!, ¡cuidado que nos atacan las otras! Cómo disfrutaron las nenas…

Los contras, claro, cuando había que organizar cualquier cosa. Pero creo que ésos los dejaré, si acaso, para la segunda parte de este post, que si no me va a quedar muy largo. Hasta entonces, besos a todos.

Domingos sin premio

Nota previa: siento la desconexión y la tardanza, hemos estado dos días completos sin luz: no blog, no mail, ay. Voy con el post sobre la boda. La mitad está escrito el lunes, la otra mitad hoy, perdónesenme algunos desajustes.

Este post debería titularse, claro, la boda de Shibani. Pero, como comprobará el lector, es más apropiado el otro. Por cierto que con lo del “sin premio” no me refiero al alirón liguero interrumpido por el gol in extremis (donde las dan, las toman) del Villareal, que eso tiene arreglo, sino por otra razón que se desvelará en un momento. Pero por favor, Iniesta, ¡recupérate para la final de la Champions! Vaya, observo que este blog se está poniendo demasiado futbolero, mmm, al final se va a descubrir que no tengo vida interior mas allá de lo futbolístico.

El domingo teníamos el gran evento (esto de evento, ¿es un anglicismo?), la anunciada boda tribal de Sibani. Como lo interesante empezaba como a las 12 de la noche, me eché un ratito a eso de las 9, para recuperar fuerzas de cara a la intensa madrugada que se avecinaba. Y entonces, el Maligno se apoderó de mí. Pero no me refiero a posesiones diabólicas, sino al alien que se introdujo en mi cuerpo, allá por el estomago. Vamos, que me iba de bareta, por la pati, la pata abajo, por las trancas, como quieran llamarlo, que bien rico es el castellano para describir el estado en el que me desperté: palidez, sudores fríos, malestar general, cagalera galopante. ¡Pues vaya momento más inoportuno! Quizás fue la (abundante) tarta que comí en la celebración del cumple de Rupa (no pondré las fotos correspondientes, porque ya pudísteis disfrutar de esta preciosa criatura en las de ayer… venga, vaaaale, ahí va una), quizás el atracón de puris que me di en la cena posterior, el caso es que no estaba yo para muchas fiestas. Al verme, así, descompuesto (en todos los sentidos de la palabra), Didi, a la que la idea de asistir a la boda (olores a carne, alcoholes rulando por ahí) no le hacía especial gracia, decidió rápidamente, uy, así no puedes ir, ni hablar, nos quedamos, te doy una pastillita y te quedas descansando. Lástima, porque ya solo el plan de desplazamiento tenía su gracia: Didi, Sunita y Triloki, en la Vespa, alumbrándome con los faros el camino, y yo rodando con mi bici en la oscuridad.

Pues eso, que me perdí la boda, qué le vamos a hacer. Por cierto, el momentáneo malestar se resolvió apenas un par de horas después, tras el oportuno desalojo de los demonios interiores. Pero ya era tarde para incorporarse al jolgorio. Ah, pero no desespere el lector -pequeño saltamontes-, que con ingenio intentaré suplir lo que mis ojos no pudieron ver. Para ello, me serviré de las fotos que hice cuando los novios pasaron por el colegio, y las referencias que he ido entresacando aquí y allá, unas de Didi, otras de las niñas que son de los poblados cercanos y que habían asistido a alguna otra boda tribal. Por cierto que la narración os despertará, creo, una mezcla de espanto y fascinación, ya veréis.

Empecemos: ya conocéis a la protagonista, Shibani, una de las profesoras del cole, como 25 años. El arreglo casamentero se cerró hace apenas unas semanas, tras varios intentos frustrados. Y de un día para otro. Se ve que el padre, por fin, consiguió encontrar a un candidato oportuno, que se presentó un día en el poblado, acompañado de algunos familiares. Reunión de las dos familias, Shibani y el mozo sentados a una mesa: según me cuentan, no llegaron ni a hablar. Shibani es cortadita, empezó a decir “me llamo…” y entonces, al ver que los familiares cuchicheaban, se daban codazos, decidió parar. Ahí acabó su intervención, nada más. Creo que el chico algo habló, pero no mucho, apenas una presentación medio formal, nombre, estudios, etc. Así que estos dos se han casado sin haberse dirigido antes la palabra, y tras apenas haberse visto durante unos 15 minutos. Pero se ve que ese fugaz encuentro fue suficiente como para decidir que adelante, ¡que nos casamos! El mozo tiene más o menos la misma edad que ella, ha estudiado algo, creo que con los Dadas, y ahora está preparando unos exámenes para algún trabajo. Pero no tiene ingresos; según creo, nadie de la familia del novio trabaja (en un trabajo de verdad, digo). ¿Cómo era?, no income, no job, no assets… ¡ninjas!

(Retomo la narración el jueves por la mañana). Esto fue como hace dos semanas. En aquel momento ya se fijó la fecha de la boda, para el domingo (coño, qué prisas). Como ya dije antes, me perdí la ceremonia, y me muero de rabia por ello, pero qué le vamos a hacer. Así que pregunté, a Didi Vratiisha, a Triloki… y esto fue lo que me contaron.

La boda se celebra en casa de la familia de la novia. En realidad, toda la ceremonia es una suerte de representación simbólica de los tiempos pasados, cuando por estas tierras las aldeas guerreaban entre sí y estaba de moda la curiosa costumbre de arrebatar las hembras, tras la batalla, a la aldea perdedora. Algunos de los ritos son fácilmente comprensibles, otros no tanto. Dejo a la imaginación del lector su interpretación.

Para empezar, la novia se pasa los cuatro días anteriores a la ceremonia sin cambiarse de ropa. Creo que puede lavarse, aunque no podría asegurarlo, pero siempre con la misma ropa. El domingo por la noche, el novio, acompañado de algunos de los familiares, se presenta en la casa de la novia. En la foto adjunta lo podéis observar, vestido con cierto lujo. Recuérdese que era noche cerrada y que los retortijones me acechaban, espero que se me perdone si la instantánea no cumple los requisitos de calidad exigibles. Tras detenerse un ratico para la sesión fotográfica (que sería publicada en la sección de ecos de sociedad, Purulia News, ¡sale mañana!), la comitiva siguió su camino hacia su destino. Se ve que, al llegar a la casa, ni corto ni perezoso, el hermano de la novia sale y, a modo de bienvenida, prende al candidato a novio (anda ven pa’cá, cacho panoli), le pone una argolla en el cuello y acaba atándolo a un poste cerca del establo de la casa. Allí se va a quedar un buen rato, la criatura. Mientras tanto, la novia se da un baño. Pero ojo, acuclillada en un hoyo, a la vista de la gente (no sé si solo los familiares) y con una especie cuchilla gigante sobre su cabeza; un baño de agua y aceite (?). Luego la meten al establo, sentadita en una esquina. Unas cuantas mujeres la rodean, en plan barrera protectora. Entran entonces siete hombres (no sé bien qué respuesta dieron cuando les preguntaron ¿tú vienes de parte del novio o de la novia?), que tras cierta batalla rompen el círculo defensivo, trincan a la novia y se la empiezan a pasar de uno a otro, no sé si entendí bien, pero le dicen cositas y hasta la magrean un poco, creo. Cada uno de ellos le aplica, además, pintura roja por la cara, los brazos… Creo que entonces le ponen también unas cuantas pulseras, representación simbólica de las argollas con las que antaño prendían a las novias, generalmente de unos 7 años, que se negaban a irse con el novio, que solía ser de veintitantos. Luego, la montan en una especie de pedestal (como aquel famoso musical, ¿recuerdan?, Jesucristo en su pedestal… ey, quiero el Premio Mondas, ¡ya!) y la transportan al exterior. Y así, en parihuelas, la llevan hasta el novio, que en ese momento se libera (mueran las caenas) y la recibe: él de pie, ella más o menos a su altura, arrodillada en las andas (me dicen que se calcula antes la altura del novio para que la cosa quede equilibrada). Para entonces, la novia lleva cogido entre dos dedos un algodoncito teñido de rojo (a mí me da que algo que ver con virginidades, pero no me supieron explicar) y el novio trata de arrebatárselo. Pelean entonces, ella esconde los brazos tras la espalda, él los busca y persigue. Se ve que ese batallita es también oportunidad para tocarse por primera vez. Finalmente, consigue abrirle los dedos, el algodón cae y (creo) en ese momento son ya marido y mujer. Luego se dirigen a la casa, se sientan con las familias, comen, y así va terminando la fiesta. El novio hizo entrega a Shibani de 13 sarees, dicen las malas lenguas que no de muy buena calidad (pero oye, el detalle…). Os recuerdo que entre la población tribal no se lleva lo de la dote. Seguro que se me ha escapado algún rito más, pero es todo lo que recuerdo ahora.

Por la mañana, la novia se va de su casa, rumbo a su nuevo hogar. En ese momento, por cierto, pierde cualquier derecho en la herencia paterna. En las fotos que adjunto podéis ver, primero, cómo se pasaron por el colegio para recoger nuestro regalo de boda (de nuevo, plural mayestático), un armario para la ropa, metálico pero pintado color madera, con espejito incluido, que habíamos comprado en Kotshila hace unos días. En realidad es horroroso, pero aquí levantó oooooes de admiración. Las siguientes fotos son de Shibani despidiéndose de las Didis. La pobre se traía una llorera que para qué. Comprensible, este colegio ha sido su casa un montón de años, y ahora probablemente podrá volver poco a él. Aun así, la cara de alegría que se le presupone a una novia, como que no la tiene. Quizás es porque sospecha lo que le espera. Ya no hablo del papel que le corresponde a partir de ahora: criada de la familia del marido, quienes por ejemplo tomarán la decisión sobre si sigue trabajando o no. Sino más bien de algunos de los ritos que le esperan, ya una vez en la aldea del novio. El más espeluznante es el siguiente: cuando llega, tiene que ir pasando por todas las casas, y las gentes que hay allí salen de ellas y empiezan a insultarla: pedazo puta, si te he visto con no sé cuántos hombres, qué haces aquí, y además eres de una casta inferior, y encima… Parece ser que es una especie de prueba: si es capaz de aguantar esas humillaciones, entonces está preparada para entrar en la casa del marido. Ay.

Seguro que si me pusiera a recordar saldrían más cosas, que las hay. Pero creo que con esto es bastante. Además, las niñas ya andan revoloteando por los alrededores, que en un rato nos vamos a la playa. Gozosa excursión de la que, si sobrevivo, daré puntual cuenta ya el domingo.

Así que lo dejo aquí, no sin antes detenerme a mirar las últimas fotos… y en fin, la cara de ganado camino del matadero es inconfundible.

Purulia 41

No, no se trata de la temperatura que reina por estas tierras (aunque podría ser), ni una indicación de latitud, ni siquiera un marcador de balonmano (Elgorriaga Bidasoa 37, parece pedir de acompañamiento), sino el lugar y la cifra que ayer fueron protagonistas. El lugar, ya lo conocéis bien; la cifra, mmm, pues lo que afirma mi carnet de identidad, pese a que yo siga manteniendo cierta incredulidad al respecto (¿y cuándo ha ocurrido todo esto, que no me he enterado?). Siento decepcionar a los que, como Didi, aventuraban estimaciones más bondadosas sobre mi edad, es lo que hay. Pero ¡ojo!, no me conservo mal, me han sentado bien las noches de juventud sumergido en alcohol. ¡Ah!, y todo está en su sitio. Aunque, visto el tono de algunos mensajes, debo avisar de que no conviene confundir realidad con ficción, que los músculos de Dada pertenecen a esta última, no vaya a recibir luego reclamaciones, éstas, al maestro armero, jaaaa.

Fue ayer mi cumpleaños, pero no solo el mío. Resulta que el 9 de mayo se celebra también el nacimiento del Baba (su nombre verdadero es impronunciable) fundador de los Ananda Marga. Por cierto que Didi entendió esa coincidencia como un auténtico augurio, same day, same day, se quedaba murmurando, atisbando conexiones cósmicas. Exageración, o quizás no, porque resulta que en ciertos lugares se celebró ayer también el cumpleaños de Buda (quinto día del cuarto mes lunar o algo así en no sé qué calendario), y también el de Tagore, el gran poeta de los bengalíes: tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma… anda que haberme criado con ese póster en la cabecera de mi cama (alternando con el del Che, ¿o era el Jesucristo de Se Busca?, qué generación la de nuestros padres, gensanta) y no haber captado entonces el vínculo... Pese a que estas efemérides son científicamente discutibles (de manera obvia en el caso de Buda, y con simple revisión de la Wikipedia en el de Tagore), debo reconocer que el asunto me ha hecho pensar. O más bien convencerme, ¡sí!, de que hay algo detrás de todo esto, de que había un mensaje escrito que no acababa de descifrar. Ahora por fin se ha hecho la luz: he de fundar una secta. Secta a la que por ahora, y de manera provisional, me referiré como la de los purulianos (suena a suicidio colectivo, uuuyy). Tengo todavía que acabar de perfilar los detalles del culto, liturgia, rituales… ya os mantendré informados. Lo único que tengo claro es que, como buen gurú de la misma, me reservaré el derecho de yacer cuando me plazca con mis acólitas, si no, pa’qué coño funda uno una secta… ;D

Al tema, que se me va la pinza. Como teníamos las múltiples celebraciones, el día comenzó... de noche, más concretamente a las 3 de la mañana, ay. Pero no por propia voluntad, sino por la atronadora invasión del mantra “Baba nam, kevalam” (en traducción libre, “Dios es único”, “solo hay un nombre para Dios”, o algo así), la especialidad de la casa anandamargante, que desde potentísimo sistema de sonido y altavoces se podía oír en todo el colegio, alrededores y parte del extranjero. No me pregunten de dónde sacaron todos esos millones de watios, que ya quisieran para si los Rolling de gira, pero el caso es que ¡arriba, perezosos, todos en pie!, que empieza el gran día. Preparando la cita, las niñas habían limpiado todo el suelo del colegio con esmero, y desde primera hora andaban por allí también las niñas del orfanato cercano y hasta los peques de la escuela primaria. Una banda de criaturas, vaya, como unas cien. Todas metiditas en la sala grande de meditación, rodeando la floreada estampa del Baba, cantando y rezando. Durante horas, venga Baba nam para arriba, kevalam para abajo (a mí me tiene un poco hasta las pelotas tanto rezo, por las niñas sobre todo, a ver cuándo sacan un rato para jugar, pero ésa es otra historia). Pese a los decibelios desatados, había conseguido adoptar una hábil postura, almohada enroscada en torno a la cabeza, que me aislaba del bullicio y me permitía prolongar mi descanso, hasta que una de las niñas se acercó a llamarme urgentemente, Dada, Dada come, que la Didi me reclamaba para que hiciera el oportuno reportaje grafico del evento, del que podéis disfrutar en las fotos que adjunto (por cierto, no os quejaréis de fotos, en este post). Es difícil recoger en instantáneas la ceremonia, tanta espiritualidad (o quizás solo ritual) se escapa del objetivo de la cámara. El baile, todas con los brazos en alto, como en trance (literal en las Didis, en una foto sale una con los ojos en blanco, pero no la cuelgo porque da mucho miedo, ay, prefiero muerte)… el rezo, arrodilladas, a veces postradas, el ritmo de la procesión en torno al altarcillo. Como no me vi capaz de captar todo esto, me dediqué a jugar con los contrastes de la luz que entraba por las ventanas, y oye, alguna foto chula salió. Por menos de esto he visto yo ganar premios World Press Photo :) La de los pies a contraluz me encanta.

Después de ganarme el sueldo como fotógrafo, decidí que había que cambiar de actividad. Hace un par de días, Didi me dijo que había contratado un par de obreros para completar el reparto de los pedruscos. Resultó que la tal pareja estaba formada por una madre y su hija jovencita, ay, al verlas llevando esas moles… ya sé que aquí es lo que se estila, pero qué quieren, me daba grima, así que me puse a echarles una mano. Casi me dio una lipotimia, entre el calorazo y el fondo musical del Baba nam, kevalam, que no remitía, pero algo avanzamos. Para entonces ya era la hora de comer, y nos pusimos todos a la tarea, sentaditos en el porche. De las comidas no os he hablado mucho, que eso es terreno sunitero, y su post sigue esperando en el limbo. Pero adelanto aquí, para que las fotografías se entiendan, que se come sentados en el suelo y con los dedos (de la mano derecha, claro). En realidad a los voluntarios nos hacen comida especial (menos picante) y nos surten de cuchara, pero yo, desde el primer día, ¡go hindi!, me apunté (con regocijo) a la costumbre local; al principio no me manejaba bien, pero ahora ya soy un artista de chuparse los dedos (sic). La otra foto muestra algunas de las niñas del orfanato, que solo vienen al colegio para las clases y en ocasiones especiales como esta. Me pareció que iban elegantísimas, con sus vestidos marrones de gala. La comida era de lujo, para los estándares habituales, y aparte de la abundante ración de arroz, teníamos acompañamiento de patatas, vegetales varios, algunas cositas dulces (mango, creí reconocer) y hasta un Chupa-Chups para cada una que había comprado en Purulia. Todo ello, regado con… ¡Mirinda! Sí, señores, han leído bien: Mirinda, la de la cara sonriente, la incomparable, única… y yo creía que desparecida, pero no. Por aquí todavía se lleva, con notable éxito además. A ver si un día me encuentro ya a Naranjito por la calle y completo este viaje en el tiempo.

Tras la comida hubo estampida de niñas, y fue momento oportuno para planchar la oreja, que ya llevaba más de 10 horas en pie. Y tras la siesta, los preparativos para la celebración de mi cumple. Empecemos ya diciendo que la celebración fue un poco desastrosa: no me dejaron organizar casi nada y las nenas estaban fundidas de tanto Baba nam, kevalam, se soltaban unos bostezos las pobres que para qué. Ademas, tuve que luchar una vez mas con sus afanes almacenadores: que si había comprado 6 mirindas, pues solo sacamos 4; que si disponíamos de 5 bolsas de frutos secos, ¡que solo salgan 3! Ay, me pone negro, venga a perseguirlas, a las Didis. Como Rupa cumplía años el día 10, encargué también una tarta para ella, y mi plan es que lo celebráramos juntos. En las fotos nos véis, justo antes de apagar las velas, ensayando; en la otra, ya cortando -cual novios- las tartas. Por cierto, que una tarta era en inglés, y la otra en bengalí. ¡Ah!, es que no os conté que tengo un nombre bengalí, Didi me bautizó uno de los primeros días. No suena muy bien en castellano, es algo así como Propulo; la cosa gana enteros cuando se sabe que quiere decir “siempre feliz”, que por otra parte se me antoja una acertada descripción de cómo me siento. En realidad, Rupa me hizo la 3-14, porque tras pensárselo un rato decidió que, uno, se prestaba a compartir conmigo la ceremonia de mis tartas, pero dos, no te hagas líos, mi cumple lo celebro mañana yo solita, con tarta y protagonismo propios. Arranque de ligero egoísmo que, tras ver la cara de felicidad que tenía hoy repartiendo su tarta entre las compañeras, he decidido pasar por alto. Pero como había calculado para tres tartas, y me quedé solo con dos, el reparto resulto algo más complicado. En la última foto aparecen algunas de las nenas, en el momento de cantarme el happy birthday. También incluyeron una versión bengalí que me pareció especialmente hermosa (o es que estaba sentimental, perdóneseme la debilidad). Si os fijáis, veréis que van con las caritas pintadas, se habían maquillado para la ocasión, que se completó con el habitual programa de bailes y cánticos, que no por vistos me parecieron menos lindos.

Ya eran las tantas cuando cerramos el día y, como correspondía, me subí al tejado a dormir. En realidad, a esperar que llegaran mensajes y llamadas desde España. Me sonaron bien, allí, a la luz de la luna llena. Algunos, especialmente bien.

Las noches de K.

Dada

K. apareció sin anunciarse. Desde que llegó he dejado de visitar a S. en las noches primas. Y me dedico a explorar cada centímetro de su piel buscando alguna pista, o alguna herida. Pero es asombrosamente perfecta... y dulce: toda de chocolate. No me canso de acariciar sus pechos, leyendo con mis yemas el braille de sus areolas. Con la lengua, investigo si hay algún resto de la pócima del amor que me ha dado.

S.

Ya está otra vez con ella. La odio. No puedo soportar que la toque. Esas manos, tan blancas, me pertenecen. Tendrían que estar sobre mis pechos (ay, Baba, haz que me crezcan más, por favor), no en los suyos. Voy a cerrar los ojos, intentaré dormirme. En mis sueños, al menos, nadie podrá quitármelo.

K.

La primera vez que vi a Dada, durmiendo desnudo en el tejado, sentí cómo un temblor se enroscaba en mi vientre. Y me volví loca, que Baba me perdone. Me escapé de la habitación, subí al tejado y me senté entre sus piernas. Luego comencé a pasar mi lengua sobre su piel, muy despacio, desde el ombligo. (Algunos músculos del cuerpo de Dada despiertan antes que otros. Son los que más me gusta acariciar). Después, nos fundimos, como las piezas de un puzzle.

Las noches en que se sube al tejado lo visito. Pero me sabe a poco. Creo que reclamaré también las noches pares.

Un minuto mágico

Enfrentado, como estoy yo, a mi cercano cumpleaños, y con una pila de años pendiendo sobre mi cabeza, observo que la Naturaleza, las circunstancias o el contexto, no dejan de ponerme a prueba. Que se lo digan, por ejemplo a mis rodillas, en esas posturas acrobáticas a las que me someto en los asuntos escatológicos. Pero en ocasiones es el fútbol el que pone en jaque mi salud. Como ocurrió ayer, sin ir más lejos. En ese minuto mágico, el 93, cuando a Iniestita le dio por liarla parda en Stanford Bridge. Por cierto, me pinché a youtube esta mañana y, ¡vaya chirlo! El parte médico recoge las siguientes incidencias: tres ataques al corazón simultáneos, unos minutos de falta de riego sanguíneo al cerebro, pérdida de sensibilidad en la mano derecha (del puñetazo que di sobre la mesa), y creo que hasta un súbito ataque de caspa. El grito (¡¡¡toma!!!) que pegué, a las 2 y pico de la mañana, noche cerrada, silencio absoluto, ventana abierta de par en par, lo debieron de oír hasta en Purulia. Afortunadamente, del ataque al corazón me recuperé gracias a la rápida y decidida intervención de una caravana de estrellas del porno, que casualmente pasaban por el lugar camino de un festival de cine erótico por la zona, las cuales, vestidas con minúsculos trajecitos de cowboy, y como buenas samaritanas, se prestaron a dedicarme pasionales boca a boca y masajes diversos (hasta alguno cardiaco me dieron, pero eso ya fue muy al final), consiguiendo así una milagrosa curación, ríete tú de las de Lourdes. Solo espero que de todo esto no me queden secuelas (ni de los ataques al corazón ni de mi sesión con las pornstars).

Luego aparecieron diez guerreras ninja, embutidas en ajustados sarees amarillos, que con una lluvia de shurikens acribillaron a las Kennys, causando gran mortandad. Después de recoger sus trajes naranjas como botín de guerra, y tras reducir a cenizas la sala de meditación, una de ellas me dedicó una sensual danza del vientre, ante lo que tuve que jurarle amor eterno, abandonarlo todo y seguirla, para siempre, como un perro fiel.

Pues parece que sí hay secuelas, ¡vaya!

Qué les voy a decir, que me alegro por una parte de que estemos en la final, aunque no llena del todo mis aspiraciones estéticas el que haya sido de forma tan accidentada. Por lo que cuentan las crónicas (por cierto, patético el As llevando a portada los supuestos penalties no pitados, ¿no?, aunque seguro que los hubo, éstos se las daban de patriotas; curioso, lo que hay que hacer para aliviar las almas madridistas), parece ser que nos arrollaron, músculo en acción contra bailarines de claqué, pero en fin, una cuota de suerte nunca viene mal. Casi nadie, salvo unos tipos alemanes que me encontré una vez en no sé qué lugar, recuerda el gol de Baquero in extremis al Kaiserlauten, el que nos permitió ganar la primera Copa de Europa (ay, Koeman). Los teutones (ellos, bastante teutonas por cierto, ellas) se cagaban en la madre del enano cabezón que de salto inverosímil les birló el pase a la final en el ultimo instante. Se ve que en el Barça la gloria pertenece a los pequeños. Aunque no albergo muchas esperanzas de cara al partido contra el Manchester, con tantas bajas que tendremos… se podría aplicar lo de mucha vaca para tan poco novillero. Pero ya se verá.

Ya que estoy taurino, cambio de tercio. Entre el variopinto rosario de actividades que hago aquí, hay una que me tiene ocupado en los últimos días, y que también está amenazando seriamente mi salud. Aprovechando que los estanques de la zona se han secado, a Didi se le ocurrió pedir a unos tipos que recogieran el barro del fondo y que lo transportaran hasta aquí, con objeto de usarlo de tierra abonada para cuando lleguen las lluvias (la sabiduría local para afrontar y hasta aprovechar los desaires de la Naturaleza me tiene asombrado). Así que desde hace unos días, un tractor está depositando en diversas zonas del colegio varias toneladas de ese fértil fondo, pero no se vaya a creer el lector, no es barrillo ligero, sino pedrolos del 14. Una pareja, los podéis ver en la foto, los va lanzando de cualquier manera, que ya los colocaremos nosotros. En realidad, aunque la foto dé a entender lo contrario, la que se da todo el curro es la señora, el otro actúa más de ingeniero, ya saben, un poco más para aquí, no, menos, vale, ahí está bien. Ya sabéis de los repartos del trabajo por estas tierras. Por cierto, que cada remesa, es decir, el trabajo de extraer un remolque entero del fondo del estanque, traerlo aquí y depositarlo, se cotiza a 200 rupias, que vienen a ser como 3 euros. Para que os hagáis una idea de a cuánto está el jornal. Pero una vez aquí, nos toca repartirlo, para conseguir un fondo uniforme. Así que un día nos pusimos a la tarea, las Didis de generales, yo de cabo chusquero, las nenas de soldados rasos. Me costó convencerlas de que era más eficiente formar cadenas humanas, en lugar de que cada niña cogiera uno de los pedruscos y lo llevara, apurada, hasta el otro extremo (es que ya sabéis que aquí es muy difícil cambiar cualquier habito; por cierto, ¿os conté que estoy perdiendo la batalla de las pinzas?, ay). Pero al final impuse mi criterio, y en las fotos nos podéis ver en acción, apenas comenzado el trabajo en la primera, al día siguiente, ya con terreno conquistado, en las otras. La mayor parte de las nenas apenas puede con las piedras, pero no creáis que se escaquea ninguna, hasta las más canijas lo intentan, en realidad les encanta llevarlas hasta mí, para que yo haga el lanzamiento final. Yo, por aquello de Super-Dada, tengo que aparentar que cogerlas y lanzarlas no me supone esfuerzo alguno, que no se diga. Pero en una de éstas, sobre todo cuando me la pasa una de las peques, que tengo que recogerla muy abajo, me da un aire en los riñones y ahí me quedo, ya lo veréis. Aunque hacemos esto cuando ya cae la tarde, el calor es agobiante, y acabo la sesión sudando como un pollo, sin posibilidad de quitarme la camiseta además, recato obliga… modelo Camacho, ya sabéis, menos mal que voy de oscuro.

Ya estamos en el tercer día de la era Después de la Marcha de Sunita, y aunque me siguen cebando bien, como que no es lo mismo. Menos mal que mañana vuelve, también Didi Vratiisha, que según me cuenta no está luciéndose en sus exámenes homeopáticos. Con ellas afrontaremos el gran fin de semana, en el que tendremos mi fiesta de cumpleaños y también, ya el domingo, la boda tribal de Sibani, de la que sospecho saldrá el post más jugoso (y quizás escalofriante) visto hasta ahora. Mañana, cuando vaya a recoger a mis protectoras a Purulia, recogeré también las tartas que he encargado, atención, tartas vegetarianas, es decir, hechas sin huevo. Me aseguran que saben igual que las otras, a chocolate y a piña, que son los sabores que elegí, pero no me fío mucho. También terminaremos de alquilar el autobús con el que nos iremos a la playa, el fin de semana siguiente. Evito cualquier descripción del susodicho artefacto con ruedas, porque sería desvelar episodios cómicos que vendrán más adelante.

Así que, salvo uno que os dejaré de tapadillo mañana (y que, jejeje, dará juego), quizás no vuelva a haber posts hasta el lunes que viene, que los fines de semana, ya lo dijo Baba, están para descansar y vivir emociones fuertes. Aplicaos el cuento.